Aprender a hacer
”Saber hacer, el famoso know how , es el último de los cuatro pilares de la educación —junto al saber conocer, saber ser y saber convivir (Unesco, 1996)— que hemos venido revisando en anteriores columnas. ¿En qué consiste?”.
El propio Informe citado sitúa a este saber en el dominio de la aplicación. Sería la habilidad práctica mediante la cual operamos sobre el entorno y solucionamos problemas utilizando conocimientos especializados. Por lo mismo, lo vincula, sobre todo, con la formación y el ejercicio de las profesiones. Y, por este concepto, con la educación superior.
Si antes tenía importancia como preparación para una tarea material bien definida, la fabricación de algo, dice dicho documento, hoy, en cambio, este saber es aprendizaje “para tareas de producción más intelectuales, más cerebrales —como el mando de máquinas, su mantenimiento y supervisión— y tareas de diseño, estudio y organización, a medida que las propias máquinas se vuelven más inteligentes y que el trabajo se desmaterializa”.
Para quienes vivíamos atentos a los debates educacionales de fines del siglo pasado, ese lenguaje nos trae a la memoria una época que ya entonces se hallaba en retirada: industrial, de trabajo asalariado, desarrollo de rutinas, operarios y trabajo fragmentado, donde la manufactura predomina sobre los servicios y el saber hacer depende más de unas destrezas mecánicas que de la información, el diseño y la abstracción.
Respecto al conocimiento mismo imperaba entonces una concepción que lo oponía al hacer; se lo entendía codificado en contenidos intelectuales (teorías) y regía, desde la altura de la academia, sobre las manualidades, la labor física y el mundo de la producción.
Dicha visión era compatible con sociedades como la nuestra donde la educación era escasa, las profesiones un privilegio y el hacer práctico se hallaba reducido —en los colegios, por ejemplo— al ramo de trabajos manuales.
En la actualidad, dicha concepción que separa, y a veces opone incluso, el saber conocer y el saber hacer, ha sido superada y ha cambiado fundamentalmente. Al contrario, hoy, más bien, se considera a ambos saberes como dos momentos inseparables de la práctica del profesional. Esta, a su vez, pasa a definirse por su carácter cognitivo, reflexivo, en la gestión de conocimientos, propio de trabajadores especializados cuyo desempeño se basa, precisamente, en un saber hacer/conocer bien ensamblado.
O sea, un conjunto de destrezas o competencias que son a la vez teóricas y técnicas, reflexivas e instrumentales, propias de la experticia individual y de pertenencia a unas comunidades de prácticas y practicantes certificados.
Incluye el trabajo con conocimiento avanzado de todas las profesiones por igual; desde abogados a médicos, pasando por ingenieros y arquitectos hasta directores de orquesta, literatos, analistas sociales de variados tipos y científicos en todo el espectro de las disciplinas.
La idea de aprender a conocer/hacer en ámbitos profesionales bien demarcados supone la confluencia de conocimientos codificados de una o más disciplinas transmitidas por vía de programas educativos altamente organizados, junto con el desarrollo de conocimiento tácito, interiorizado, que se adquiere en experiencias clínicas, actuaciones prácticas, en relación con maestros, a través de ensayos y simulaciones u otras formas de aprendizaje.
Quizá donde se plantea más agudamente esta cuestión del aprendizaje teórico y práctico, a la vez reflexivo e instrumental, sea en el campo de la educación inicial de las y los profesores.
De inmediato llama la atención la forma como las propias universidades han fomentado, frecuentemente, una visión dualista y contrastante entre teoría y práctica pedagógica.
Se debe aprender, antes que todo, teorías educacionales y disciplinas fundantes de la pedagogía (o un destilado de ambas cosas). A conocer antes que a hacer. A discurrir en abstracto sobre métodos y prácticas, sí, pero siempre al interior de la academia y sobre la base de la evidencia proporcionada por la investigación.
En el extremo opuesto está la vieja idea —hoy resucitada— de aprender practicando antes que teorizando, haciendo en el proceso mismo de conocer. Se atribuye a Jan Comenius, uno de los padres del pensamiento educacional, nacido a fines del siglo XVI, el origen de esta visión artesanal del practicante educador.
En un pasaje famoso escribe: “Los artesanos no entretienen a sus aprendices con teorías, sino que los ponen a realizar trabajos prácticos desde muy pronto; así aprenden a forjar forjando, a tallar tallando, a pintar pintando y a bailar bailando y, por extensión, a enseñar enseñando”. A esta altura se acepta que ambos enfoques de cómo enseñar y aprender la profesión docente deben concurrir e interactuar planificadamente desde el comienzo de la formación, a lo largo de ella y hasta el momento de la graduación, y continuar después de manera permanente.
No es difícil entender por qué debe ser así. En efecto, la formación de este profesional docente debe incluir, necesariamente, la teoría o fundamentos de la educación y, asimismo, la evidencia sobre aquello que funciona en el aula.
Al mismo tiempo, desde el inicio de su formación debe introducir al aprendiz docente a la experiencia de aprender enseñando, como predicaba Comenius, experiencia que solo se obtiene practicando la enseñanza y volviéndose parte de una comunidad de practicantes profesionales. Es allí donde se aprende a conocer y a ejercer la dimensión normativa y moral de la educación, aquella sobre la cual se construye la autoridad del profesor, la cual aparece tan dolorosamente ausente en la tragedia del INBA.
La filósofa Hannah Arendt, en un escrito del año 1954, hace una interpelación exigente a la ética de los profesores; deben hacerse responsables, dice ella, de recibir en representación del mundo adulto —o sea, de su historia y presente— a las nuevas generaciones y prepararlas para mañana, hacerse cargo de su conservación y transformación.
Así concebida, la enseñanza del docente elevaría a la máxima potencia su responsabilidad profesional como una tarea, simultáneamente, del saber conocer y del saber hacer de los profesores, preservando la posibilidad de que la escuela transmita esta dimensión ética y existencial de la educación a las nuevas generaciones.
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