No. 719, junio de 2023, pp. 45-48.
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AS UNIVERSIDADES EN CHILE: PREGUNTAS ABIERTAS
Las universidades del 1973 extraviaron su propio equilibrio interno, se desbordaron y tornaron militantes, y terminaron arrolladas, intervenidas, silenciadas y aplastadas por un golpe de «contrarrevolución preventiva».
José Joaquín Brunner
Académico Universidad Diego Portales.
Suele decirse que las universidades son un microcosmos donde se ven reflejadas las sociedades que las contienen. Las universidades católicas del siglo XII de Bolonia y París, en comparación con las madrasas coetáneas del mundo islámico en Aleppo y Córdoba, dan testimonio de esa realidad. Lo mismo ocurre entre épocas históricas; las universidades medievales fueron religiosas por excelencia, la universidad moderna es secular y científica. También son diferentes los sistemas nacionales que sirven como modelos: francés (napoleónico), alemán (humboldtiano) e inglés (el modelo «Oxbridge»).
Un ejercicio similar, de comparación entre épocas y situaciones político-culturales contrastantes, proponemos a continuación para la educación superior chilena durante el último medio siglo. Dos hitos: en torno a 1973 y en torno a 2023, momento en que nuestra sociedad vuelve a reflexionar sobre entonces y ahora.
1973. INTERVENCIÓN
Hace 50 años, por primera vez en su corta historia, las universidades chilenas fueron masivamente intervenidas y sometidas a la dictadura que emergió del golpe militar. Perdieron su autonomía y autogobierno. Los grupos más críticos de profesores y estudiantes fueron perseguidos y exonerados. Los con menos fortuna terminaron asesinados, encarcelados, torturados o desaparecidos. Las instituciones perdieron la voz y acallaron su mandato de ser «la sede en la cual la sociedad y el Estado permiten el florecimiento de la más clara conciencia de la época»(1). Al contrario, ingresaron a un régimen de vigilancia constante —Jorge Millas habló de la «universidad vigilada»— y se convirtieron en el remedo de una sociedad civil estrechamente controlada, inhibida, conservadora, obediente, laboriosa y desconfiada. ¿Por qué esta saña contra las universidades?
NEUTRALIZACIÓN
Porque, como anticipó Andrés Bello en la instalación de la Universidad de Chile (1843), «la universidad, señores, no sería digna de ocupar un lugar en nuestras instituciones sociales, si (como murmuran algunos ecos oscuros de declamaciones antiguas) el cultivo de las ciencias y de las letras pudiese mirarse como peligroso bajo un punto de vista moral, o bajo un punto de vista político». Ahora bien, en términos estrictamente militares, nuestras universidades de 1973 fueron consideradas un bastión de fuerzas enemigas que debía ser neutralizado, primero, y luego desarticulado. Desde el punto de vista ideológico, el más importante en el largo plazo —las ideas mandan más que la espada— ellas fueron rotuladas como centros de ideas peligrosas y focos potenciales de resistencia. Pasaron a ser parte del mapamundi de la Guerra Fría. Las acciones iniciales del gobierno militar obedecían a esa racionalidad.
TAMAÑO
Ahora bien, ¿cuál era entonces la magnitud del sistema de educación superior? Comprendía ocho universidades fundadas entre 1842 y 1956; dos estatales y seis privadas. En conjunto, reunían una matrícula de alrededor de 145 mil alumnos. Solo un 40% eran mujeres. La tasa de participación alcanzaba apenas a 14% de las y los jóvenes en edad de cursar estudios superiores, proporción típica de sistemas con un acceso de elite. Dicho en breve, al momento del golpe militar la educación superior chilena se configuraba como un sistema pequeño, con un número restringido de instituciones, todas de carácter universitario, de acceso restringido y situado en el vértice la sociedad.
INSERCIÓN SOCIAL
Efectivamente, la función social del sistema era la alimentación del pequeño pero poderoso estrato profesional urbano, formando abogados, médicos, ingenieros y profesores e, incipientemente, personal de las nuevas profesiones sociales, como periodistas, psicólogos, sociólogos. Atendía de preferencia a hijos de los sectores medios y altos de la sociedad. Pero, tras las reformas de 1967/1968, las universidades cambian su posición dentro de la sociedad civil y frente al Estado. De ser una instancia de distinción cultural y un trampolín de movilidad para los estratos medios, la educación superior asume un rol más abiertamente político, se compromete con la causa de la transformación del país y procura formar a las nuevas generaciones para un servicio público consciente de sus deberes con los sectores populares. Fue en esos años, justamente, que el sociólogo José Medina Echavarría bautizó a ese compromiso como propio de la universidad militante, aquella «que se deja invadir sin tamiz alguno por los ruidos de la calle y reproduce en su seno, en exacto microcosmos, todos los conflictos y pasiones de su mundo. La tarea científica desaparece y solo quedan los gritos sustituyendo a las razones»(2).
POLITIZACIÓN
Envueltas en la radicalización del proceso político chileno, las universidades reformadas de los años 1967/1968 se desplazaron, con todos sus estamentos, hacia el polo de la universidad militante. Experimentaron un ensanchamiento de su horizonte cultural. Se erigieron ya no como conciencia clara de su época sino, directamente como conciencia de la nación, del pueblo, de las clases populares y del proceso revolucionario en ciernes. Los estudiantes se movilizaron en las calles y los profesores en los claustros; unos, como vanguardia generacional del proceso; los otros, como profetas de cátedra. Agitaron banderas revolucionarias y contribuyeron a exaltar la lucha de clases bajo su forma más amenazante; como guerra cultural de clases. En plena Guerra Fría apuntalaron la idea de que la educación superior podía ser un terreno fértil para el surgimiento de una vanguardia revolucionaria, idea por lo demás que en América Latina estuvo latente desde la reforma de Córdoba del año 2018.
Mas todo ese ímpetu, las ideas de transformación que lo sostenían y las esperanzas de emancipación que despertaba, fue percibido como una amenaza mortal por los poderes establecidos que desencadenaron entonces una «contrarrevolución preventiva», que se expresó en el golpe militar de 1973.
2023. TRANSFORMACIONES
Si ahora nos desplazamos a lo largo de la línea del tiempo desde 1973 a nuestro segundo hito, 2023, nos encontramos de inmediato con un sistema radicalmente distinto, transformado. Por lo pronto, la matrícula saltó de 145 mil estudiantes a cerca de 1,3 millones. La tasa bruta de participación pasó de 14% a 92%; de un acceso de elite a uno universal. Correlativamente, las ocho universidades existentes en 1973 se comparan hoy con 50 centros de formación técnica, 32 institutos profesionales y 58 universidades. Con esto, el sistema chileno experimentó un aumento inaudito en complejidad. Se volvió un sistema ampliamente diferenciado que ocupa un lugar central para la selección laboral y social.
De hecho, ahí reside uno de los cambios más importantes respecto a 1973. Si entonces se había convertido en un espacio esencial de la política, las ideologías y las culturas militantes, ahora ha pasado a ser un espacio relevante para la economía, la empleabilidad y la movilidad social. Un conjunto de cambios se asocia a ese desplazamiento: la universidad militante da lugar a la universidad partícipe, o sea, ni militante ni enclaustrada; la institución crítica de las estructuras sociales es reemplazada por una que impulsa mejoras funcionales e innovación; del discurso de las vanguardias políticas se transita a los comités expertos en una sociedad del conocimiento. Adicionalmente, el sistema se halla sujeto a las dinámicas propias de la complejidad: diversidad en todas las direcciones donde se mire, múltiples redes de interacción, comportamientos interdependientes de los agentes involucrados y continuos procesos de adaptación y aprendizaje. A su turno, la complejidad resultante se manifiesta en tres dimensiones distintivas e interrelacionadas: coordinación, gobernanza y gestión del sistema y las instituciones.
COORDINACIÓN
Las interacciones entre las instituciones y la coordinación al interior del sistema varían y se desplazan dependiendo de las cambiantes relaciones entre el Estado/gobierno, los mercados relevantes para la educación superior y las instituciones educativas. Estas fuerzas suelen representarse como los vértices de un triángulo, cuyo balance determina en cada momento la ubicación de los sistemas nacionales. En el caso chileno, la educación superior ha seguido una trayectoria zigzagueante en diferentes direcciones durante los últimos cincuenta años(3). Con trazos gruesos y simplificadamente, puede decirse que, hasta 1973, las ocho universidades existentes operaban como el centro de gravedad del sistema, guiando su desarrollo mediante acuerdos de coordinación, con abstención del Estado/gobierno. Este se limitaba a actuar como un mecenas benevolente y delegaba la conducción al autogobierno del propio sistema.
Con posterioridad al golpe militar, el mando se concentra en el vértice del «Estado pinochetista», eliminándose la autonomía de las universidades y su participación en la conducción sistémica. Es el tiempo de la universidad intervenida y vigilada. Después de 1980, a través de un programa de liberalización y privatización impulsado por el gobierno militar, se crea un mercado de oferta bajamente regulado para instituciones proveedoras privadas. Sin embargo, el acceso a este mercado se sujeta a la verificación administrativa de antecedentes político-ideológicos de los fundadores. Adicionalmente se implementan mercados para estudiantes y para la obtención de recursos a través del cobro de aranceles, dándose así un fuerte impulso a la mercantilización de la educación superior concebida como un bien privado bajo la óptica del capital humano.
Tras el fin de la dictadura, los sucesivos gobiernos democráticos ajustan continuamente el balance de fuerzas entre el Estado, los mercados y las instituciones para guiar la navegación del sistema. En general, las políticas incentivan la competencia en los mercados, al mismo tiempo que los regulan para orientar a las instituciones hacia fines públicos y hacia metas de transparencia, calidad y equidad. Esto nos lleva a los desafíos de la gobernanza sistémica.
GOBERNANZA
En 1973, este asunto era relativamente simple. Se limitaba a garantizar (incluso, constitucionalmente) la autonomía de las universidades y su autogobierno. La dirección del sistema residía formalmente en una división del ministerio de educación, dotada de escuálido personal profesional y que operaba con escasos recursos técnicos de información, análisis y diseño de políticas. En la práctica, su acción se reducía a transferir anualmente los recursos destinados a las ocho universidades a través del presupuesto nacional. De hecho, el monto total se mantenía inercialmente, sujeto a los vaivenes del ciclo económico y de las contingencias políticas, mientras que su distribución entre las universidades seguía un patrón preestablecido de carácter histórico también.
El cuadro actual es completamente distinto. En efecto, tras la promulgación de las leyes de educación superior y de universidades estales, ambas de 2018, el Estado/gobierno asume una serie de roles que lo alejan de su reducido papel previo a 1973 y de su posterior función puramente subsidiaria de los mercados. Ahora asume tres mandatos de actuación proactiva.
Primero, actúa como regulador de mercados, según acabamos de ver. Durante los últimos años, la legislación ha creado un conjunto de regulaciones, tales como fijación de precios (aranceles regulados), limitaciones al aumento de vacantes, acreditación obligatoria e integral de instituciones, condiciones del pago de aranceles, reglas de estructuración de los créditos estudiantiles, etc.
Segundo, se ha fortalecido el rol evaluativo del Estado, a través del establecimiento de un sistema nacional de aseguramiento de la calidad (SINACES) en que participan la Subsecretaría de Educación Superior, la Comisión Nacional de Acreditación, la Superintendencia de Educación Superior y el Consejo Nacional de Educación. Un dispositivo tal de control y mejoramiento de la calidad se hallaba completamente ausente en 1973 y era incompatible, asimismo, con la intervención dictatorial. Lo que busca es que el Estado evalúe periódicamente todos los aspectos relevantes del desempeño de las instituciones, a partir de procesos reglados de autoevaluación, la visita de pares externos y el juicio evaluativo emitido por un organismo público independiente. Este sofisticado medio de control ha terminado convirtiéndose en un poderoso instrumento de gobierno a distancia (control remoto) del sistema y las universidades.
Tercero, en su rol de financiador, el Estado/gobierno asigna estratégicamente recursos públicos a las instituciones y a los estudiantes. Progresivamente, la mayor parte de estos recursos sirve para subsidiar la gratuidad y/o los créditos y becas de los estudiantes provenientes de la población de menores ingresos. Adicionalmente, el Estado destina un porcentaje del presupuesto anual directamente a las instituciones, ya sea mediante aportes directos incondicionados, contribuciones de carácter basal, contratos de desempeño, programas de fomento y mejoramiento, proyectos para fines prioritarios o fondos competitivos de I+D.
GESTIÓN
En general, los recursos de fuentes fiscales, así como aquellos provenientes de los hogares y entidades privadas, están sujetos a competencia en mercados o cuasimercados, obligando a las instituciones a comportarse estratégicamente. Se convierten así en organizaciones que actúan y se gestionan de acuerdo con las técnicas modernas del management, con el objetivo de elevar su competitividad y cumplir con los estándares del Estado regulador y evaluador.
Esta transformación marca el clima cultural en que hoy se desenvuelven las universidades. Es seguramente aquí donde se produce el mayor contraste con 1973. Según algunos críticos, las universidades se habrían convertido en parte de una «industria académica» y se asemejarían cada día más a empresas o comercios. Sin embargo, dicho temor es injustificado. Pues, con todo lo que se han acercado a los mercados, la competencia y el gerencialismo, las universidades siguen firmemente inscritas en la esfera del conocimiento avanzado, abocadas a la educación superior, a la investigación en la frontera de las disciplinas, a vincularse con su medio y a servir fines públicos. En todas estas dimensiones se diferencian netamente de firmas, corporaciones o empresas; mantienen rasgos fuertemente colegiales en la base, están conformadas por «tribus» disciplinarias, conservan rasgos peculiares de antiguas culturas institucionales a la vez que cultivan las más recientes teorías, descubrimientos, innovaciones científico-técnicas y preguntas propias de una clara conciencia de la época.
CONCLUSIÓN
Dicho en breve, 1973 y 2023 representan dos mundos, dos épocas, dos contextos geopolíticos y tecnológico-culturales que se hallan tan distantes entre sí como próximos por el común deseo de la academia de entender su propio tiempo y circunstancia. Como dice por ahí Ortega y Gasset(4), «la universidad tiene que estar también abierta a la plena actualidad; más aún: tiene que estar en medio de ella, sumergida en ella». Es por ese imperativo que la academia mantiene una continuidad histórica y su fidelidad a cada tiempo y lugar.
En uno y otro momento revisados aquí, nuestro sistema de educación superior, y las universidades que lo integran, ha estado expuesto a hondas crisis en su sociedad, a la inquietud y crítica de las nuevas generaciones, a puntos de inflexión en el desarrollo del país y a grandes conflictos a nivel mundial.
En uno y otro momento revisados aquí, nuestro sistema de educación superior, y las universidades que lo integran, ha estado expuesto a hondas crisis en su sociedad, a la inquietud y crítica de las nuevas generaciones, a puntos de inflexión en el desarrollo del país y a grandes conflictos a nivel mundial.
Las universidades del 1973 extraviaron su propio equilibrio interno, se desbordaron y tornaron militantes, se dejaron llevar entusiasmadas por la amenazante ola revolucionaria y, como suele ocurrir con los profetas desarmados, terminaron arrolladas, intervenidas, silenciadas y aplastadas por un golpe de «contrarrevolución preventiva».
También nuestras universidades en Chile 2023 enfrentan tiempos turbulentos producto de crisis sobrepuestas: de gobernabilidad democrática, crecimiento económico, falta de efectividad de los servicios públicos, integración social, anomia, del escenario internacional, medio ambientales y del cambio climático. Dada su creciente complejidad y tensiones, ¿podrán hacer frente a estas crisis combinadas? ¿Podrán contribuir con sus propios medios —reflexión, análisis, diálogo y conocimiento que, al final del día, es todo lo que tienen— o volverán a ser arrastradas hacia el compromiso militante, volcándose a las calles? ¿Regresarán los ecos oscuros de declamaciones antiguas, según advertía Andrés Bello, que miran con desconfianza el cultivo de las ciencias y de las letras, considerándolo «como peligroso bajo un punto de vista moral, o bajo un punto de vista político»? O bien, por último, ¿se recogerán las universidades hacia su propio interior, embelesadas por los datos, la información y los algoritmos entregándose a una inteligencia que no se conoce a sí misma?
(1) Ver, Jaspers, Karl, La idea de la universidad(1946). En: La idea de la universidad en Alemania. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1959.
(2) Ver, Medina Echavarría, José, Filosofía, educación y desarrollo. Siglo XXI Editores, México, d. f., 1967.
(3) Ver, Brunner, José Joaquín, Medio siglo de transformaciones de la educación superior chilena: un estado del arte. En La educación superior de Chile: Transformación, desarrollo y crisis, por A. Bernasconi (ed.), Ediciones U.C., Santiago de Chile, 2015, 21-107.
(4) Ver Ortega y Gasset, José, Misión de la Universidad (1930). En Obras completas, Tomo IV (1926/1931), Penguin Random House Grupo Editorial, formato digital, Barcelona, 2020.
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