11 DICIEMBRE, 2020
Mi padre llegó a México como inmigrante en 1939. No conocía a nadie, no tenía dinero y no contaba con un título universitario. Pero tenía 24 años, enorme energía y ganas de hacer algo con su vida. Tras unos meses en la capital, se mudó a una ciudad por entonces minúscula y anónima donde le ofrecieron trabajo como administrador de una hacienda. Tiempo después se casó con quien más tarde sería mi madre —cuyo padre había sido asesinado décadas atrás en medio de una disputa política1 dejando una viuda, cuatro hijos y una situación económica precaria—, y en 1944 emprendieron un pequeño negocio de papelería y librería que resultó exitoso en un mercado que tenía poca oferta en ese ramo. Era una época en que no se hablaba de subsidios estatales, apoyo apymes, políticas públicas o transferencias sociales. Nada de eso. Trabajaban doce horas diarias de lunes a sábado; por las tardes y en vacaciones ponían a sus hijos a arrimar el hombro. Gozaba de respeto y buena reputación; pagaba a tiempo los créditos que el banco le daba a la vista, y cubría puntualmente las facturas de sus proveedores y los salarios de sus ocho o diez empleados. Hizo dinero, envió a sus hijos a la universidad, viajó y disfrutó de la buena mesa, en ese orden. Murió medio siglo después de su arribo al país y mi madre decidió vender el negocio. Fin del relato.
Pues bien, ¿qué tuvo de extraordinaria su vida? Nada, excepto haber sido una simple historia de dedicación, constancia y trabajo condensada, como muchas otras, en un par de palabras que en la actualidad se han vuelto casi heréticas: mérito y esfuerzo. No me refiero a la noción de meritocracia como sistema asociado, por ejemplo, a los linajes, la estratificación socioeconómica, el acceso a escuelas de élite o los procesos de selección para conseguir buenos empleos, cuestiones ahora intensamente debatidas; tampoco a su opuesto, el “pobrismo” franciscano como consigna política, opción evangélica o cartilla moral. Más bien aludo a lo que está en la sabiduría popular y el sentido común: el conjunto de valores y cualidades personales, del carácter y el temperamento, que contribuyen a construir trayectorias vitales meritorias —y el papel que pueden jugar (o no) las políticas públicas para potenciarlas.
La deconstrucción del mérito
Por diversas razones, se ha puesto de moda deconstruir la narrativa del mérito como una manera de lidiar con los desafíos de la inequidad que enfrentan las sociedades o, dicho con más propiedad, que la incompetencia e ineficacia de los gobiernos o de las políticas públicas no han logrado mitigar. Ese análisis, además, incluye racionalizar la idea del éxito, cualquiera que sea la connotación que le demos, atribuyéndola a externalidades que nada tendrían que ver con la individualidad de cada persona, sino al hecho de formar parte de una cadena de desigualdades estructurales que deben ser corregidas. Yse afirma, para redondear, que como allí están las causas del encono, la polarización y el rencor han sido el combustible de las políticas populistas y los regímenes autoritarios que han proliferado lo mismo en Brasil, México o Venezuela que en Hungría, Polonia o Turquía. Es decir, “cuando el crecimiento fracasa o no logra beneficiar al tipo medio —sostienen Banerjee y Duflo— se necesita un chivo expiatorio”.2 Para la derecha pueden ser los inmigrantes, las minorías étnicas o la intervención gubernamental; para la izquierda, las élites, la globalización o el mercado. En consecuencia, surge el incentivo de adoptar políticas cautivadoras, sobre todo en tiempos electorales, que por lo general son estériles. Y como algunos de los instrumentos tradicionales de la movilidad social y económica —los años de escolaridad, por ejemplo— no parecen estar ofreciendo los resultados deseables para todos, entonces, siguiendo esa lógica, hay que obturar los mecanismos de ascenso y facilitar los de descenso mediante políticas estatistas, asignaciones selectivas de recursos y programas clientelares que al menos puedan crear el espejismo de una aparente igualdad sostenida con alfileres fiscales y presupuestales, que, más temprano que tarde, inevitablemente colapsan.
En suma, la solución rápida es derribar eso que, con una mezcla tanto de buenas intenciones como de oportunismo político, se etiqueta como la cultura del privilegio para edificar otra que rastree los atajos para alcanzar los niveles de crecimiento económico y desarrollo social que, supuestamente, el mérito y el esfuerzo no han proveído. El problema con esta tesis, como dice el ex presidente socialista chileno Ricardo Lagos, es que “la experiencia muestra que no existen esos atajos. Nuestra historia regional está llena de casos en los cuales hemos privilegiado el pan para hoy y pagado con el hambre de mañana”.3 De hecho, hay evidencia robusta y abundante en América Latina4 de que la recurrente mala asignación del gasto público —que aumentó en promedio anual siete puntos porcentuales en los últimos 20 años—, la opacidad crónica y sistémica, la fragilidad institucional, la ineficiencia en su operación o el desperdicio de recursos fiscales no sólo lesionaron gravemente la sostenibilidad macroeconómica necesaria para enfrentar los ciclos recesivos, sino que apenas redujeron la desigualdad en 4.7% mientras que esa misma combinación de políticas e instituciones bien manejadas —el “gasto inteligente”— lo hizo en un 38% en las economías avanzadas.
Es cierto que en los últimos años se conjugaron tensiones, dificultades, crisis y anomias —desde un menor crecimiento económico global, hasta la explosión de la pandemia— que han incubado un ambiente muy extendido de pesimismo por momentos apocalíptico. Un ambiente que pone en duda, entre otras cosas, las premisas con las que habitualmente las personas y las sociedades buscaban mejores niveles de vida y bienestar —trabajo, esfuerzo, talento, disciplina, iniciativa, educación, ambición y, por supuesto, la suerte y un entorno adecuado—, e intenta sustituirlas mediante un acto de contrición, que a ratos se asemeja a una especie de odium theologicum abrazado por muchos con la fe del converso, para crear una narrativa por virtud de la cual todo lo que se hizo en las últimas décadas está mal, expedir el acta de defunción a ese período y andar de nuevo el camino beatífico de las políticas compensatorias, cualquier cosa que eso suponga. Más aún: si la disposición al mérito y al esfuerzo no vale o es un “engaño” y todo es producto de circunstancias ajenas, entonces se pasa a la idea de enseñar “a los seres humanos que todo, o casi todo lo que los constituye, lo que hacen o dejan de hacer, lo que anhelan o rechazan, en rigor no les pertenece, no son estrictamente suyos, no es algo que ellos hagan sino algo que les pasa”.5 Una idea por supuesto extraña tanto desde el punto de vista conceptual como filosófico.
En el fondo, esa posición, seductora en determinados contextos políticos y académicos,6 revela una simplificación de los hechos; una falta de imaginación en el diseño de políticas, o una suerte de negacionismo intelectual, que al no encontrar soluciones fáciles a los problemas actuales —sencillamente porque no las hay— conjetura entonces que cualquier tiempo del pasado lejano (o sea, de 1980 para atrás) fue mejor, y que hay que regresar al mundo feliz de nuestros abuelos. Un mundo, por cierto, que al menos en América Latina jamás existió, o no como lo ha recreado el voluntarismo de la memoria selectiva.
¿Peor que antes?
Esa fotografía, sin embargo, es un poco diferente.7 En una perspectiva más global, la evidencia, observada de manera estilizada, muestra que, casi bajo cualquier indicador, nunca el mundo ha contado con mayores recursos de todo tipo; nunca ha vivido mejor, ni ha formado a las generaciones más preparadas. Las proyecciones, bajo determinados supuestos y en espera de los saldos verificables que deje la pandemia, pueden ser razonablemente buenas a mediano plazo. Por ejemplo, según la iniciativa Human Progress, que evalúa los cambios que se han producido en el mundo durante el último medio siglo, la esperanza de vida promedio en 1966 era de sólo 56 años y en 2016 alcanzó 72 —un aumento del 29%. De cada 1000 bebés nacidos vivos, 113 murieron antes de su primer cumpleaños y en 2016 sólo fueron 32 —una reducción del 72%. El ingreso per cápita promedio, ajustado por inflación, aumentó de 3 698 dólares americanos a más de 17,469 —o sea, 372%. El consumo de alimentos subió de aproximadamente 2 300 calorías por persona/día a más de 2 800 —un incremento del 22%. Los años de escolaridad que una persona normalmente podía esperar recibir era de algo más de 4.1 años y en 2016 fue de 9 —un aumento superior al 110%. Y en una escala que va de 0 (donde están los regímenes autocráticos) a 10 (donde se ubican las democracias plenas), la libertad política subió de 4.5 puntos en 1966 a 7.05 en 2016, es decir, una mejora del 55%. Las clases medias, por su parte, pasaron de 1 800 millones de personas en 2010 a alrededor de 3 200 millones a finales de 2016: 500 millones más de lo que se tenía previamente estimado y cuatro años antes de la predicción inicial.8
Como todo promedio, estos arrojan una gráfica más matizada si se examinan granulados por países, géneros, etnias, regiones o estratos socioeconómicos. Es imposible negar las diversas inequidades que subsisten, la heterogeneidad en la eficacia de las políticas públicas o las disfunciones de los distintos entornos políticos, sociales y culturales; pero ese razonamiento vale lo mismo para los países que padecen mayores niveles de rezago y desigualdad que para los que han mostrado avances sustanciales. Algo ilustra que, mientras que en 1960 el crecimiento, los logros escolares y los ingresos per cápita de América Latina eran muy superiores a los del Sudeste asiático, cuatro décadas más tarde la situación era la inversa, especialmente por la ineficiencia del gasto público, la mala calidad del capital humano y físico, y la improductividad en nuestra región.
No obstante, sin considerar los costos hipotéticos de la pandemia, las distintas tendencias y estimaciones (que nunca son lineales) parecen sugerir un futuro relativamente positivo.9 No desaparecerán la desigualdad, el hambre, las guerras, los sesgos implícitos, el capitalismo o la historia, porque son parte consustancial a toda sociedad. Pero, una vez en recuperación, la economía global volverá a crecer y el mundo será varias veces más rico —algunos calculan 5 o 7 veces— en 2050; se encontrará la cura contra el cáncer o el sida, pero aparecerán otras enfermedades y crisis; la población y la esperanza de vida aumentarán sin pausa en las siguientes décadas; continuará imparable la migración entre países y la del campo a las ciudades, así como la expansión de las clases medias y con ella mayores exigencias políticas y sociales; la gente trabajará menos horas al año, pero será más productiva y dispondrá de más tiempo para el ocio y el entretenimiento. En síntesis, nacerán muchas cosas pero también muchas otras permanecerán, entre ellas la importancia del mérito y el esfuerzo.
Del crecimiento a la equidad
Desde luego que alcanzar sociedades más justas y equilibradas será un proceso más complejo y prolongado, pero la discusión de fondo se centra en cuáles son las vías óptimas para lograrlo. El pensamiento convencional y numerosos estudios de opinión sostienen que el esfuerzo, el trabajo duro, la disciplina, la tenacidad y la preparación, entre otros, siguen siendo los resortes fundamentales del progreso individual. La narrativa en boga, en cambio, sugiere que son las regulaciones estatales, los “pactos”, las políticas redistributivas o las transferencias monetarias no condicionadas las que algún día producirán la comunidad igualitaria que imaginaron los filósofos de la antigüedad. Por supuesto que desde un prisma moral todos quisiéramos acogernos a la ley del menor esfuerzo y vivir en un paraíso ideal, pero el mundo real se mueve por caminos insondables; la condición humana es imperfecta por naturaleza, y la política y la economía son actividades esenciales pero en modo alguno salvíficas. Por tanto, la duda metódica consiste en precisar si podemos llegar a un balance social y económico razonablemente mejor a través del trabajo productivo, el esfuerzo constante y una educación excelente, o mediante una batería de políticas eficientes de los gobiernos que no solo corrijan las imperfecciones del mercado sino que, sobre todo, identifiquen opciones innovadoras para ayudar a que más gente viva mejor. En teoría, lo deseable sería una combinación efectiva de todas esas variables, pero la terca realidad exhibe serias dificultades para ensamblarlas de manera armónica, responsable y rápida.
Pongamos las cosas de manera didáctica. Para crecer productivamente es condición necesaria contar con liderazgos políticos profesionales y competentes; instituciones y leyes que se observen y funcionen; capital humano bien calificado; regulaciones y políticas públicas eficientes; reformas estructurales o circunstancias internacionales favorables, entre otras cosas. Para distribuir mejor los beneficios de todo lo anterior hacen falta políticas sociales bien instrumentadas, transparentes y focalizadas; diversificación económica; marcos fiscales competitivos; educación pública pertinente y de calidad; mayor igualdad en el acceso a las oportunidades y, fundamentalmente, crecer a tasas razonablemente altas. Ahora bien, aun con una excelente organización de estos instrumentos, este círculo virtuoso no alcanzaría para todos; salvo muy contadas excepciones (digamos ciertos países nórdicos, Canadá, Nueva Zelanda o Taiwán), no hay experiencias abundantes que indiquen lo contrario. Y las posibilidades de una movilidad ascendente, en su caso, se observarían esencialmente en los quintiles medios de la pirámide de ingresos.10
Antes de fracasar de nuevo, remendar el saco
Para que ese conjunto de políticas sociales, económicas o fiscales funcione se requiere que el gobierno sea un gestor eficiente, transparente y de calidad del gasto público; que las tasas de inversión muestren una correlación alta con el crecimiento del PIB; que existan aumentos sostenidos de la productividad; que los niveles de formalidad de la economía se incrementen, y que la sociedad —y el contribuyente— obtenga una contraprestación adecuada en cantidad, calidad y oportunidad por lo menos en materia de salud, educación, servicios públicos y seguridad. Pero, con la posible excepción de Chile y Uruguay, es muy difícil afirmar que el desempeño de América Latina en estos aspectos haya sido ejemplar en las últimas décadas.
Según identificó el estudio probablemente más documentado sobre el tema, en la región se observan algunos de los ejemplos del gasto público (que en 2016 representaba 29.7% del PIB) más ineficiente del mundo,11 debido, entre otras cosas, a la falta de competencia profesional del sector público, el despilfarro, la corrupción, la mala asignación, la pésima gobernanza o una mezcla de todo ello. Esto explica que el gasto público ineficiente —es decir, el gasto que no sirvió para mejorar el crecimiento, la igualdad o la productividad— fue equivalente al 4.4% del PIB (unos 220,000 millones de dólares), de los que cuatro quintas partes se asignaron o se ejecutaron mal tan sólo en compras públicas y en desperdicios, pérdidas, exenciones o “filtraciones” en los subsidios a la energía, los programas sociales y el marco tributario; de hecho, algunos de esos subsidios fueron a parar a la población de mayores ingresos, puesto que el decil más alto recibe una cuarta parte de todos los beneficios y el primer decil sólo el 5%. O sea: los ricos recibieron cinco veces más subsidios que los pobres. Por lo tanto, el diseño, la formulación y la ejecución de políticas públicas que impacten el crecimiento y la equidad tiene que empezar a abordar o, más bien, a superar esas ineficiencias si se quiere articular un círculo virtuoso que mejore la vida de la mayoría de las personas de una manera sostenida. La moraleja es clara: hay que remendar el saco roto antes de volver a llenarlo con políticas que ya fracasaron en el pasado.
La literatura económica ha sido abundante en los últimos años (y no se diga durante la pandemia) en calcular la estadística de la desigualdad, analizar sus causas y explorar algunas de sus eventuales soluciones. Pero cierta franja del liderazgo político —Argentina, Bolivia, México, e incluso Chile tras la violenta y sorpresiva crisis del 18-O de 2019—, o intelectual ha preferido, respectivamente, recurrir a medidas de corto plazo que sean fáciles de instrumentar y arrojen dividendos electorales, aunque no sean sostenibles, o proponer modelos “alternativos” a las políticas liberales —y de plano aplicar la extremaunción al “capitalismo”. Otros, sin embargo, parecen más escépticos. “Renunciar al espíritu de competitividad y adquisición —dice por ejemplo Branko Milanovic— que lleva integrado el capitalismo daría lugar a un descenso de nuestra renta, a un aumento de la pobreza, a la desaceleración o reversión del progreso tecnológico, y a la pérdida de otras ventajas que ofrece este sistema… Va todo junto”.12
Las virtudes y las políticas: ¿son compatibles?
La otra interrogante, estudiada desde la economía del comportamiento, es cómo estimular, en un marco de libertad de elección, actitudes menos medibles —iniciativa, esfuerzo, disciplina, ambición— que los datos económicos pero igualmente relevantes para el progreso de las personas. Está bien acreditado que, en la atracción del capital humano mejor compensado salarialmente, la ética de trabajo y la inteligencia emocional, por ejemplo, “son mucho mejores predictores de rendimiento que los años de experiencia o educación”.13 De hecho, la creatividad, el sentido crítico, la disposición a la colaboración o la capacidad de liderazgo son factores que hoy pesan más en la empleabilidad; y todos ellos parecen mostrar escasa conexión con las políticas públicas, excepto la formación de capital humano innovador y de alta calidad. Por ejemplo, al contabilizar la cantidad y calidad de capital humano para 50 países, Hanushek y Woessmann14 encontraron que cerca del 60% del diferencial de ingreso entre América Latina y el Caribe y el resto del mundo se puede atribuir al capital humano. A tal grado que, si mejoraran los logros escolares y las habilidades cognitivas, el efecto sobre el PIB podría superar en cuatro veces un aumento similar en los países de la OCDE. La conclusión a la que llegan es muy sugerente: “estas simulaciones no reflejan necesariamente un incremento del gasto en educación; pueden reflejar las reformas de la política educativa, mejorando la eficiencia técnica y asignativa en la educación”.
Supongamos que, de pronto, Latinoamérica lograra construir un entorno integrado por gobiernos muy competentes, sólida institucionalidad, buenas políticas públicas y amplio acceso a las oportunidades de educación de alta calidad, salud y otros satisfactores. ¿Sería suficiente para generar, automáticamente, esos comportamientos sin duda indispensables en los procesos virtuosos de crecimiento con equidad? En otras palabras: no se trata sólo de crear los incentivos correctos para la toma de decisiones más o menos racionales que eventualmente conduzcan hacia un determinado resultado, sino de transmitir principios y actitudes útiles en la conducta, la responsabilidad y el desarrollo de las personas que mejoren las probabilidades. Desde luego que, en una perspectiva casi filosófica, despejar el camino hacia ese punto fino no es fácil; ni hay un mapa de navegación que oriente a las personas o las políticas con precisión matemática, porque la vida es una experiencia de ensayo y error, y los asuntos humanos no son ciencia exacta. Por tanto, como dice Carlos Peña, “hay diferencias sociales aceptables si son producto del mérito. Si no, ¿por qué enseñaríamos a nuestros hijos que el esfuerzo importa? El misterio consiste en que no sabemos qué parte de nuestra vida es el fruto del destino y qué parte resultado de nuestro esfuerzo y nuestra voluntad”.15
La respuesta a esta incógnita específica es muy compleja. Tiene que ver con aspectos psicológicos, con sesgos implícitos, con la transmisión de valores, con el ethos colectivo o con eso que ahora se llama habilidades blandas. Todo lo cual no lo proporcionan directamente las políticas públicas ni se adquiere de manera mecánica en la escuela, sino que deriva de muchas otras experiencias individuales o de crear un adecuado “circuito de recompensa” cuyo componente socioemocional alienta motivaciones —esfuerzo, constancia, disciplina, etcétera— que se potencian entre sí y generan cambios relevantes y duraderos en la conducta humana. Si las personas tienen preferencias o toman decisiones considerando una función de utilidad, ésta se maximiza si se ponderan correctamente las alternativas existentes y sus consecuencias en el bienestar,16 y se internaliza una nueva “racionalidad”, más lenta pero más profunda en el tiempo, donde el mérito y el esfuerzo se socializan como algo valioso y redituable. De hecho, como parte del orden natural de las cosas.
Más aún: hay una variable muy importante que algunas políticas públicas o, con más propiedad, una narrativa populista diseñada para la galería —la parábola infame de los “pobres” y los “animalitos”, por ejemplo— dejan fuera: junto con mejores niveles de ingresos y bienestar, la persona quiere sentirse reconocida y aceptada en su entorno familiar, comunitario o social por sí misma. De hecho, buena parte de la sensación de felicidad de las personas es referencial; depende del lugar que uno ocupa en el entorno y frente a los demás. Cuando Banerjee y Duflo investigaron entre jóvenes de sectores pobres por qué todos querían tener su propio emprendimiento “uno tras otro hablaron de dignidad, de respeto por uno mismo y autonomía”,17 pero ninguno de dinero. Es decir, aludieron a valores que facilitan la inclusión y un sentido de pertenencia que, inversamente, cuando se pierde o se ve amenazado, provoca tanto una confusión intelectual como una reacción política que se convierte en el caldo de cultivo típico de las actitudes antisistema. En el fondo, lo que provoca el populismo dadivoso —“fundado en ilusiones y engendrador de amargas decepciones”, decía algún político mexicano— es justamente lo contrario: inhibe la autoestima, tapona la movilidad, perpetúa la desigualdad, y mina la libertad personal.
Finalmente, ¿hay un modelo perfecto? No, porque los rasgos inherentes a la condición humana no son los de un autómata, y de buena parte de ellos —felicidad, fe, conciencia, soledad, tristeza, entusiasmo, astucia, depresión, etc.— no conocemos realmente sus causas profundas ni, por ende, cómo acomodarlas a voluntad en la bioquímica del cerebro y el funcionamiento de una vida individual. Pero buenas políticas públicas, como dice Peter Singer —para nada sospechoso de neoliberal—, pueden ayudar enormemente a recompensar “adecuadamente a las personas que carecen de los talentos necesarios pero que trabajan duro”18 Quizá existan varias opciones que permitan una composición relativamente virtuosa, pero está claro que ni la embestida contra el mérito y el esfuerzo ni las políticas populistas son una de ellas.
Como el futuro no es ciertamente una extrapolación del pasado ni un proceso automático, alcanzarlo en las mejores condiciones dependerá de mejorar muchas políticas, entre ellas la educación pertinente y de calidad en el centro de la cual “tendremos que decidir qué habilidades y conocimientos serán más valorados en el futuro y asegurarnos de desarrollar más de uno de ellos en profundidad o, lo que sería lo mismo, adquirir varias habilidades”.19 La irrupción relativamente sorpresiva de la pandemia constituyó un sismo de tal intensidad que ha producido numerosas interpretaciones y análisis sobre el impacto que tendrá, y ha puesto todas las creencias habituales en duda. Sin embargo, debemos admitir que algunos de los cambios previsibles se suman a otros de gran calado que ya venían sucediendo y que van desde la emergencia de las tecnologías digitales, la inteligencia artificial y el big data, hasta los procesos de automatización, los reacomodos en la economía global y la transformación de los mercados laborales, entre otras de las disrupciones vinculadas a la llamada Revolución Industrial 4.0. La profundidad de estas mudanzas ha generado temor e inseguridad; su combinación probablemente dará por resultado en los próximos años un universo educativo, económico y laboral expresado de distintos modos, manifestaciones o vertientes sobre las cuales conviene reflexionar en una perspectiva lo más amplia posible. El objetivo, en suma, es imaginar y construir con bases razonables y sentido prospectivo cómo podría ser ese universo; cómo aprovecharlo a partir de las múltiples innovaciones y tendencias que hoy se observan, y cómo pasar a otro nivel de discusión, lejos del encono, la confusión y el resentimiento prevalecientes.
Otto Granados Roldán
Presidente del Consejo Asesor de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura, y Chen Yidan Visiting Global Fellow (2019-2020) de la Escuela de Graduados en Educación de la Universidad de Harvard.
1 He relatado en otro lugar este episodio: Otto Granados Roldán, El recuerdo y las heridas. El asesinato de mi abuelo, México, Cal y Arena, 2019.
2 Abhijit V. Banerjee y Ester Duflo, Buena economía para tiempos difíciles. En busca de mejores soluciones a nuestros mayores problemas, Barcelona, Taurus, 2020, p.319.
3 Ricardo Lagos, En vez del pesimismo. Una mirada estratégica de Chile al 2040, Santiago, Debate, 2016, p. 32.
4 Alejandro Izquierdo et al. (Eds.), Mejor gasto para mejores vidas: cómo América Latina y el Caribe puede hacer más con menos, Washington, D. C., Banco Interamericano de Desarrollo, 2018, passim.
5 Carlos Peña, La mentira noble. Sobre el lugar del mérito en la vida humana, Santiago, Taurus, 2020, pp.199-204.
6 Véase, por ejemplo, Michael J. Sandel, The Tyranny of Merit: What’s Become of the Common Good?, New York, Farrar, Strauss & Giroux, 2020, y el artículo sobre este libro de José Antonio Aguilar Rivera, “El ultimo ludita”, nexos, noviembre 2020, así como: Daniel Markovits, The Meritocracy Trap.How America’s Foundational Myth Feeds Inequality, Dismantles the Middle Class, and Devours the Elite, New York, Penguin Press, 2019.
7 He desarrollado extensamente este tema en “¿Cómo será la educación superior en 2030? Reflexiones sobre la educación superior en América Latina y el Caribe”, en Otto Granados Roldán (Coord.), La educación del mañana: ¿inercia o transformación?, Madrid, OEI, 2020, pp. 29-56.
8 Cfr. Human Progress y para el dato de clases medias: Homi Kharas, The unprecedented expansion of the global middle class, Brookings Institution, Working Paper 100, February 2017.
9 Cfr. por ejemplo George Friedman, The next 100 years. A forecast for the 21st century, New York, Doubleday, 2009, y Daniel Franklin y John Andrews, Megachange. The world in 2050, London, The Economist/Profile Books, 2012.
10 World Inequality Database on Education. Consultado el 19 de octubre de 2020.
11 Alejandro Izquierdo et al. (Eds.), op. cit, pp. 49-70.
12 Branko Milanovic, Capitalismo, nada más. El futuro del sistema que domina el mundo, Barcelona, Taurus, 2020, p. 225.
13 Tomas Chamorro-Premuzic, “Ace the assessment”, Harvard Business Review, julio-agosto 2015. Consultado el 30 de octubre de 2020.
14 Hanushek, E. A. y L. Woessmann. 2012. “Schooling, Educational Achievement, and the Latin American Growth Puzzle.” Journal of Development Economics, 99(2) noviembre 2012, pp. 497–512, y “Universal Basic Skills: What Countries Stand to Gain”. París, OCDE, 2015.
15 Carlos Peña, “Como descripción de lo que tenemos, la meritocracia es un engaño, pero es la única utopía posible”, El Mercurio, agosto 30 de 2020
16 Diana Pinto et al., Empujoncitos sutiles: el uso de la economía del comportamiento en el diseño de proyectos de salud, Washington, Banco Interamericano de Desarrollo, septiembre 2014, pp. 6 y ss.
17 Banerjee y Duflo, op. cit., p. 390.
18 Cit. en Thomas B. Edsall, “The Meritocracy Is Under Siege”, The New York Times, junio 12, 2019.
19 Lynda Gratton, Prepárate: el futuro del trabajo ya está aquí, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2011, p. 215.
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