“La democracia no puede existir así. Requiere un mínimo de confianza interélites”.
Nuestras élites a cargo de administrar la gobernabilidad del país han vivido cincuenta años —¡sí, medio siglo!— poseídas por la sospecha. Dicha actitud comenzó, incluso, antes. La élite católica-conservadora de los años 1960 desarrolló una vehemente desconfianza hacia la emergente élite socialcristiana. La reforma agraria y la toma de la UC de1967 fueron motivos de ese recelo interélites, especialmente intenso por sus raíces comunes.
Pronto dicho fenómeno se extendió al conjunto de las élites —políticas, económicas, militares, profesionales, mediáticas e intelectuales—, alimentado por ideologías irreconciliables de la Guerra Fría.
Como revivimos este año, la sospecha recíproca entre esos bloques desembocó en el golpe de Estado y se agudizó a lo largo de la dictadura. Nos persigue hasta hoy. Ahora lo llamamos polarización; atrincheramiento en posiciones marcadas por una fuerte identidad ideológica y una radical desconfianza en los intereses y valores que mueven a las élites contrarias.
¿Realmente las izquierdas están por cerrar el “momento constitucional? La derecha, ¿cree auténticamente en un Estado social de derecho? El gobierno Boric, ¿desea el crecimiento capitalista o busca deconstruirlo? ¿No será que la oposición se mueve al ritmo de las ganancias de las AFP y las isapres? ¿Y acaso el oficialismo no espera agazapado el próximo estallido para dar rienda suelta a su instinto octubrista?
La democracia no puede existir así. Requiere un mínimo de confianza interélites; negociar de buena fe, mantener los compromisos contraídos y respetar los puntos de vista de los demás grupos dirigentes.
Si no se alcanza este umbral básico, tenemos el cuadro político actual. Reinan las reyertas, se descalifica a los competidores, se desconfía de los otros, no se cree en sus intenciones y se les adjudican torcidos designios. Los propios partidos se convierten en espacios de intrigas y traiciones, “adonde teme la vida, si no la espada, el veneno” (Lope de Vega).
El comportamiento de las élites se vuelve tóxico, como ocurrió con la franja electoral del A favor y el En contra. La desconfianza inhibe los entendimientos. Los medios de comunicación y las redes sociales amplifican este ambiente; se hacen parte de la espiral de sospechas, hablando exclusivamente a las audiencias que cultivan los mismos temores y aversiones.
Un aire de pesimismo, descreimiento y cinismo invade entonces los espacios habitados por las élites. Y se difunde hacia el resto de la sociedad. Ahí estamos ahora.
Resulta increíble que la propia clase política —sus instancias de poder y comunicación— no perciban los daños que causan con su ensimismamiento sospechoso. Y el riesgo que corren al atraer sobre sí la furia o el desprecio ciudadano.
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