Temas de fondo, ausentes
“Ni la educación del ciudadano democrático, ni la preparación para hacer frente a las desigualdades heredadas, el cambio climático y la revolución tecnológica están aseguradas en nuestra sociedad”.
A pesar del intenso debate político y constitucional sobre el futuro del país, la educación —cuya centralidad nadie discute— apenas recibe atención. Habitualmente, cuando se la menciona, es con un estrecho prisma jurídico-administrativo (propiedad y control) o bien desde la perspectiva de una ideología decimonónica, que opone Estado y familia. Así viene ocurriendo al menos desde hace diez años.
Al contrario, a nivel global, el foco de discusión es el papel de la educación frente a un futuro que se estima estará caracterizado por la persistencia y acentuación de las desigualdades heredadas, el cambio climático, la revolución tecnológica y el retroceso democrático.
Efectivamente, ¿qué puede hacer la educación frente a las desigualdades heredadas? El próximo gobierno —que suele presentarse como socialdemócrata— podría aquí hacer una contribución decisiva. Pues como dijo el sociólogo danés Gosta Esping-Andersen, uno de los más representativos intelectuales de la socialdemocracia nórdica, en entrevista con un medio chileno, la inversión en educación temprana de alta calidad para todos los niños, especialmente aquellos en situación de pobreza, “es una política que tiene una recompensa enorme. Es caro, y si es universal, absorberá alrededor del 1,5% del PIB, pero es una muy buena inversión”. De hecho, hay consenso en que es la única política que puede interrumpir, o morigerar, el efecto de la cuna sobre la desigualdad.
Un segundo asunto crítico para la educación es el cambio climático. No resulta creíble pensar que ella no será afectada por este cambio que hunde sus raíces en un tipo humano —el del emprendedor fáustico— producto de la educación moderna. Dispuesto a apostar su alma para obtener poder sobre la naturaleza y su transformación. En posesión de medios de producción, transporte y comunicación tan prodigiosos que, como se lee en Marx, recuerdan al brujo impotente para dominar los espíritus subterráneos que él mismo conjuró.
Formar esa figura supuso infundir el ‘espíritu del capitalismo’ en la cultura económica, según explicó Max Weber a comienzos del siglo pasado. Esto es, una mentalidad adquisitiva, competitiva y orientada al cálculo. La cultura de la era industrial terminó incorporando así un potente vector de racionalización del mundo, base de una verdadera pulsión por el crecimiento y el dominio de la naturaleza.
Ahora, dice un documento de la Unesco, debemos movernos hacia una educación ecológicamente orientada, capaz de rebalancear nuestras formas de vida en la tierra con la interdependencia de sus sistemas y límites. ¿Qué significan esos nuevos equilibrios para la filosofía de la educación? ¿Es posible dejar atrás la figura del Fausto (de Goethe) y su compulsión por el crecimiento? ¿Podría reducirse a cero el desarrollo y retornar a sistemas simples, menos diferenciados y de menor dinamismo creativo-destructivo?
Aquí, precisamente, ingresa la 4ª revolución industrial, anunciada como un nuevo capítulo del desarrollo humano. Suele describirse como el advenimiento de sistemas ciber-físicos que alteran la noción de lo humano y su relación con las máquinas, creando un nuevo escenario tecnológico con la edición del genoma, inteligencia artificial, nuevos materiales, armas biológicas, fuentes naturales de energía, salud digital, impresión 3D, internet de las cosas y así por delante.
Se cree a veces que esta nueva revolución industrial podría emanciparnos de los efectos de las anteriores revoluciones fáusticas, devolviendo los equilibrios destruidos o perdidos. La educación se encargaría de crear el tipo humano requerido por una sociedad global posfáustica. Mas, ¿quién asegura que esto sucederá? ¿Y qué conocimientos y destrezas se necesitarán para vivir en un medio ambiente íntegramente tecnologizado? ¿No será acaso un mundo todavía más complejo y mayor el desafío para hacer sentido de la vida? ¿Podrán las tecnologías salvar el alma de las humanidades o la aprisionarán, definitivamente, en una ‘jaula de hierro’?
Lo cual nos lleva al último nudo crítico: cómo conservar las libertades democráticas, los derechos individuales y el pluralismo de las formas de vida en medio del incesante cambio tecnológico, de los frágiles balances medioambientales y la lucha contra las desigualdades heredadas.
Hoy estos valores están amenazados. Se supone que la educación debe formar sujetos políticos autónomos, dotados de capacidad crítica y hermenéutica, interesados en la participación y la deliberación, dispuestos a convivir en un orden pluralista. ¿Es este un supuesto realista? ¿Acaso la educación cívica no ha quedado en manos de nuevos profetas populistas, influencers, encuestólogos y opinólogos, canceladores de la disidencia, manipuladores de escándalos mediáticos y funcionarios del discurso oficial?
Ni la educación del ciudadano democrático, ni la preparación para hacer frente a las desigualdades heredadas, el cambio climático y la revolución tecnológica están aseguradas en nuestra sociedad.
Se supone que al entrar a un nuevo ciclo, renovar la élite política y definir un orden constitucional para las próximas décadas, estos temas deberían estar en el trasfondo de las preocupaciones de quienes próximamente asumirán responsabilidades de gobierno en el sector educacional. Hasta aquí, todo indica que no es así; continúa el predominio de lo jurídico-administrativo y el futuro sigue ausente.
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