Sacar el foco de lo negativo y comenzar a iluminar lo que hace bien, lo que mejora, lo que ha dado resultados. La fórmula es la propuesta -y apuesta a largo plazo- que plantea la sicóloga Paula Luengo. Y lo dice a propósito de las manifestaciones de violencia que hemos visto últimamente en las calles, colegios, en linchamientos ciudadanos. Tras años investigando sobre cohesión social -hoy es académica de Sicología de la UC e investigadora del Coes-, advierte la necesidad de un cambio de dirección: asegura que el camino es incentivar comportamientos prosociales – justamente lo contrario de lo antisocial- que desarrollan la vinculación, la empatía, el respeto. Eso, acompañado de un Estado que transite hacia una “cultura del cuidado” y con autoridades que recuperen su legitimidad.
¿Cómo explicaría la violencia que estamos viendo estos días?
Mira, mucho se hablado de que esto tiene que ver con la pandemia. Pero creo que hay una serie de otros factores que entran en juego. Lo que estamos viendo es la punta del iceberg. Como sabemos, la pandemia exacerbó las desigualdades sociales y acá los escolares volvieron de golpe a las escuelas sin ningún tipo de transición. Recordemos que las escuelas públicas, que cubren casi el 90% de la matrícula del país, regresaron ahora a la presencialidad y los estudiantes han vivido años complejos no sólo en términos de sociabilización, sino de pérdidas familiares, de graves problemas económicos en sus hogares, entre otras cosas. No podemos tratar el regreso como si nada de esto hubiera pasado. Y vuelven a sus escuelas y hay vidrios rotos, y los baños no funcionan, y muy probablemente eso también hace que se genere una reacción frente a la falta de cuidado, a la desprotección, con un quiebre en la relación con la autoridad, con la sensación de que no se ha preocupado de ti. Y a un nivel más amplio, no olvidemos que, además, están viendo desde sus redes sociales en tiempo real una guerra que normaliza la violencia de alguna manera.
Muchos de los hechos de violencia en colegios se relacionan con denuncias de abusos de alumnos e incluso de profesores. ¿Tiene que ver, también, con que lo que antes se toleraba -por ejemplo denunciar y que el colegio no haga nada-ya no es tolerable después de los dos años de pandemia?
Yo diría que no es tolerable sobre todo después de dos años de pandemia precedidos por los hechos de octubre del 2019. Creo que la conciencia de esta generación estudiantil está mucho más atravesada que otras por los movimientos sociales de reivindicación de derechos, de educación no sexista, de conciencia ecológica. En algunas de nuestras investigaciones vemos, por ejemplo, que en los últimos tres años la confianza en la participación escolar y en la acción colectiva de estudiantes ha crecido cerca de un 30%. Junto a esta conciencia, yo diría que hay que considerar también que la pandemia resignificó nuestra relación con el tiempo y despertó nuevos sentidos de urgencia frente a la vida que ahora percibimos más vulnerable. Y, además, hay que considerar que varias de las manifestaciones estudiantiles de estas ultimas dos semanas han tenido que ver con la condición de las estudiantes mujeres, la violencia de género, y aquí hay un asunto de reconfiguración de paridades que no se resuelve de un día para otro y que produce muchas y profundas resistencias.
La violencia que hemos visto no solo se manifiesta en estudiantes. Es también la turba que entró a un departamento y lo saqueó, los vecinos que mataron a un joven en La Florida, las quemas de todos los viernes. ¿En qué dimensión se relacionan entre ellos?
Creo que la violencia debe mirarse siempre como un fenómeno multidimensional y multicausal. No se trata de “la” violencia, sino de muchas violencias, como las microviolencias cotidianas presentes en las actitudes discriminatorias y de exclusión. Sabemos que la violencia es siempre un acto de dominación que atenta contra la integridad de “otro”, pero debemos entenderla como un acto “reactivo”, es decir, no es naturalmente una respuesta primaria en el ser humano, sino de reacción frente a un peligro, a una injusticia, a una amenaza, y sabemos que se ancla en emociones fuertes, como la ira, la rabia o la frustración sostenida. Obviamente, en esto también entran en juego dimensiones más personales, como temperamentos y personalidades. Yo desde hace años estudio los comportamientos “pro” sociales, es decir, la otra cara de la moneda de los comportamientos antisociales y agresivos. Son comportamientos de ayuda, de empatía, de cooperación y los he estudiado en diferentes culturas. En general, estos comportamientos son la base de la cohesión social, fomentan mayor entendimiento entre las personas, mayor bienestar personal, grupal y social. Lo que hemos visto en nuestras investigaciones es que en el caso de Chile estos comportamientos no necesariamente ni por sí solos conducen a mayor cohesión social y probablemente esto se deba (lo estamos estudiando) a la fuerte estratificación social que tenemos y que hace que estos comportamientos solidarios refuercen las diferencias de estatus entre quienes ayudan y quienes reciben, es decir, puedan incluso reproducir más desigualdad. Creo que la desigualdad social es una condición estructural que facilita la manifestación de reacciones violentas y también impide que comportamientos de cooperación lleven a mayor cohesión. Tiene que ver con la dignidad, ¿por qué mi vida vale menos que otra? Es la pregunta de quien vive la desigualdad desde la desventaja de oportunidades. Es una posible explicación a lo que estamos viendo. Hay, creo, además, una transmisión intergeneracional de la violencia. La punta del iceberg son los estudiantes y las juventudes, pero son modelos transferidos y validados de una generación a otra. Sumado a esto, en estos últimos hechos de violencia han entrado en juego exasperaciones características del período pospandemia. De alguna manera quizá para los ciudadanos y ciudadanas se ha quebrado el lazo de confianza con las instituciones que debiesen garantizar condiciones de igualdad de oportunidades y sienten que deben restablecer equilibrios por sus propios medios, por sus propias “manos”, y quieren hacerlo ya.
La Convención Constitucional de alguna manera nace para dar respuesta a una crisis social que tiene un diagnóstico similar al que describe. ¿Ha servido como mecanismo de descompresión?
Yo creo que la CC se constituyó como un camino de canalización del descontento, por un lado, pero también de imaginación del futuro país deseado y del buen vivir que hoy especialmente los jóvenes nos empujan a mirar. En este sentido sí ha sido una respuesta, pero una respuesta en proceso, que requiere de tiempos y de expectativas ponderadas. Creo que hay una cierta idealización del diálogo. Lo miramos como una condición, más que como un proceso. Muchos de los comentarios de sectores más reticentes en esta línea parecieran desconocer un dato de base acerca de lo tortuoso que es dialogar y armonizar, sin homogeneizar, las diferencias. Desde el proyecto ProCiviCo que dirijo (Participación Prosocial y Ciudadana para la Cohesión Social) en las escuelas trabajamos con instrumentos de diálogo y deliberación democrática y vemos lo complejo y necesario que es reconocer que el diálogo involucra no solo las ideas, sino también dimensiones emocionales y, por lo tanto, requiere de estrategias, etapas, tiempos, donde hay avances y retrocesos. No son habilidades que se improvisen o que aparezcan por generación espontánea. Tenemos una misión especial con las nuevas generaciones y que tiene que ver con empezar desde edades tempranas a promover una capacidad de diálogo y de construcción de unidad en la diversidad. Por eso creo que es primordial recolocar la confianza en la CC y en el proceso que se está desarrollando y dejar de caricaturizar, por un lado, y de idealizar, por otro, su trabajo.
Otro punto importante en la violencia que vemos es la relación con la autoridad y la forma con que actúa esa autoridad.
Una de las explicaciones que veo a este nivel de violencia es la falta de legitimidad de la autoridad. Una autoridad que no se valida como tal es más fácil que no sea respetada. Y una autoridad pierde legitimidad por muchos motivos. El más visible es que asume comportamientos autoritarios, de dominio, o abusivos para reafirmarse. Pero esa es la parte más manifiesta. También una autoridad negligente o ausente o indiferente no es creíble. La indiferencia es también hoy conceptualizada como una forma de violencia, seguramente más simbólica, pero no por eso menos perturbadora.
Creo que ha habido en los últimos años muchas señales de esta ruptura del vínculo intergeneracional entre autoridad y ciudadanía y que también se expresa en otros contextos, como la familia, la escuela, el barrio, los lugares públicos en los que se simboliza esa lucha y esa expectativa de la ciudadanía con el Estado y su función.
¿Y eso por qué cree que se da? ¿Acumulación de abusos de poder?
Más que abusos de poder, diría que por vacíos de poder. Porque el maltrato es el último eslabón de la cadena. Antes viene la indiferencia, la negligencia, la dejadez, la falta de cuidado. Y ese es el punto, para legitimar la autoridad, esta tiene que pasar, creo, a una cultura de cuidado. La autoridad no está solo para garantizar el cumplimiento de las normas, sino para promover el desarrollo pleno de las potencialidades humanas, para “cuidar” de sus ciudadanos en sentido amplio y no paternalístico. Hablo de reciprocidad en las relaciones de cuidado.
Los ciudadanos lo que necesitan es eso; es que el estudiante vaya al colegio y sepa que va a aprender, y que el baño va a funcionar, por dar un ejemplo. Que cuando va a contar algo que le pasó a la dirección, lo van a escuchar y se van a tomar medidas, y que él, a su vez, es capaz de cuidar y de ser parte de un sentido de comunidad más transversal.
Esa es una dimensión, pero otra es la del control del orden público, que es más urgente.
Creo que instituciones como Carabineros necesitan de reformas profundas. Pero también otras instituciones intermedias en la relación ciudadanía y Estado. Asegurar la justicia y el respeto por derechos universales es fundamental, pero no suficiente. Las personas y los jóvenes necesitan sentirse “cuidados” en un sentido, repito, más amplio.
Varios columnistas han planteado que aquí hay un quiebre del consenso social, y que es responsabilidad de la autoridad restablecerlo, ¿cómo se hace eso?
Como primera cosa, diría que solemos poner el foco en lo disfuncional, en los disturbios, en lo que no anda bien. Pero al poner ahí la lupa, la sacamos de lo que sí da resultados. Eso es la construcción de vínculos, de empatía, de ciudadanos que desde muy chicos aprendan a cuidarse entre sí.
Creo que hay que intervenir tempranamente en las escuelas, generar políticas públicas tendientes a reconstruir ese abstracto que llamamos tejido social, pero que es muy concreto. Por ejemplo, en un proyecto en el que trabajamos en el Barrio Yungay, desde antes de que se mudara ahí el Presidente, hemos visto cómo muchos lugares que fueron generalmente destruidos para el estallido en otras comunas, allí nunca fueron tocados. ¿Por qué? Porque hay sentido de pertenencia que protegen. Y eso requiere de acciones cotidianas, localizadas, sistemáticas, conjuntas.
¿Y eso cómo se hace?
Generando sentidos de pertenencia. Trabajamos también con escuelas de migrantes y fuimos involucrándonos con el barrio, con los vecinos. Eso hace que se generen vínculos, empatía y que la canalización de los motivos que llevan a reaccionar con violencia -porque la violencia no es una respuesta primaria- se realice por otros cauces. En las escuelas creo que se trata de considerar que la dimensión socioemocional no es optativa ni hace “perder el tiempo” respecto de la adquisición de nociones y contenidos. Pero hay que sostener sistemáticamente y con acciones permanentes estas dimensiones de convivencia y participación escolar. Nosotros desde ProCiviCo, por ejemplo, vemos que, interviniendo en fomentar mejores vínculos entre compañeros y compañeras, mejoran los ambientes y los resultados académicos a largo plazo. Pero es necesario sacar el foco solo de la reducción de la violencia y de comportamientos antisociales y colocarlo en la promoción de los comportamientos deseables, prosociales, con más empatía, más sentido de igualdad, más condiciones estructurales que manifiesten esa empatía desde las aulas de clases, desde las condiciones mínimas de dignidad escolar.
Esas medidas toman tiempo, ¿qué señales inmediatas debe dar la autoridad hoy para frenar la violencia?
Sabemos que los protocolos no son suficientes, aunque necesarios como primer paso, sirven para la contención inmediata, pero no producen cambios a largo plazo. Es necesario también inyectar recursos para otorgar a los actores claves, como a los docentes, más herramientas que reduzcan sus sentidos de impotencia y que estén centradas en lo que queremos promover, más que en lo que queremos prevenir. También abrir más vías para asumir los actuales desafíos en salud mental dentro de las escuelas particularmente: canalizar las emociones de frustración y rabia en las juventudes, con más arte, más talleres, más naturaleza y currículos más flexibles. Creo que es necesario un trabajo intersectorial. Pero, sobre todo, involucrar a los estudiantes en las estrategias de cambio, a nivel institucional. Yo, junto a dar señales de condena frente a los abusos y a la violencia, instauraría mesas de trabajo y diálogo en todos los estamentos, con todos los actores, incluidos los escolares. De los hechos de estas últimas semanas lo que valoro es que de alguna manera las juventudes actuales nos están diciendo “no queremos volver a la misma escuela”: hay más conciencia y capacidad de levantar la voz (confrontar) de parte de los estudiantes frente a sentirse abusados o tratados indignamente. No subestimemos nunca a los adolescentes, son la punta del iceberg. D
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