Mónica Marquina: “Las universidades tienen una deuda con los pobres, incluso las que nacieron a la luz del populismo”
Autor: Esteban Lo Presti
Suele decirse que el ingreso irrestricto a la Universidad garantiza el camino a la igualdad de oportunidades. Sin embargo, un trabajo reciente indica que solo uno de cada diez individuos de bajos recursos accede a la Universidad. ¿A qué se debe esa contradicción entre el mito y los resultados?
Argentina es uno de los pocos países del mundo que por ley tiene establecido el ingreso irrestricto y la gratuidad de los estudios universitarios de grado. Ambas condiciones fueron características del sistema universitario argentino en los períodos democráticos a lo largo de la historia, y fueron limitadas en los años ‘90 con la Ley de Educación Superior del gobierno de Menem. En aquella oportunidad, bajo las recomendaciones del Banco Mundial, se sostenía que, dado que a la universidad llegaban los ricos, era injusto que los pobres pagaran por esa educación con los impuestos.
Este discurso fue cambiando incluso por el propio Banco, y en Argentina se concretó legislativamente con una enmienda a la LES realizada en el año 2015, en un contexto muy diferente, pese a gobernar el mismo partido en ambos momentos. La reforma del 2015 se amparó en la educación superior como derecho humano, y fue el broche de oro de una política del gobierno de Cristina Kirchner orientada a crear nuevas universidades, sobre todo en el conurbano bonaerense, en el marco de un modelo inclusivo que se proponía abrir las puertas de la universidad a jóvenes de sectores vulnerables por medio de instituciones con otro modelo, cuyo fin era acercar la universidad al pueblo.
El estudio de Argentinos por la Educación mostró a la opinión pública algo que se viene investigando desde hace varios años, especialmente por la reconocida experta Ana García de Fanelli. No alcanza el ingreso irrestricto, la gratuidad, las becas o las tutorías para brindar en la universidad igualdad de posibilidades a los sectores más desfavorecidos. Luego de más de 10 años, la evidencia muestra que el proyecto de expansión a través de instituciones nuevas no logra concretar sus propósitos inclusivos, como tampoco el del resto de las universidades, a las que se las identificó como máquinas de fabricar élites. La principal razón de este fracaso hay que rastrearla atrás, en la escuela secundaria, nivel que sólo es finalizado por el 50% de los que ingresan, muchos de los cuales, además, lo hacen sin alcanzar los saberes necesarios para el mundo del trabajo o los estudios superiores. Esto significa que, más allá de las retóricas inclusivas, una política educativa democratizadora requiere mirar en conjunto ambos niveles.
Al respecto, y paradójicamente, nuestro país vecino, Chile, que se ha caracterizado por las reformas educativas más neoliberales, logró en los últimos años la inclusión de muchos más jóvenes de sectores de bajos recursos que la Argentina. Esto también lo demuestra Ana Fanelli. Aun con examen de ingreso y aranceles, las universidades chilenas incluían en 2018 al 35,6% del tercio más pobre, mientras que Argentina sólo al 17,6%. En 2006 era al revés: Chile 15,6% y Argentina 17,6%. No estoy diciendo con esto que hay que copiar el modelo chileno, porque no está en nuestra historia ni tradición las restricciones en el ingreso universitario. Pero está claro que hay más variables en juego que “abrir las puertas de más universidades” para lograr real inclusión.
En este sentido, ¿qué se debería hacer para incrementar la matriculación de jóvenes de los sectores vulnerables económicamente?
En principio, hay que mirar la película completa, con la escuela secundaria. Una política educativa comprometida realmente con la inclusión debe ocuparse de los problemas del secundario, que no se resuelven solamente con una AUH, ni con programas de articulación con la universidad. Esa política, que requiere una coordinación federal dado que las escuelas están a cargo de las provincias, debe colocar el foco en los saberes clave que los jóvenes necesitan, no sólo para la ciudadanía (recordemos que esos jóvenes empiezan a votar a los 16), sino también en las bases necesarias para el mundo del trabajo y para los estudios superiores. Eso implica mejorar las escuelas, actualizar el currículo en contenidos y en organización, y cambiar los modos de enseñanza. Es decir, todo. Diseñar de nuevo una escuela pensada para otros estudiantes y otra sociedad, muchas décadas atrás. Las condiciones excluyentes de estos cambios son formación docente y la mejora de la gestión escolar. De nuevo mirando a nuestro vecino trasandino, durante 2006 y 2018 Chile logró pasar del 65,5% al 82,5% en la proporción de chicos del tercio más pobre que termina el secundario. En esos mismos años, muchos de los cuales fueron de crecimiento, Argentina sólo pudo elevar del 46,6% al 55,3% la proporción de chicos del tercio más pobre que termina ese nivel.
En relación a la universidad, hay que pensar en opciones de estudios superiores atractivas, flexibles, que capten los intereses de los jóvenes en variadas formas, y que a la vez no sean caminos estancos o paralelos. En los años ‘90 este problema pretendió resolverse con opciones alternativas a la universidad. Eso también fracasó, porque la universidad aparece como la primera opción (al mostrarse abierta y posible para todos), y porque esas opciones alternativas, en formatos institucionales diferentes, no lograron concretarse. Tengamos presente, por ejemplo, que el subsistema de instituciones y carreras de los institutos superiores no ha podido aún construir un sistema de evaluación y acreditación, como sí lo pudo hacer, con grandes esfuerzos, la universidad. En mi opinión, a esta altura, tenemos que asumir que es la universidad la principal institución que puede brindar esas opciones, mientras las otras instituciones salden sus deudas y, también desde la política pública, logren articularse con la universidad. De más está decir que el discurso eficientista que sostiene que la universidad no es para todos ya está perimido en un mundo en el cual la educación superior es condición de ciudadanía. Si la universidad en Argentina es el camino que mejor asegura formación de calidad, veamos la forma de garantizar que la mayor cantidad de jóvenes pueda acceder, sin importar su condición social. Y a la vez mejoremos las otras opciones, posibilitando articulación.
¿La apertura de casas de estudio en zonas de menores recursos, genera algún impacto real en demografías más postergadas?
Esa fue la principal razón que dio lugar a la creación de cerca de 20 universidades públicas, mayormente en el conurbano bonaerense, tendencia que sigue sosteniéndose hasta ahora (en estos días se habilitó en el temario de sesiones extraordinarias de la Cámara de Diputados la creación de dos universidades más). Muchas de estas instituciones nacieron desde una propuesta nacional y popular, cuyo principal propósito fue incluir a los sectores más postergados. Muchas acciones se orientaron en ese sentido: por ejemplo, ubicándose en barrios vulnerables, articulándose con su territorio a través de acciones de extensión, articulando con los egresados del programa FINES (que permitió a muchos jóvenes concluir la escuela secundaria desde una propuesta no formal); o con opciones de cursadas con horarios flexibles; o bien con instancias de transición remediales al ingreso.
Sin embargo, luego de más de 10 años, los indicadores de inclusión no sólo no mejoran, sino que empeoran. Sin dudas esto no se explica exclusivamente por el fracaso del modelo de nuevas universidades creadas en la primera década del S XXI. En todo caso, pone en evidencia lo pretencioso de ese modelo. El incremento de la pobreza estructural sirve de contexto para explicar por qué cada vez hay más jóvenes en edad de estudiar que no lo están, y por qué los que logran acceder a la invitación de una universidad ilusoriamente abierta, abandonan en el camino. Para que tengas una idea, hoy hay 1,5 millones de jóvenes entre 18 y 29 años que no estudia ni trabaja, de los cuales 900 mil son mujeres.
Por eso creo que la expansión de universidades en zonas vulnerables no puede ser un elemento aislado de una política, porque se queda en la mera retórica de la inclusión y de la educación como derecho humano. En mi opinión, abrir puertas y levantar edificios hoy no alcanzan. Las reformas son más de fondo, en el sistema educativo y en muchas áreas no educativas. En lo que compete a la política universitaria, hay un tema que no se toca: qué y cómo se enseña en la universidad. Para los pocos jóvenes de sectores pobres que logran llegar, esta es una de las razones que explican por qué probablemente no logren recibirse.
¿Cuáles son los problemas reales del diseño curricular de las universidades argentinas?
Creo que en este tema hay tres aspectos clave por resolver: los tipos de carrera, los planes de estudio y los modos de enseñar. En lo que refiere a las carreras, hoy éstas siguen teniendo el formato de las tradicionales: carreras largas como única opción, organizadas en caminos únicos, para profesiones que no sabemos cómo serán en 10 años, momento en que probablemente recién haya graduados. Opciones de carreras cortas poco actualizadas, como tecnicaturas, que no permiten seguir estudiando por no articularse con carreras largas. Hoy muchos jóvenes se sienten atraídos por ofertas más pragmáticas, de certificaciones cortas ofrecidas por empresas, prometedoras de altos ingresos, que podrán servir para el ahora, pero que no dan formación de base para un futuro muy cambiante. Y muchos jóvenes las eligen porque no ven a la universidad como una opción que atienda a sus intereses y necesidades.
En lo que respecta a los planes de estudio, hoy muchas de sus cargas horarias demandan en la práctica más de 40 horas por semana para cumplir sus requisitos, apretadas formalmente en 5 años pero que en realidad son de 8 o más. Materias superpuestas, ordenadas de una forma acumulativa que recién se acercan muy avanzada la cursada al perfil profesional en el que pretenden formar. Estos planes de estudio son producto de sucesivas reformas curriculares en las que los docentes optaron por el criterio de agregar y no reemplazar, ante el riesgo de perder el poder sobre sus materias y contenidos.
En lo que respecta a los métodos, hoy siguen existiendo las clases magistrales de muchas horas, que suponen una atención permanente que hoy no tiene el estudiantado. En el mundo, el modelo de mega clases expositivas de decenas de estudiantes frente a un docente está cada vez más en cuestión. Esto claramente se exacerbó en la pandemia, en donde fui testigo de clases teóricas por zoom de tres o cuatro horas, algo no sólo sin sentido en la modalidad remota, sino también en la presencial. Realmente este es un desafío para sistemas tan masivos como el nuestro. Pero si el objetivo es incluir, esta ya no es una opción.
Este modelo funcionó durante décadas cuando la universidad se pensaba para menos estudiantes, con todo el tiempo disponible y con las condiciones materiales para formarse. Hoy el mundo desarrollado está debatiendo cómo asegurar caminos flexibles de formación superior, con foco en los intereses de los estudiantes, que son cada vez más diversos social, etaria y culturalmente. Esto significa pensar la formación en trayectos de carreras conducentes a diferentes titulaciones, con posibilidades de entradas y salidas, así como de diferentes recorridos, asumiendo que las carreras pueden ser momentos de caminos no continuos de formación, que se articulan entre sí y con el mundo del trabajo. Si la universidad no logra ver esta situación, no sólo va ir debilitando su función formadora, sino que la sociedad se verá afectada en aquello que sólo la universidad -y no el mercado- puede dar, que es formación de base, crítica, que sirve para seguir formándose en un mundo incierto. Pero para asumir esa función, la universidad de hoy tiene que cambiar sus propuestas formativas.
Después de dos años de universidades cerradas y enseñanza a distancia, ¿con qué panorama podemos encontrarnos ante el reinicio de las clases presenciales? ¿Crees que el impacto negativo fue aún más duro en los sectores postergados que mencionabas?
No sabemos con qué nos vamos a encontrar en el regreso a la presencialidad universitaria. Es verdad que los problemas son aún mayores en la escuela primaria y la secundaria, pero por colocar el foco allí hemos subestimado lo que ha pasado en la universidad durante este tiempo. La educación remota, en este nivel, contaba con algunas ventajas, ya que muchas universidades habían comenzado a desarrollar sus Sistemas Institucionales de Educación a Distancia, un requisito establecido normativamente para aquellas instituciones que tienen carreras a distancia. Sin embargo, esta no fue condición suficiente, ya que el cierre de las instituciones implicó, de un día para el otro, pasar toda la oferta a modalidad remota. Al igual que en el resto del sistema, este pasaje fue sin mediaciones en muchos casos, sobre todo para los docentes sin experiencia. Me refiero a que el pasaje de la forma de enseñar presencial a la virtual fue automático, con eternos Zooms, como mencioné anteriormente, o apelando a las plataformas sólo para poner a disposición material de estudio. En algunos casos, la posible inequidad en el acceso a la conectividad de los estudiantes se intentó soslayar con formación asincrónica, es decir sin coincidencia en el tiempo entre docentes y estudiantes, lo cual creo que profundizó el problema.
Con el transcurso del tiempo, la mayoría de las universidades avanzaron en capacitación express de los docentes, lo cual probablemente ayudó a que el problema no se agravara. A la fecha no hay datos nacionales que con certeza muestren el impacto del cierre de las universidades en la matriculación estudiantil. Tampoco lo tenemos a nivel del sistema educativo en su conjunto. Sin embargo, a diferencia del resto del sistema, las universidades cuentan con sistemas de información nominal, tanto a nivel institucional como a nivel nacional. Debería ser una prioridad de cada institución, en función de su autonomía y de sus propósitos, evaluar el impacto e inmediatamente diseñar estrategias para revincular a los estudiantes que durante la etapa remota dejaron de estudiar, los cuales sin dudas son muchos, con mayor impacto en los sectores más postergados.
¿Por qué no se produjo, a nivel universidades, un fenómeno similar al de Padres Organizados, que fue el principal actor a la hora de presionar por el retorno a las aulas a niveles iniciales y secundarios?
Algo particular de este nivel educativo fue la demora en volver a la presencialidad. A diferencia de los otros niveles, no se escuchó reclamo social al respecto. Las instituciones prefirieron demorar la decisión, bajo el argumento de que los jóvenes que estudian en ciudades diferentes a las de sus hogares, no estaban en condiciones de acomodarse para volver a una suerte de normalidad, en el medio del ciclo lectivo.
Quizá esto explique, en parte, la ausencia de reacción, por ejemplo, de los estudiantes. Aquellos con posibilidades de conectividad, probablemente no encontraron grandes diferencias en la enseñanza virtual respecto de la presencial. Porque ambas modalidades coincidieron en contenidos y formas de enseñar tradicionales, en donde sobreviven los que mejor se adaptan. En otros casos, es probable que la virtualidad les haya resuelto problemas de traslado y mejor articulación con el trabajo. Por su parte, los que no pudieron conectarse, quedaron silenciados, una vez más, como cuando quedaban silenciados en la presencialidad, convencidos de que ellos son los responsables de no poder responder a las exigencias.
Espero que las instituciones produzcan información sobre estos temas, la cual es clave para marcar el punto de partida de sus políticas institucionales de corto y mediano plazo. Entre ellas, resultará fundamental atender a los efectos socioemocionales del aislamiento en los jóvenes, algo que sí se ha atendido en muchas universidades de la región y del mundo. Seguramente algunas universidades argentinas hayan avanzado en estos aspectos. En ese caso, resulta urgente transformar esas experiencias en conocimiento para la toma de decisiones.
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