Artes y Letras, El Mercurio
10 de julio, 2005
La resistencia del Colegio de Profesores frente a la evaluación docente es gravemente lesiva para la profesión. Debe entenderse como un rechazo a la exigencia de responder públicamente por los resultados del propio trabajo, exigencia cada vez más difundida en las sociedades contemporáneas. De hecho, estas sociedades viven bajo la fuerza expansiva de una ética evaluativa, según la cual todas las personas y organizaciones deben dar cuenta por su desempeño, en particular los logros en el cumplimiento de su cometido. Los agentes sociales ejercen esta responsabilidad ya bien dentro del mercado, que evalúa por medio de opciones, contratos y precios, o bien ante instancias de autoridad encargadas de examinar resultados y emitir el correspondiente juicio evaluativo. Incluso la propia opinión pública se está transformando cada vez más, como apreciamos estos días, en una instancia de evaluación ante la cual deben comparecer los agentes públicos y privados. Ámbitos tan diversos entre sí como el consumo y el gobierno corporativo, el medio ambiente y la gestión de las empresas del Estado, la práctica médica y periodística, la producción científica y el riesgo tecnológico, están cambiando bajo la influencia de esta nueva ética social. Se analiza, mide, evalúa, acredita o certifica la calidad y eficiencia de los procedimientos, su corrección y legalidad, los logros del desempeño y su impacto. Esto vale igual para los programas públicos, la responsabilidad social corporativa de las empresas, la solidez de las instituciones universitarias, la conducta irreprochable de las autoridades, la autenticidad de los productos y la calidad de los servicios profesionales. En el caso de los profesiones, este principio evaluativo se expresa a través del juego de premios y castigos provistos por el mercado; el control ético ejercido por los pares y sus organismos representativos; las opciones de “voz”, “lealtad” o “salida” ejercidas por los usuarios según el clásico análisis de Hirschmann; las facultades de contratación y despido de los empleadores y, en el límite, mediante la intervención de los tribunales. Esto mismo se aplica en Chile a un amplio segmento de los docentes, con excepción de aquellos que ejercen su profesión en los establecimientos municipales. Sin duda, ellos gozan de un estatuto especial, cuya única justificación es otorgar mayor estabilidad en la carrera laboral a cambio, también, de mayores responsabilidades. En efecto, sólo bajo estas circunstancias puede dotarse de legitimidad a este arreglo especialísimo, según el cual un grupo profesional es apartado de la lógica evaluativa del mercado. Por el contrario, esta situación resulta incomprensible si sólo sirve para sustraer a dicho grupo de cualquiera forma de evaluación, situándolo por encima del círculo formal donde se juzga y valora el desempeño según resultados obtenidos. Un privilegio tal no podría justificarse ni debería ser aceptado por las autoridades municipales y de gobierno. Más temprano que tarde será severamente juzgado por la opinión pública. Luego, mientras más dure la negativa actitud del Colegio de Profesores y se prolongue su intento de sustraer a los docentes del imperativo de la ética evaluativa, mayor será el daño que el gremio ocasione a su propia causa y al prestigio y atracción de los establecimientos municipales. Una vez más, la educación pública aparece socavando sus propias bases de legitimidad.
José Joaquín Brunner
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