”En el caso de la educación nacional, el sistema más directamente encargado de la socialización cultural y la formación en los juegos esenciales del lenguaje en todas las artes, virtudes y disciplinas, el gobierno del Presidente Boric ha tenido, desde el primer día, problemas con las palabras. En efecto, su Ministerio de Educación ha carecido de una comunicación eficaz y no ha logrado transmitir una agenda que haga sentido para el sector”.
No hay una expresión más equívoca que aquella que dice, a propósito de un debate o de cualquiera otra actividad política, “son solo palabras”, sugiriendo que no sería necesario tomarlas en serio. En política, y para las políticas, las palabras son lo más importante.
La política es ante todo conflicto y cooperación realizados con palabras. Sin restar importancia a la fuerza y la coacción, inseparables del Estado, el gobierno de las sociedades transcurre en gran medida por medio de palabras: leyes y reglamentos, comunicados y vocerías, deliberaciones y discursos, información y desinformación, instituciones y su legitimidad subjetiva. Por lo mismo, no hay una expresión más equívoca que aquella que dice, a propósito de un debate o de cualquiera otra actividad política, “son solo palabras”, sugiriendo que no sería necesario tomarlas en serio.
La verdad es justamente lo opuesto: en política, y para las políticas, las palabras son lo más importante. La política es comunicación, intercambio, ideas, relatos, consignas, ideologías. Es lucha en torno al sentido social de las palabras y su uso en las disputas por el poder.
Particularmente en democracia, gobernar consiste en administrar la palabra, en el sentido de construir significados, transmitir orientaciones, ganar elecciones y obtener el favor de la opinión pública encuestada. Por eso desde antiguo la retórica aparece ligada a la política. Y su degeneración se llama demagogia.
Hoy la importancia del lenguaje en la esfera política —discurso, significados, relato, narrativa, metáforas conceptuales, retórica— es reconocida ampliamente. No solo como un medio instrumental sino como un modo de dar sentido a la acción gubernamental.
En el caso de la educación nacional, el sistema más directamente encargado de la socialización cultural y la formación en los juegos esenciales del lenguaje en todas las artes, virtudes y disciplinas, el gobierno del Presidente Boric ha tenido, desde el primer día, problemas con las palabras. En efecto, su Ministerio de Educación ha carecido de una comunicación eficaz y no ha logrado transmitir una agenda que haga sentido para el sector.
Quizá se deba al hecho de que —al ser este un gobierno cuyo vértice superior estuvo conformado inicialmente por ex dirigentes estudiantiles que prometían instaurar un nuevo modelo educativo— las expectativas creadas resultaron inalcanzables.
El gobierno de Boric tuvo así que enfrentar un costoso proceso de reducción de expectativas e iniciarse rápidamente en el realismo y posibilismo propio de la política democrática. Tuvo que operar su propio giro lingüístico y deconstruir y reconstruir su discurso programático.
Incluso el eje de su agenda educacional, su hoja de ruta proclamada por el ministro a cargo del sector, debió abandonarse. ¿En qué consistía? En la promesa de un cambio de paradigma y el fin de las políticas consideradas normales hasta el arribo al poder de la generación de la protesta estudiantil.
Dicha promesa chocó de frente con las inercias y la complejidad del sistema educacional y con la escasa capacidad de maniobra y gestión de la nueva generación gobernante. La transformación radical ofrecida fue perdiendo su significado original de cambio copernicano. En efecto, ahora significa el conjunto de iniciativas y medidas que impulsa el ministerio, según declaró la semana pasada el ministro en una entrevista a este medio.
Es decir, el término paradigmático pierde su arista transformadora y se normaliza. Ahora pasa a ser una cuestión de cómo calibrar las políticas existentes: cuántos Simce aplicar, a quiénes condonar la deuda estudiantil, cómo reducir la presión evaluativa sobre los docentes, con qué ritmo desplegar los servicios locales de educación pública y cómo y en qué medida involucrar a los privados en la reactivación escolar. Estamos pues en pleno régimen de continuidad, con los necesarios ajustes y reformas que provienen de nuevas visiones y perspectivas en la sociedad, el lenguaje y la cultura.
En tal sentido, el ministro de Educación expresó, en la misma entrevista mencionada anteriormente, que una línea directriz de su cartera durante 2023 será impulsar un proyecto de educación en afectividad y sexualidad integral, incluyendo las “diversidades o disidencias sexuales y la comprensión de estas nuevas categorías en el ámbito de la sexualidad”. Y justificó esta iniciativa subrayando la necesidad de una “alfabetización en sexualidad”; algo así como un mínimo común en esta materia compartido en todos los establecimientos.
Aquí volvemos de lleno al territorio de la política a través de las palabras: alfabetización, afectividad, sexualidad integral, por un lado, y, por el otro, diversidades, disidencias e identidad de género. Unos y otros términos son intensamente controvertidos y cargados de una profunda carga ideológica y emocional.
Forman verdaderos nudos conceptuales que poseen un reconocido potencial de movilizar coaliciones discursivas y crear escenarios de enfrentamiento político o de aprendizaje colectivo; de acuerdos normativos —los mínimos comunes del ministro— o de guerra cultural.
Sin duda, la educación sexual es una parte vital para las sociedades contemporáneas, para la familia, el colegio, las iglesias, los medios de comunicación, las redes sociales, la sociedad civil y el Estado. Implica múltiples dilemas culturales, éticos, científicos, psicológicos y técnicos que poseen profundas repercusiones filosóficas, ideológicas, literarias, estéticas y de visiones de mundo.
Cabe esperar que el Gobierno anticipe y analice esos escenarios y evite traspiés verbales y confusiones de ideas que, hasta ahora, son frecuentes y le restan efectividad. A su vez, el ministerio sectorial —que hasta ahora tampoco ha mostrado eficacia en el manejo de conceptos, vocerías y comunicación— tendrá aquí un examen exigente. No puede pasar por alto que el texto constitucional rechazado hace pocos meses —entre otros motivos, por su lenguaje refundacional y maximalista y el empleo poco cuidadoso de palabras claves— incluía un amplio derecho a una educación sexual integral, el disfrute pleno y libre de la sexualidad, la responsabilidad sexoafectiva y el reconocimiento de las diversas identidades y expresiones del género y la sexualidad.
Sería desalentador ver al Gobierno tropezar de nuevo con las mismas palabras o fracasar por un similar descuido con el lenguaje de la sexualidad.
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