La tarea más difícil de la educación
José Joaquín Brunner, 18 de febrero de 2024
”El mayor desafío actual es educar en estas circunstancias de volatilidad histórica y turbulencias culturales. Cuando los parámetros del pasado se difuminan y no hay un núcleo, un centro, que permita prever el futuro”
¿Qué tendencias globales están transformando la educación e inciden en las políticas del sector? Gobiernos, organismos internacionales y de la sociedad civil, centros académicos y think tanks, organizaciones sindicales y juveniles, buscan responder esta pregunta e imaginan escenarios futuros. Como resultado, se publican anualmente decenas de informes, libros, artículos científicos, crónicas de prensa, entrevistas especializadas y materiales subidos a la blogósfera.
En medio de tan abundante información, ¿pueden identificarse elementos comunes, aspectos críticos o factores decisivos que deban estar al centro de esta reflexión?
Sin duda, lo primero que está en juego es la función social de la educación. En el futuro, ¿servirá ella al propósito de socializar e integrar a las poblaciones en una cultura común o su rol será el de diferenciar entre comunidades cada vez más pequeñas, locales e idiosincrásicas?
Equivale a interrogarse sobre si en el futuro los Estados nacionales continuarán operando como un espacio colectivo de integración o, bien, si se producirá una suerte de refeudalización a nivel global, basada en múltiples estratificaciones, segmentaciones y agrupamientos espaciales a partir de desigualdades de todo tipo, incluidas aquellas de origen familiar, de clase social, étnicas, religiosas y de participación en el mundo virtual.
En uno u otro escenario la educación asumiría funciones radicalmente distintas. Según explica Andreas Schleicher, director del área de educación de la OCDE y de la prueba internacional PISA, “la brecha entre ricos y pobres está aumentando, y se están intensificando los grupos con privilegios extremos, así como aquellos que sufren privaciones extremas”.
De continuar esta tendencia y profundizarse, la educación se transformaría inevitablemente en una prolongación de esas desigualdades y terminaría reproduciéndolas hasta el infinito. Llevaría hacia sociedades de feudos basados en la conectividad, la comunicación, los capitales simbólicos y la diferenciación cognitiva.
De allí que la segunda prioridad lleve a pensar en el rol de la tecnología en el futuro de la educación. De hecho, las principales innovaciones —inteligencia artificial, realidad virtual aumentada, big data y la robótica— poseen un enorme potencial de personalización de los aprendizajes, aceleración cognitiva, experiencias inmersivas, automatización y aplicación de analíticas a los procesos de enseñanza.
Todo esto abre las compuertas para una transformación radical de la educación, con énfasis en procesos de desescolarización, industrialización de los procesos formativos y de tecnificación de las culturas.
En ausencia de poderosos mecanismos democráticos de autocontrol de las plataformas tecnológicas, tales transformaciones podrían favorecer dinámicas de disgregación de la sociedad y la esfera pública y de constitución de feudos virtuales e identidades diferenciadas milimétricamente.
Una tercera dimensión de futuro de la educación, conectada con las anteriores, tiene que ver con la vinculación entre procesos formativos y los mundos de la comunicación y del trabajo, esferas esenciales de la sociabilidad humana.
En las condiciones tecnológicas de la sociedad por venir, lo sabemos bien, las comunicaciones enfrentan el riesgo de la desinformación y de las fake news, que desde ya afectan a los aprendizajes de ciudadanía, provocan climas negativos de opinión y distorsionan la deliberación pública. Es decir, amenazan la infraestructura comunicacional de la democracia.
Al mismo tiempo, la retroalimentación en circuito cerrado de las redes sociales refuerza las tendencias hacia una fragmentación y la refeudalización de la vida comunitaria. La digitalización de la educación aumenta asimismo el riesgo de una minuciosa vigilancia de los estudiantes, de su privacidad e intimidad.
En relación al mundo del trabajo y a la adquisición de habilidades para el desempeño laboral, las perspectivas de futuro son inciertas y abren un abanico de nuevos desafíos.
Se sabe que continuará la tendencia a una reducción de las horas de trabajo; que se multiplicarán los contratos temporales y a tiempo parcial; que aumentará la actividad laboral remota y mediada por plataformas digitales; que aparecerán nuevas formas de autoempleo y fórmulas flexibles de contratación; que seguirá avanzando la mezcla entre trabajo, vida privada y servicios voluntarios; que será necesario contar con múltiples esquemas de aprendizaje a lo largo de la vida, y que se incrementará la rotación, precarización y movilidad laborales.
Por lo mismo, se requerirá no solo formaciones técnico-profesionales centradas en habilidades genéricas, sino que además combinen flexibilidad y resiliencia y, sobre todo, desarrollen la capacidad de hacer sentido en contextos de cambio e incertidumbre.
En efecto, vivimos tiempos dislocados y vertiginosos, rodeados de crisis convergentes: del medioambiente, la democracia, la cultura occidental, las creencias religiosas y las estructuras tradicionales de autoridad, familia, el padre, las iglesias, las jerarquías de género y étnicas, el valor de las normas y la legitimidad de las instituciones, incluso de la ciencia y la razón.
El mayor desafío actual es educar en estas circunstancias de volatilidad histórica y turbulencias culturales. Cuando los parámetros del pasado se difuminan y no hay un núcleo, un centro, que permita prever el futuro.
Este debe ser, por tanto, el cuarto —y más importante— foco prioritario de atención de la educación: “aprender a ser”, como lo llamó el famoso Informe Delors de la Unesco a fines del siglo pasado. Y que hoy debe entenderse como “aprender a ser” en un mundo que está cambiando su autocomprensión e inteligibilidad.
Aprender a ser, decía el informe mencionado, significa formar personas en toda su riqueza y en la complejidad de sus expresiones y compromisos: “cuerpo y mente, inteligencia, sensibilidad, sentido estético, responsabilidad individual, espiritualidad”. A su vez, esta formación debía conducir al pensamiento autónomo y crítico, al juicio propio y al gobierno de sí mismo.
Hoy, esos mandatos deben imponerse sobre la disgregación y la anomia, sobreponerse a las tendencias tecnológicas disociadoras, contrarrestar las desigualdades y hacerse cargo de construir un orden de sentidos que evite el pesimismo y evadirse de la realidad. Tal es la tarea más difícil e importante de la educación.
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