José Joaquín Brunner:
En Chile se agotó un ciclo de comunidad imaginada que duró varias décadas a partir de 1990, construido sobre la expectativa de una pacificación de la vida, una recuperación de la democracia, un crecimiento económico con equidad y una modernización liberal de la sociedad y la cultura.
I
Un clásico del asunto que aquí interesa, Benedict Anderson, definió a las naciones como comunidades imaginadas, en tanto “los habitantes de la más pequeña nación nunca conocerán a la mayoría de sus compatriotas, ni los encontrarán, ni nunca oirán hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de ser una comunidad”. Es decir, se perciben como una familia extendida: mismas creencias, mismos valores, una historia común, una memoria colectiva, un fondo compartido de problemas políticos, culturales y sociales que enfrentar.
Es cierto que Anderson empleó este enfoque para escudriñar a las naciones en la larga duración; sobre todo, la forma como esas comunidades imaginadas (y no se lea aquí: imaginarias o ficticias) lograban, “independientemente de la desigualdad y la explotación que en efecto puedan prevalecer en cada caso, [ser concebidas] siempre como un compañerismo profundo, horizontal. En última instancia, es esta fraternidad la que ha permitido, durante los últimos dos siglos, que tantos millones de personas maten y, sobre todo, estén dispuestas a morir por imaginaciones tan limitada”.
Nuestro interés va en otra dirección. En la celebración de estas fiestas patrias nos preguntamos: ¿cómo se presenta nuestra comunidad imaginada en un nuevo aniversario de su memoria? O, más brevemente: ¿cuál es el estado de la nación que imaginamos?
Sabemos que el momento actual no es el mejor para emprender esta indagación.
El ánimo de la sociedad es bajo; las noticias diarias son alarmantes; hay sufrimientos por la peste, la destrucción de los empleos y la pérdida de expectativas. Los problemas que acarrea la sociedad se ven magnificados: la insuficiencia de las pensiones, el acceso desigual a la salud, las limitadas oportunidades de aprendizaje, el hacinamiento en las viviendas, la proliferación de los campamentos, las condiciones hostiles para los inmigrantes, la inseguridad en las calles.
El horizonte futuro tampoco es favorable para una comunidad que depende tan esencialmente de su imaginario. Los pronósticos para la economía —crecimiento, empleo, ingresos— son, en el mejor de los casos, de una lenta recuperación. La sociedad civil se encuentra deprimida por el largo confinamiento y la anticipación de las dificultades por delante. La política se halla entrabada, polarizada y sin perspectivas de mejor gobernabilidad. La cultura ambiente, por fin, está atrapada entre relatos de frustraciones y de miedos. Las emociones sociales corren por una línea baja, causando ruidos subterráneos que nos mantienen desvelados.
II
En un pasado no lejano, según observa con sagacidad el sociólogo Jorge Larraín, Chile llegó “a compartir una comunidad imaginada más selecta y pequeña dentro de los países periféricos: la de los países en vías de desarrollo más exitosos”. Países, por tanto, con tasas altas y sostenidas de crecimiento económico y con una expansión del consumo, la educación, la información y el acceso a los símbolos urbanos de la modernidad.
Por un momento, en los años 1990, y aún a comienzos de los 2000, esa comunidad se representó a sí misma —y la cultura de masas televisada lo ratificaba diariamente— como una nación dotada de rasgos excepcionales, con una trayectoria ascendente, una potente institucionalidad y un futuro promisorio. Circulaba en el imaginario colectivo la idea-fuerza de Chile–país–desarrollado; próximo a Portugal, se sugería con sentimiento comparativo, ambición que se vio confirmada por su participación como país observador (¡y observado!) en la OCDE desde 1993, club al cual ingresó formalmente una década más tarde. (Ah, las astucias de la historia: desde ese día somosoficialmente, (¿orgullosamente?), cola de león, nosotros que éramos apenas cabeza de ratón…).
Con todo, no se trataba de un sueño meramente, ni de un delirio de la imaginación. Las cifras de la economía eran contundentes; la satisfacción de la gente con el progreso material y su incorporación a círculos cada vez más amplios de oportunidades de vida abrían un horizonte de progreso; la opinión pública encuestada transmitía cierto optimismo; las transformaciones de la sociedad eran efectivas e imprimían un dinamismo positivo a la comunidad imaginada.
Un elemento adicional en el mismo sentido fue la integración al mundo global; Chile dejó de sentirse aislado y confinado en el último rincón del mundo. Al contrario, hubo cierto orgullo con la idea de una economía exportadora, los múltiples tratados de libre comercio, la inversión extranjera en el territorio nacional, lasimportaciones desde el exterior, las marcas chilenas compitiendo en mercados internacionales, el turismo en ambas direcciones y sucesivas olas de inmigrantes.
Como en su momento señalaron varios observadores y analistas de la realidad nacional, hubo entonces una verdadera norteamericanización de las orientaciones culturales de la población, producto de la transformación capitalista en curso en esos años, mientras que en el plano político-ideológico se difundió una concepción de tipo socialdemócrata europea de tercera vía.
Digamos así: por más de dos décadas después del retorno a la democracia, Chile se experimentó a sí mismo como una comunidad enfilada por el camino de la modernización, con múltiples problemas de atrasos y rezagos, pero con crecientes capacidades para superarlos y definir nuevos y más ambiciosos objetivos. Los gobiernos de la Concertación hasta Bachelet-I, e incluso el primer gobierno Piñera con su talante gerencial con énfasis enpolíticas sociales, fueron una expresión de ese imaginario. Éste tuvo continuamente dos vertientes culturales. Por un lado, la vertiente exitista, apoyada ideológicamente en la celebración del neoliberalismo, la cual proclamaba el triunfo de los mercados y remarcaba el liderazgo chileno en la región. Por otro lado, la vertiente incrementalista,más proclive a una expansión de capacidades y a la construcción de una comunidad moderna, con arraigo en su raíz hispanoamericana.
III
¡Cuan distinto es el panorama actual!
Hoy, máas bien, nuestra comunidad nacional es imaginada a través de las lentes de unas emociones negativas que fluctúan entre la inseguridad y el temor, entre la desconfianza y la exasperación. Quizá el concepto rector del nuevo imaginario sea el de división. Nos vemos en el espejo de la historia reciente como una comunidad dividida de múltiples maneras, en múltiples dimensiones, con múltiples y contradictorios efectos. En términos estrictos, división significa aquí “desunir los ánimos y voluntades introduciendo discordia” (RAE); nuestra comunidad, en efecto, se proyecta a sí misma, en estos días, bajo los signos de la separación, de las distancias, de las brechas y abismos, de las diferencias y oposiciones, de la polarización, incluso, término este último que ha pasado a ocupar un lugar prominente en el léxico político nacional.
Comunidad imaginada, en primer lugar, a partir de dos interpretaciones de la historia que nos mantienen separados. Son 50 años —desde 1970 hasta hoy— que no nos ofrecen un terreno común, una comunidad de experiencias compartidas, de figuras valoradas por todos, de sentimientos de unión en torno a episodios con los que nos identificamos como nación. Somos una nación sin una memoria reconciliada. Peor aún, cada parte en esta división otorga a su propia interpretación del pasado un sentido ético especial, una suerte de superioridad moral: salvación de la patria versus destrucción de la democracia; violación de sagrados derechos versus recuperación de valores patrióticos. Unos son cómplices pasivos, los otros activos agentes del descalabro. Estas versiones opuestas se han traspasado entre generaciones y, al menor estímulo, vuelven a surgir a la superficie y capturan los discursos y la imaginación.
Comunidad fracturada, enseguida, por la percepción de unas desigualdades que, al menos en la comunicación pública, aparecen insuperables. En el imaginario de la sociedad las desigualdades de clases, estamentos y estatus se han expandido al punto de abarcar todas las relaciones y situaciones, todos los espacios y actividades. Es inútil insistir que la desigual distribución del ingreso ha mejorado incluso, así como han disminuido las circunstancias más abyectas de exclusión y miseria. Pues la cuestión que nos aqueja es una nueva conciencia sobre la desigualdad, cuyas métricas no son el coeficiente de Gini o el de Palma sino las innumerables vivencias de frustración, abuso, asimetrías de poder y disparidades materiales y simbólicas, conciencia que ahora se alimentade mayores expectativas y de una fina sensibilidad hacia las fracturas de nuestra comunidad imaginada enfrentada entre los de arriba y los de abajo.
En tercer lugar, se ha ido abriendo paso en esa comunidad imaginada la poderosa metáfora de elites contra pueblo, como el principio organizador de la nación. En directa relación con la percepción de desigualdades extremas e insuperables, crece la representación de la sociedad como un edificio de dos pisos.
En el piso superior se hallarían cobijados unos grupos que controlan todos los recursos de poder: económico, político, social, de género, educativo, intelectual, mediático, discursivo, de salud, mercado, financiero y de inserción global; por ende una minoría homogénea —un establishment— reunido en su vasto imperio de medios y posibilidades.
En el piso inferior, en tanto, se hallaría congregada masivamente una población que acumula las carencias, explotaciones, vulnerabilidades, exclusiones, daños, marginaciones y desposesiones de la sociedad; por tanto, una mayoría homogeneizada también por su creciente percepción y emoción de constituir la gran mayoría (frente al 0,1% o al 1% o, en el mejor de los casos, al decil superior), mayoría que estaría —ahora sí— en condiciones de provocar un quiebre con el establishment y correrlo de su injustificado dominio.
Allí late, en ciernes, la comunidad imaginada por el populismo de izquierda. Como señala un comentarista de esa ideología: “Es entonces cuando se desata una lógica social en donde distintos grupos, con distintas demandas y distintas ideologías, se igualan en la vivencia de sus repetidos reveses frente al poder. Una cadena de similitudes congrega lo disperso y moldea un sujeto popular. Es en ese momento cuando puede hablarse de una ruptura populista. […] El pueblo contra las elites, los de abajo contra el sistema, la nación contra los poderosos. La extendida experiencia de la frustración permite traspasar las diferencias del vecindario, la ocupación y la ideología” (J. Silva-Herzog M., 2006).
Una cuarta dimensión de nuestra comunidad imaginada como nación este 18 de septiembre es aquella que, en términos etáreos, es percibida también como afectada por un profundo clivaje generacional. Los jóvenes, las nuevas generaciones, nacidas a partir de 1990, se han convertido en un objeto de máximo interés para la política, la academia, los educadores, encuestadores, publicistas y operadores del marketing. Su peso en el imaginario de una comunidad es decisivo, pues son el puente —se supone— entre presente y futuro. Serán los conductores de Chile hasta entrada la segunda mitad del presente siglo y de ellos dependerá el destino de la patria, como solía decirse antes.
La mayoría de estos jóvenes nunca llegó a ser parte de la comunidad imaginada del “éxito chileno” sino, más bien, se vio reflejada en su vanguardia más crítica —los pingüinos de 2006 y las sucesivas olas del movimiento estudiantil secundario y terciario— que ha encabezado el disgusto frente al actual estado de cosas. Ellos son el vector demográfico más importante del imaginario en curso, articulado en torno al eje de la comunidad dividida. Su sensibilidad democrático-representativa parece ser escasa; su participación formal en votaciones, incluso dentro de sus propias federaciones y centros, suele ser reducida; su desconfianza hacia las instituciones y los partidos políticos es aguda; su preferencia por expresarse colectivamente en las calles es notoria. Incluso su relativa tolerancia respecto de la violencia ejercida contra “el sistema”, parece ser un rasgo propio de esa nueva cultura generacional. Súmase a eso el hecho de que se trata de la generación más escolarizada de la historia patria, con un número creciente de sus miembros educados en el nivel de la enseñanza superior y, al mismo tiempo, la generación más interconectada a través de las redes sociales, base de un tipo distinto de sociabilidad. “Sopla hoy la tormenta digital a través del mundo como red” (Byung-Chul Han, En el Enjambre, 2014).
Por fin, una quinta dimensión de separaciones constitutiva de la nueva comunidad imaginada es la contraposición, dentro del territorio nacional, entre centro y periferia, capital y regiones, ciudades y campo. Estas brechas espaciales crean una geografía adicional de tensiones en nuestra comunidad que, en tiempos pasados, solía pensar su propia existencia —el carácter nacional— como íntimamente ligado a la naturaleza.
De hecho, en la elaboración de la identidad nacional, tema limítrofe con el que abordamos aquí, suele observarse una convergencia entre naturaleza, poesía y alma nacional, otro término usado para nombrar la comunidad imaginada. Pero ahora, en vez de estar en armonía naturaleza y sociedad, se percibe una agresión de ésta sobre aquella. Y, en vez de existir un orden político territorial bajo la égida de un Estado unitario, lo que se percibe es un centralismo oprobioso, una centralización económico-administrativa asfixiante y una malla de poder que, desde el establishment santiaguino, construye un país vertical, concentrado y autoritario de espaldas a la diversidad que caracterizaría a nuestra comunidad. Por fin ahora, a propósito del proceso constituyente, la comunidad estaría pronta a reconocer y proclamar su riqueza multiétnica y multicultural y su infinita variedad de economías locales.
IV
Como alguien ha dicho en la huella de Benedict Anderson, las comunidades no deben distinguirse por su falsedad o legitimidad, sino por el estilo con el que son imaginadas. La tesis expuesta aquí es que el próximo 18 de septiembre, la patria intuida, imaginada —o sea, esta comunidad-país que somos en cuanto artefacto cultural, como relato e invento— se halla estructurada simbólicamente por un conjunto de divisiones entre: (i) memorias históricas de medio siglo fuertemente divergentes; (ii) percepciones de clases, riqueza, cultura y oportunidades de vida separadas por desigualdades enclavadas en la base de la sociedad; (iii) polos de poder constituidos sobre intereses irreconciliables de elites amalgamadas en un establishment plutocrático versus un pueblo que fusiona todos los agravios y demandas dirigidas contra el polo elitario; (iv) generaciones enfrentadas a tal punto que se escuchan las palabras del balance patriótico de Vicente Huidobro: “que los viejos se vayan a sus casas, no quieran que un día los jóvenes los echen al cementerio”; (v) una territorialidad escindida entre un centro acaparador que ahoga y mutila el desarrollo de las regiones y la diversidad local.
No se trata de evaluar si las imágenes bajo las cuales se invoca ahora a la comunidad corresponden o no a un análisis científico de la realidad, sino si acaso ellas responden a la comunidad imaginada que emerge a nuestro alrededor. Las naciones se construyen a sí mismas en esas imágenes y relatos, en torno a un núcleo de visiones y creencias y valores emocionalmente investidos, unas orientaciones cognitivas y unos patrones culturales respecto del momento que vive la sociedad.
En Chile se agotó un ciclo de comunidad imaginada que duró varias décadas a partir de 1990, construido sobre la expectativa de una pacificación de la vida, una recuperación de la democracia, un crecimiento económico con equidad y una modernización liberal de la sociedad y la cultura. La ideología de esa visión imaginada se difundió a lo largo y ancho del país y acompañó a un régimen de satisfacciones que, por un momento de la historia, pareció aproximarnos al umbral (¡qué ingenuidad!) del desarrollo.
Hoy ese ciclo es una parte del pasado que, por los movimientos propios de la sociedad en su desenvolvimiento y por la pérdida creciente de legitimidad del camino avanzado, quedó definitivamente atrás. Se convierte ahora en un terreno de disputas del que progresivamente se hará cargo el análisis histórico. En su reemplazo emerge un nuevo imaginario que, por el momento, da cuenta de las divisiones en la sociedad y en la percepción de sus miembros.
Es probable que el proceso constituyente sirva de cauce para expresar esta división y llevarla a la mesa de los acuerdos, con la tenue posibilidad de acercar posiciones, encontrar terrenos comunes e inaugurar un nuevo ciclo de nuestra comunidad imaginada. Mi propio análisis no me hace abrigar grandes esperanzas en esa dirección. Las divisiones imaginadas, verdaderas fracturas y brechas, son demasiado numerosas y profundas como para que una convención pudiera superarlas, reunificando culturalmente a la comunidad.
Más bien, cabría esperar que el ejercicio constitucional permita salir adelante con una institucionalidad y unas reglas que hagan posible —durante los años venideros, a las nuevas generaciones— continuar buscando soluciones parciales a los conflictos y evitar quiebres irreparables.
Insatisfactoria como es tal solución, al menos evitaría desembocar en una comunidad malograda.
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