Aumento de cobertura en educación superior: ¿expectativas frustradas?
Harald Beyer: “…La preocupación detrás del aumento en cobertura tiene que ver finalmente con la impresión de que algunos de dichos programas (de estudios) no están agregando valor a los jóvenes que los eligen. A partir de ahí diseñar el sistema de financiamiento estudiantil es complejo, pero no imposible…”.
A propósito de esta rápida evolución hay una preocupación legítima respecto de si los jóvenes que han accedido a las universidades han cumplido sus expectativas o han terminado frustrados con las oportunidades que ese acceso les ha brindado. Se tiende a pensar que en muchos casos ocurre esto último. La hipótesis es atractiva, pero la evidencia disponible arroja algunas dudas sobre su confirmación.
En efecto, el año 2010 los jóvenes entre 25 y 34 años que habían completado la universidad tenían ingresos que eran claramente superiores a lo largo de gran parte de la distribución respecto de los que habían finalizado la educación media. Por ejemplo, en 2010 para que un egresado de secundaria tuviese el ingreso equivalente al del percentil 20 de los titulados universitarios (un ingreso bajo en esta distribución), tenía que ubicarse en el percentil 77. En 2022 tenía que hacerlo en el percentil 68. Ahora si uno toma la mediana de los ingresos de los jóvenes universitarios en 2010 solo el 5 por ciento de los egresados con educación secundaria tenía un ingreso igual o superior a ese monto. En 2022 era un 7 por ciento (estos guarismos han sido calculados a partir de la Encuesta Suplementaria de Ingresos del INE; el análisis de las encuestas Casen 2009 y 2022 apunta en el mismo sentido).
Es decir, hay cambios que van en la dirección de la hipótesis, pero son acotados como para extraer conclusiones tan categóricas.
El lector podrá inferir de estos números que igual hay jóvenes que estarían mejor sin haber accedido a la universidad. Eso es cierto, pero las proporciones que resultan de ese ejercicio no son muy distintas de las registradas, por ejemplo, en 1990 (usando la Casen de ese año). Es un fenómeno que, en alguna medida, es independiente de la cobertura. Por eso, conviene analizar los cambios que ocurren y esos no son preocupantes.
La evolución de la ocupación tampoco es alarmante. En 2010 la tasa de empleo de los universitarios entre 25 y 34 años era un 84,7 por ciento. En 2022, un 85,1 por ciento. Los jóvenes con educación secundaria vieron caer dicha tasa desde un 76,3 a un 70,0 por ciento. A los jóvenes universitarios, como consecuencia del estancamiento económico de la última década, les está costando algo más encontrar su primer empleo, pero estas cifras sugieren que ello no ha repercutido en sus trayectorias más permanentes. En ese sentido, el grado universitario sigue aportando.
Con todo, la diferencia de remuneraciones de jóvenes graduados de universidades y de la educación superior técnico-profesional se ha reducido entre 2010 y 2022. Para el Bicentenario, los ingresos promedios de estos últimos eran un 46 por ciento más bajos que los de los profesionales universitarios. En 2022 solo un 36 por ciento. Quizás este hecho explique que las universidades hayan reducido de 69 por ciento su participación en la matrícula de pregrado en educación superior en 2000 a 62 por ciento en 2010 y a 56 por ciento en 2023. En el mismo período la proporción de los jóvenes entre 25 y 34 años que asistió a la universidad y que no terminó se redujo de 33 a 25 por ciento.
Todos estos antecedentes sugieren un panorama más balanceado, más que negativo, del aumento de la cobertura de educación superior en los destinos de los jóvenes. Por supuesto, su retorno bruto ha estado cayendo producto del aumento de la oferta, aunque en perspectiva comparada siguen altos, y los aranceles de primer año en los últimos tres lustros han subido un 30 por ciento real. Se debe, entonces, estar atento a la evolución de este sector.
Los estudiantes y sus familias se podrían beneficiar de un papel más orientador del sistema de financiamiento de los estudiantes. Este ha tenido como ancla ayudas que intentan reflejar los costos de proveer la educación superior. Este enfoque comenzó a aplicarse hace más de dos décadas con los aranceles de referencia y se consagró con los aranceles regulados que definen los aportes por gratuidad. Ellos, establece la Ley de Educación Superior, “se determinarán en razón a ‘grupos de carreras’… que corresponderán a conjuntos de carreras o programas de estudios que tengan estructuras de costo similares entre sí”. Pero estos costos dicen poco respecto del valor social o económico que agregan los programas de pregrado.
La preocupación detrás del aumento en cobertura tiene que ver finalmente con la impresión de que algunos de dichos programas no están agregando valor a los jóvenes que los eligen. Aproximarse a capturar este valor y a partir de ahí diseñar el sistema de financiamiento estudiantil es complejo, pero no imposible. Es un camino que debería explorarse seriamente.
Harald Beyer
Universidad Adolfo Ibáñez
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