Texto usado como base de una presentación realizada al Grupo de Doctrina Social de la Pontificia Universidad Católica de Chile, 2004
Palabras claves: noticia, democracia, mercado, medios de comunicación, poder, prestigio
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Una búsqueda superficial en Internet sobre el término “scandal” arroja más de 2,5 millones de referencias, incluyendo alrededor de 100 mil artículos de orientación académica o interpretativa. En idioma castellano produce 100 mil referencias y 10 mil artículos.
La geografía del escándalo es global: desde EEUU a Tailandia, de Colombia a Gran Bretaña, de Rusia a Corea.
Los tipos de escándalos mencionados son igualmente espaciosos: políticos, corporativos, sexuales, eclesiásticos, militares, de la justicia, espionaje, deportivos, científicos, ecológicos, académicos, etc.
Incluyen nombres como Profumo, Clinton, Chirac y Kohl; situaciones como Watergate e Iran-Contra; empresas como ENRON y WorldCom. Aparecen también escándalos locales: de pedofilia, corrupción, mafia del alerce, filtración de datos, indemnizaciones, evasión de impuestos, y “casos” como Inverlink, MOP, Riggs, etc. De hecho, la pareja de términos “Chile + escándalo” conduce a 43 mil páginas electrónicas.
¿Qué tienen en común estos nombres y situaciones que hace posible agruparlos bajo la noción de escándalo? Todos conducen hacia un evento mediático que puso al descubierto algo previamente oculto y moralmente ignominioso –real o supuestamente– cuya exposición genera una secuencia de reacciones en la opinión pública.
¿Cómo explicar que estos eventos ocupen un lugar tan importante en nuestra cultura cotidiana, al punto que según algunos vivimos inmersos en una “cultura del escándalo”?
Mi hipótesis es la siguiente: las sociedades democráticas de mercado contemporáneas son propensas al escándalo. Porque sólo ellas son sociedades mediatizadas 1; esto es, sociedades cuyas experiencias culturales se organizan, en gran medida, a partir de procesos y bienes simbólicos producidos por los medios de comunicación. Éstos originan tanto el contexto simbólico en que vivimos como también una proporción creciente de los mensajes que orientan nuestras interacciones. En promedio, los chilenos dedicamos 27 horas semanales a la TV, 25 a la radio, 6 a la lectura de diarios y revistas y 3 a internet2. Es decir, una buena parte de nuestra existencia activa e insomne, quizá incluso nuestros sueños, está, directa o indirectamente, alimentada por los flujos de palabras, imágenes y sonidos provenientes de los medios y por su posterior elaboración a través de conversaciones, intercambios y comportamientos.
Por su parte, la industria de medios opera básicamente con 2 lógicas, como resultado de su entorno democrático y de mercado.
La primera es la lógica del “nada humano me es ajeno” de Terencio, a quien suele llamarse el “precursor de la comedia de costumbres moderna”. Es una lógica de la indagación, la exhibición y la puesta en escena de la condición humana. Lleva a presionar continuamente sobre los límites (siempre ambiguos) de aquello que los medios pueden legítimamente presentar al público; o sea, mostrar, informar y publicitar. Es una lógica profundamente emparentada con las libertades de expresión e información –el derecho a conocer y transmitir– las cuales, a su vez, se hallan estimuladas por la competencia: la necesidad de vender audiencias a los avisadores.
En esta carrera (donde el rating es apenas una manifestación) los medios empujan constantemente los límites –del lenguaje y los temas, de enfoques y géneros– hacia más y más dimensiones, virtuosas o miserables. A Freud no le resultaría extraño que parte de esta presión se ejerza precisamente allí donde las pulsiones humanas son más profundas: en el plano de la libido y el sexo, de la agresividad y la violencia, de la enfermedad y la muerte.
Hay, sin embargo, una segunda lógica de los medios que viene a complicar las cosas, la de Lord Northcliffe, el dueño británico de medios de comienzos del siglo pasado, para quien “noticia es algo que alguien, en alguna parte, desea suprimir; el resto es publicidad”.
En juego están aquí dos cosas fundamentales. Por un lado, la definición de qué es noticia o, más exactamente, cuál es el ámbito de lo “noticiable”. Segundo, dónde trazar los límites de lo público, de manera de preservar el espacio privado del intruso escrutinio de Lord Northcliffe.
Cualquier texto de estudio empleado en escuelas de periodismo revela las dinámicas principales en ambos frentes. Cito uno: “cada medio tiene interés en dar a conocer a su público determinados hechos y opiniones para conseguir fundamentalmente dos objetivos: ganar dinero y tener la máxima influencia y difusión”. Sin duda, intereses impecablemente democráticos y de mercado. Cito nuevamente: “Un hecho será más noticiable cuando produzca mayor cantidad de consecuencias que, a su vez, también serán noticia”. La dinámica del escándalo, una vez desatado, se ajusta exactamente a este patrón: se alimenta noticiosamente a sí mismo. Tercera y última cita: “Actualmente, las noticias que despiertan más interés son las noticias que explican historias de vidas […] donde los sentimientos más primarios […] son susceptibles de ser compartidos por todos los seres humanos, por encima de una determinada posición social…”.. La democracia igualitaria se abraza aquí con el mercado de los sentimientos.
En suma, la incesante búsqueda de lo noticiable conduce de preferencia hacia aquello que –por buenas o malas razones– desearía ocultarse en una sociedad, impulsando a los medios a penetrar en la vida privada, incluso con el apoyo de tecnologías que permiten perforar su intimidad.
Cuatro elementos de la organización mediática explican por qué su personal se siente inclinado hacia la promoción del escándalo:
1°) El valor comercial de las noticias referidas a sucesos escandalosos (“el escándalo vende”).
2°) La persecución de objetivos políticos, como dañar la reputación de un gobierno o perjudicar a los opositores.
3°) La auto-imagen profesional de los medios como conciencia vigilante y descubridores de hechos encubiertos.
4°) La rivalidad derivada de la competencia que lleva a una carrera por producir, en el menor tiempo, la noticia más golpeadora y con mayor efecto.
Si acaso los escándalos cumplen una función social es parte de lo que sigue en este artículo.
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