Democracia liberal agobiada… y amenazada
Febrero 12, 2025

Una de las cosas más llamativas de estos días -no sólo en Chile, alrededor del mundo también- es el deseo manifestado masivamente por los electores de llevar a los opositores al gobierno. O sea, la búsqueda de un cambio del personal directivo del Estado encargado de formular, proponer y ejecutar las políticas. La consigna de estos tiempos turbulentos parece ser: ¡fuera los incumbentes, que asuman los contendientes!

Mas no se trata solamente del ciclo normal de la alternancia en el poder. Hay algo más.

Por lo pronto, el año pasado hubo elecciones en sesenta países y en la mayoría el oficialismo fue derrotado; por ejemplo, en Estados Unidos, Reino Unido, Botswana, Gana, Corea del Sur, Panamá, Portugal y Uruguay, entre otros. Lo mismo ocurrió en Venezuela, donde el régimen chavista decidió, sin embargo, desconocer los votos e imponerse por la fuerza. En otras partes, los partidos o coaliciones de gobierno retrocedieron y hoy son más débiles; es el caso de África del Sur, Japón, India y Francia.

En seguida, como a manera de un balance de tendencias apunta el estudio Elecciones Globales en 2024 del Pew Research Center, el pasado año fue efectivamente fuera de lo común. No sólo por el número de países involucrados y por los malos resultados para los partidos tradicionales y detentadores del poder, sino porque “los votantes de muchos países, agitados por la subida de precios, divididos por cuestiones culturales y enfadados con el statu quo político, enviaron un mensaje de frustración”.

A lo anterior hay que agregar el hecho de que en varios países las derechas populistas, radicales o extremas, ganaron posiciones y avanzaron, como ocurrió en las elecciones del Parlamento Europeo y en Austria, Francia, Rumania, Portugal, Reino Unido y Alemania. En años anteriores, mayorías de derechas habían salido victoriosas en Italia y Países Bajos y, en América Latina, en El Salvador y Argentina.

También hubo algunos casos excepcionales durante los últimos años de victorias electorales de grupos no tradicionales que se proclaman de izquierdas, como ocurrió en México y sucede rutinariamente en Cuba y Nicaragua. En el primer caso AMLO logró traspasar su liderazgo a una sucesora elegida por él; en los otros dos, las elecciones son nada más que procedimientos de confirmación de la élite en el poder.

Como sea, tanto en el mundo desarrollado, igual como en América Latina, la satisfacción o el apoyo a la democracia alcanza allá apenas a un 45% de la población y aquí, en la región, a un 52%.

De manera que en materias político-electorales y de consistencia democrática no estamos ya en el terreno del business as usual. No sólo la contabilidad de resultados es un sismógrafo preocupante, sino que desde ambos extremos del espectro ideológico crecen fuerzas iliberales y no democráticas alrededor del mundo, al mismo tiempo que aumenta el número de regímenes populistas-autoritarios de derechas y de izquierdas, aunque de preferencia los primeros. Más grave aún, la mayoría de las veces estos desplazamientos son desencadenados por el voto popular que parece estar inclinándose hacia posturas de derecha radical.

¿Cómo explicar este fenómeno internacional y hacia dónde lleva? ¿Qué lo alimenta y por qué parece avanzar irresistible, aunque desigualmente, en diversas latitudes? Aprovechando estos días de vacaciones proponemos aquí una exploración que va más allá de lo meramente noticioso para adentrarse en las ideas y dinámicas que movilizan este cuadro de derechas extremas.

2

Sin duda, como pone dramáticamente de manifiesto el recientemente inaugurado gobierno Trump, con esa mezcla explosiva de oligarquía de empresarios tecnológicos, su partido Republicano hecho a imagen y semejanza del líder, y el círculo de dudosos personajes que lo rodean, hoy existe un amplio espacio para proyectos de derecha rupturistas, propuestas radicales de carácter populistas, quiebre con las reglas y convenciones de la institucionalidad democrática y discursos anti-establishment, derogatorios de la política y los acuerdos. Todo esto impulsado desde dentro del propio establishment y de los grupos más ricos y poderosos de la sociedad, con el apoyo de movimientos sociales, religiosos y de ideas y resentimientos nacionalistas y conservadores.

Los motivos de orden, seguridad y fuerza excepcional para “salvar” a la nación de toda suerte de conspiraciones -enemigos internos, países ejes del mal, inmigrantes delincuenciales, narcotraficantes, mafias, intelectualidad corrosiva y woke, etc.- recorren el mundo en boca de los nuevos líderes nacional-populares. Y de toda clase de opinantes, influencers y bots que desprestigian a las democracias liberales, siembran el temor, anuncian calamidades y olas de crímenes y  baten tambores que llaman a movilizarse en esta verdadera guerra cultural, uno de cuyos principales frentes son las redes sociales.

Pero, claro, este discurso no es trumpiano únicamente; se enuncia en una variedad de idiomas, con motivos, énfasis y resonancias distintas. Es un relato cada vez más conscientemente asumido por las derechas populistas y autoritarias y por una diversidad de autócratas nacionalistas o aspirantes a serlo.

Tampoco es un asunto del perfil psicológico individual -por lo demás variado y poco interesante a veces- de individuos como Putin, Bukele, Orban, Erdogan, Trump o Milei. Más bien, es un asunto de condiciones socioeconómicas y fuerzas ideológico-culturales; de crisis de las instituciones e ideas democrático-liberales; de las deterioradas circunstancias de vida de sectores importantes de la población; de las patentemente desiguales oportunidades de vida de generaciones enteras; del clima cultural de desesperanza y anomia que afecta a las sociedades de Occidente. En breve, como gustan decir algunas cabezas parlantes de la TV, es un asunto epocal, estructural y complejo.

3

Una hipótesis plausible es que estos fenómenos tienen que ver con la sensación, información y conciencia -cada vez más ampliamente distribuidas- de que la democracia liberal representativa, de origen burgués moderno y un estatuto actual claramente puesto en cuestión, ha envejecido mal. No muestra capacidades de renovarse ni ofrece gobernabilidad a los de arriba (las élites) pero tampoco, lo que es más grave, a los de abajo (las masas), en un sistema que se precia, precisamente, de contar cabezas, no de cortarlas. Y cuya legitimidad descansa, sobre todo, en la creencia de que la autoridad se asienta sobre una sólida argamasa de carácter a la vez tradicional y legal-racional.

Tradicional: ideas y valores democráticos decantados a lo largo de los últimos dos o tres siglos; actitudes y comportamientos transmitidos por la familia y la escuela; maneras y costumbres que regulan pacíficamente las conductas públicas y privadas; sublimación de los instintos agresivos; respeto por los derechos de los otros; ética de la responsabilidad personal y del esfuerzo. Todo esto, además, sobre la base de una división del trabajo funcional y un libre intercambio de bienes de los más diversos tipos. Son estas creencias enhebradas unas con otras las que ofrecen -al menos parecían hacerlo hasta comienzos de este siglo- el medio ambiente cultural en que tradicionalmente se apoyaba el ejercicio de la democracia liberal.

Legal-racional: o sea, la racionalidad democrática propia de un Estado de reglas y obligaciones y de unas sociedades que organizan las relaciones privadas a través de contratos voluntarios y que administran los asuntos públicos -en el centro y descentralizadamente- mediante dispositivos burocráticos. Según enseña Max Weber, el gran sociólogo alemán del siglo pasado, cuya obra gira en medida importante en torno al estudio de las burocracias, estas son “un tipo de organización social que se caracteriza por la división de tareas, la supervisión jerárquica y la aplicación de reglas y regulaciones”, según la escueta definición proporcionada por la IA de Google.

El mismo Weber, que entendía perfectamente, y admiraba, el enorme poder del dispositivo burocrático, temía sin embargo por las consecuencias de su continuo despliegue en todo tipo de sociedades; no solamente aquellas organizadas democráticamente. Consideraba que aquel fenómeno de burocratización universal estaba llamado a extenderse hasta el último rincón de las sociedades y que terminaría asfixiándolas, al momento de racionalizar todos los espacios, actividades y relaciones humanas. Nótese que imaginó esto ya a comienzos del siglo XX, a la vista de la incipiente racionalización de la guerra y el mundo por la ciencia y la tecnología. Y antes aún de emerger los dos grandes experimentos burocráticos totalitarios, el comunismo soviético y el régimen nazi.

También la política y la democracia, intuía Weber, serían crecientemente racionalizadas en el sentido burocrático; por arriba, por la híper organización del Estado y sus poderes y funciones. Y, por abajo, en la sociedad civil, por el desarrollo de la gran empresa capitalista y la burocratización de los partidos políticos. Ahora sabemos que nada permanece ajeno a este tipo de racionalización de la actividad humana. Y que vivimos, más bien, la época de la burocratización expansiva de todo: de la esfera medial-comunicativa, científica, artística, de las universidades, hospitales, del deporte, las iglesias, los partidos, gremios y sindicatos, y así por delante.

4

En cuanto a la democracia, ella ha dejado de representar actores y decisiones colectivas -salvo a la hora del ejercicio burocrático de la votación- y, más bien, es percibida como un espacio de circulación de las élites políticas que sucesivamente ocupan las posiciones de mando, influencia y acumulación, mientras las masas permanecen a la intemperie. O así lo siente un número en aumento de sectores en las sociedades y lo transmiten los medios de comunicación, provocándose, como vimos, una creciente inestabilidad de los incumbentes del poder.

Weber, a su propia manera, anticipó esta conclusión y, dentro de su visión realista-pesimista de las cosas, puso alguna esperanza en la capacidad transformadora e innovadora de una tercera forma de legitimar la autoridad, al lado de la legitimidad tradicional y la legitimidad racional-formal. ¿De qué manera, pensaba él, podía sacudirse un antiguo orden envejecido, rigidizado, burocratizado mecánicamente a la manera de una jaula de hierro? ¿Como podía renovarse un orden político social que se había vuelto íntegramente burocrático, cuyas fuerzas estaban en un relativo empate, cada una bloqueando cualquier posibilidad de cambio o postergándola ad nauseam, como ocurre también entre nosotros en Chile?

Tal posibilidad dependía, pensaba Weber, de la irrupción de un nuevo orden que él llamó carismático (o sea, dotado de un poder extraordinario, excepcional, fuera de las convenciones del orden establecido y su armazón burocrático). Su propia definición de esta fuerza disruptiva es la siguiente. “Debe entenderse por carisma”, dice, “la cualidad, que pasa por extraordinaria (mágica en su origen, lo mismo si se trata de profetas que de hechiceros, árbitros, jefes de cacería o caudillos militares), de una personalidad, por cuya virtud se la considera en posesión de fuerzas sobrenaturales o sobrehumanas -o por lo menos específicamente extracotidianas y no asequibles a cualquier otro-, o como enviado del dios, o como ejemplar y, en consecuencia, como caudillo”.

Identificó, por lo mismo, ante el bloqueamiento y el debilitamiento de la democracia liberal, algo que llamó una “democracia de jefe”, plebiscitaria o cesarista. En breve, una democracia donde el pueblo de alguna manera se funde con su líder transmitiéndole la fuerza necesaria para crear un nuevo orden. A su vez, el líder o caudillo, guiado por su propia visión y una personalidad determinante, como se supone tienen los jefes cesaristas, conduce a las masas a un nuevo nivel de energía y de reconocimiento de su jefatura, dominio y conducción.

En su lenguaje sociológico alemán siempre difícil de traducir, él transmite sin embargo una clara noción de cómo operaría esta conducción carismática por un líder, o una democracia de jefe, tal como en estos días escenifica magníficamente Trump y su equipo de leales adeptos a su jefe carismático. Cito pues a Weber a continuación copiando algunos pasajes que resultan relevantes aquí (de su obra Economía y Sociedad, p.344):

“El cuadro administrativo del dominador carismático no es ningún “funcionariado”, y menos que nada una burocracia profesional. Su selección no tiene lugar ni desde puntos de vista estamentales ni desde los de la dependencia personal o doméstica. Sino que se es elegido a su vez por cualidades carismáticas: al “profeta” corresponden los “discípulos”, al “príncipe de la guerra” el “séquito”, al caudillo, en general, los “hombres de confianza” (No es acaso un fiel retrato de cómo Trump conformó a su equipo? Y más opacamente, ¿no es lo mismo que sucede herméticamente con el círculo de adeptos a Putin?)

No hay ninguna “colocación” ni “destitución”, ninguna “carrera” ni “ascenso”, sino sólo llamamiento por el señor según su propia inspiración fundada en la calificación carismática del llamado (Es lo mismo que decían los altos cargos de Trump I cuando eran intempestivamente exonerados y luego humillados por el jefe).

No hay ninguna “magistratura” firmemente establecida, sino sólo emisarios, comisionados carismáticamente dentro del ámbito de la misión otorgada por el señor y de su propio carisma. (Aquí el mejor ejemplo que uno pude pensar es el de Elon Musk). 

No existe reglamento alguno, estatutos jurídicos abstractos, ni aplicación racional del derecho orientada por ellos, mas tampoco se dan arbitrios y sentencias orientados por precedentes tradicionales. Sino que formalmente lo decisivo son las creaciones de derecho de caso en caso, originariamente sólo juicios de Dios y revelaciones (Asistimos a este espectáculo casi cotidianamente en el caso de Trump y va por similar camino Milei).

Sin embargo, en su aspecto material rige en toda dominación carismática genuina la frase: “escrito está, pero yo en verdad os digo”; el profeta genuino, como el príncipe de la guerra genuino, como todo caudillo genuino en general, anuncia, crea, exige nuevos mandamientos -en el sentido originario del carisma: por virtud de revelación, oráculo, inspiración o en méritos de su voluntad concreta de crear, reconocida en virtud de su origen por la comunidad de creyentes, guerreros, partidarios u otra clase de personas. (No pocas veces Trump se ha proclamado a sí mismo en esta condición de genuino caudillo, directamente conectado a los poderes celestiales).

Hasta aquí el interludio weberiano.

5

¿Qué podemos concluir de esta exploración a veces abstrusa?

En lo esencial, que la visible reacción electoral en Occidente contra los grupos incumbentes que trabajan dentro de los parámetros de la tradición democrática y la racionalidad político-burocrática, cualesquiera sean, está siendo alimentada desde los extremos. Pero, como vimos, con mayor habilidad y probabilidades de éxito por las derechas radicales, populistas-autoritarias, con el propósito de reemplazar la democracia liberal representativa por una u otra modalidad de democracia de jefe, cesarista, autoritaria, populista, protegida o securitaria.

Sin duda, las circunstancias globales, regionales y nacionales son distintas para cada país. Pero, en lo grueso, las irrupciones carismáticas, en sentido weberiano, avanzan en una sola dirección principal. Esto es, hacia la derecha extrema, el Estado de excepción, el vínculo emocional del jefe y su pueblo, la unidad nacional contra las amenazas foráneas (inmigración), la corrección y superación de todo pluralismo ideológico y de valores, la imposición de un solo cuadro de valores morales (¡todo lo demás es woke!), la restauración de los valores tradicionales (Make América Great Again) y la constante lucha por “drenar la ciénaga” (en que se habría convertido el aparato estatal y el gobierno). Es decir, la oscura ‘casta’ que tendría sojuzgada a la democracia formal.

Probablemente el trumpismo en su segunda versión sea la expresión más clara de este fenómeno histórico de grandes proporciones que mantiene en vilo al mundo (occidental, en particular). Hay muchas y variadas formas, ya lo decíamos antes, de avanzar en esa dirección, con distintos jefes (Bukele, Milei, Orban, o caudillismos emergentes, varias docenas), en diferentes contextos, por razones distintas y con ideas e ideologías propias en cada caso.

Por ejemplo, desde el extremo izquierdo, si nos atenemos sólo a América Latina, el discurso ideológico es diametralmente opuesto; mas, en términos del orden democrático liberal, el asalto es el mismo:ruptura democrática, revolución, fin de las máscaras burguesas y pseudo-liberales de la democracia. Y el llamado al pueblo es a avanzar por el camino del carisma (Castro, Sandinistas, Chávez, Morales, Maduro) hacia un nuevo (viejo) socialismo antineoliberal tipo siglo XXI.

Como sea, la cuestión principal, cual es, cómo soluciones no o posdemocráticas de derechas e izquierdas podrían reconciliar el momento carismático con las otras dos formas de legitimación del orden y la autoridad, esto es, con la legitimidad tradicional y la legitimidad racional-formal.

Si por un instante uno imagina el programa de la Convención Constitucional nacido del octubre rojo de 2019 como “momento carismático”, entonces la respuesta a la pregunta anterior es: por su fusión virtuosa con el “momento constitucional”. Habría sido un ejemplo casi perfecto de una ruptura democrática desde dentro de la democracia por vía plebiscitaria. De haberse impuesto, ella podría haber apelado a la legitimidad de las tradiciones revolucionarias y a una refundación del Estado bajo un nuevo ordenamiento burocrático conforme a la ideología expresada por la Convención.

En cambio, fracasado ese intento, hoy todo parece jugar a favor de las derechas en general, y de aquellos sectores más extremos en particular, en el caso de la legitimación por las tradiciones. Ellas poseen una disposición ideológica, un habitus, una suerte de afinidad selectiva, con los valores de tradición, patria y familia dominantes en la historia del país. Además, son naturalmente nacionalistas en su mayoría. Desconocen y aborrecen el cosmopolitanismo. Están más cerca de lo local que de lo global. Desconfían de la modernidad y sus relatos (quizá con excepción de la narrativa de los mercados y libre circulación de los capitales). Se identifican fácilmente con el enfoque hobbesiano de la seguridad interior, con personalidades autoritarias y con estados de excepción.

Por el contrario, las izquierdas han perdido casi toda conexión con el tesoro de sus tradiciones, salvo por la retórica de las heroicas luchas de la clase obrera y la figura digna del Presidente Allende. Salvo en el caso del PC, atrás y en el olvido han quedado las tradiciones de la revolución soviética, los socialismos reales de Europa central y del este, la pesada planificación central, las banderas del anticapitalismo y el antiimperialismo. Asimismo, las izquierdas chilenas carecen de tradiciones socialdemócratas fuertes, de identificación con principios liberal-democráticos, y de implantación propia en los temas de seguridad, de economías políticas mixtas y de lo público no-estatal. Lo que lograron avanzar en virtud de la renovación socialista quedó interrumpido más adelante, cuando el propio socialismo democrático contribuyó a demoler sus nacientes tradiciones concertacionistas.

En cuanto a cómo retomar la política democrática en un mundo de burocracias tanto estatales como no estatales para hacer frente a las arremetidas de los carismas popular-autoritarios, de los caudillos y de los gobiernos basados en cliques, redes oligárquicas y uniones cívico-militares a la cubana o venezolana, tampoco las izquierdas se encuentran en buena disposición. Por un tiempo el Estado de bienestar (nórdico) apareció como una alternativa de legitimación burocrático-social, con aparatos de Estado conducidos por una gerencia pública emprendedora y técnicamente sólida. Nada de eso está hoy al alcance de nuestras izquierdas que, arrastradas por el FA, más bien apostaron por su propia versión de ruptura democrática y neopopulismo constitucional al momento de la Convención, postura que una vez derrotada abandonaron para dedicarse a gobernar en la medida de lo posible.

De ahí en adelante las izquierdas en América Latina y Chile no tienen verdaderamente una propuesta de Estado postburocrático. La vieja tradición comunista cree aún en un Estado comunista con dictadura del proletariado que no se atreve a decir su nombre. Se queda entonces con el absurdo de proclamar más y más Estado al interior del capitalismo, con el resultado de cada vez más burocracia antigua y menos nuevo capitalismo. Para verificarlo, allí están Cuba, Venezuela y Nicaragua, tres Estados anacrónicos al servicio de un partido, un movimiento y un sistema cleptocrático, respectivamente.

A su turno, la nueva izquierda proclama una ruta gramsciana para llegar a acumular suficiente fuerza que le permita operar una ruptura desde dentro y fuera del Estado democrático al calor de intensas luchas sociales y políticas. En ese punto, según proclama García Linera, uno de los teóricos contemporáneos de tal enfoque, reclamado a veces por dirigentes del FA como fuente de inspiración, “llega un momento, que podemos llamar el ‘momento robespieriano’, en el que se debe derrotar la estructura discursiva y organizativa de los sectores dominantes, y ahí quien tiene razón es Lenin. […] Entonces, en medio de una insurgencia social por fuera del Estado, y por dentro de las propias estructuras institucionales del Estado, se tiene que derrotar el viejo poder decadente, atravesando lo que se podría llamar un ‘punto de bifurcación’, en el que las fuerzas, acumuladas en todos los terrenos de la vida social a lo largo de décadas, se confrontan de manera desnuda, lo que da lugar a una nueva correlación y una nueva condensación de ellas”.

Por último, la alternativa socialista democrática, apenas esbozada y aún plena de contradicciones -cuyos representantes a nivel presidencial son Boric, Correa, Morales y Petro– apunta contra las políticas neoliberales en lo inmediato. A mediano plazo buscarían instaurar lo que algunos denominan como keynesianismo-schumpetriano verde, de nueva matriz productiva y Estado misional e innovador. Del antiextractivismo, igualitarismo, indigenismo y feminismo -que también están presentes en algunas versiones de esta opción- sólo se salvan elementos compatibles con una modernización capitalista. En lo demás, de fondo, tras una etapa carismática de anuncios, termina imponiéndose un pragmatismo reformista que algunos confunden con una socialdemocracia reformista latinoamericana para el siglo XXI.

En cuanto a las derechas, ellas carecen de un discurso e ideas que les permitan recuperar una suerte de racionalidad burocrática post-weberiana, pues dentro de sí, la parte más extrema, se ha vuelto anárquico-libertaria y sólo entiende de un Estado de excepción capaz de armarse contra el embate de los bárbaros. Lo demás, en las versiones más neoliberales, quedaría entregado al orden espontáneo de los mercados y a la legitimidad tradicional de autoridades nacionalistas e iliberales. Los sectores conservadores-restauradores extremos, por su parte, conciben un orden político cerrado, estamental, franquista, excluyente del pluralismo y la competencia partidista, que aspira a detener el tiempo y el tempo acelerados de la posmodernidad. Tampoco logran imaginar un cuadro estatal más estable; este queda sujeto, mientras duren, a la suerte de los líderes carismáticos.

En suma, hay mucho que pensar, conversar y explorar -a todo lo ancho del espectro político- para no terminar en un caos de estilo trumpista o de declinación chavista. La salida anticipada por Weber, de combinar distintas formas de legitimidad para renovar la vitalidad democrática a través del carisma de jefes autoritarios o de formas plebiscitarias de democracia, parece condenada a favorecer a las derechas extremas únicamente y a terminar con lo que aparece como una debilitada e inefectiva democracia liberal.

0 Comments

Submit a Comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos requeridos están marcados *

PUBLICACIONES

Libros

Capítulos de libros

Artículos académicos

Columnas de opinión

Comentarios críticos

Entrevistas

Presentaciones y cursos

Actividades

Documentos de interés

Google académico

DESTACADOS DE PORTADA

Artículos relacionados

IA en la educación

La inteligencia artificial revolucionará la educación (para bien) Pese a los retos que aún plantea, la IA puede cambiar para siempre la forma de enseñar TONI ROLDÁN 07 FEB 2025 Durante las vacaciones de Navidad no pudimos cargar con demasiados cuentos en las maletas,...

Trump y Ministerio de Educacion

Subject: The Review: What's Chris Rufo doing in the Education Department? Len Gutkin, February 10, 2025 Christopher F. Rufo, journalist, ideologue, and political tactician, announced last week on X that he would be “launching a new campaign to expose ideological...

Share This