Ambivalencia y ambigüedad
“¿Por qué tal intolerancia y repudio frente a la ambigüedad?”.
Ambivalencia y ambigüedad son términos raramente utilizados por los análisis de nuestra sociedad afectada por la pandemia, la parálisis económica y la frustración social. Y, cuando se hacen presentes, casi siempre connotan un rasgo o un comportamiento negativo. Sorprende, pues el orden de las sociedades modernas es, en su esencia, ambivalente: libera y reprime, protege y explota, iguala y diferencia, crea y destruye, genera expectativas y las frustra.
La ambivalencia alcanza máxima expresión cuando el cambio se acelera. Pues, como dice Marshal Berman, una transformación vertiginosa “amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos”.
Lo mismo sucede cuando el orden normal colapsa y quedamos instalados en medio de la incertidumbre, los riesgos, la enfermedad y el desempleo. Y, sin embargo, la vida continúa. Entonces, la ambivalencia da paso a la ambigüedad.
Esta última representa un rico registro de ambivalencias, como ocurre con el lenguaje cuando puede entenderse de varios modos y admite distintas interpretaciones, dando motivo a dudas, incertidumbre o confusión. O bien se dice de las personas que, con sus palabras o comportamiento, velan o no definen claramente sus actitudes u opiniones. En fin, ambigüedad significa incierto, dudoso, inseguro, eventual.
Mas, ¿no es así como vivimos los días de la peste? ¿Por qué, entonces, existe tal intolerancia y repudio frente a la ambigüedad de dichos, percepciones y sentimientos?
El ministro habla de una “leve, incipiente, mejoría”, con toda la ambigüedad del caso, como debe ser. De inmediato se levanta un coro de desambiguación acusándolo de crear falsas esperanzas. ¿Es mentira, acaso, que cada mañana experimentamos precisamente esa ambivalencia entre la espera de que el virus amaine y el temor de que su amenaza persista para siempre?
O bien, si alguien situado en la oposición (como es mi caso), muestra ambivalencia respecto de los efectos de la conducción del Gobierno —ni tan negativa como querrían mis compañeros, ni tan benéfica como imaginan quienes acostumbran a aplaudir— de inmediato es condenado por la corriente de la desambiguación para la cual tal reconocimiento es, al fondo, impertinente.
O sea, justo ahora, cuando más necesitamos entender y aceptar ambivalencias y ambigüedades, más nos encerramos en concepciones y actitudes monolíticas, deterministas, inconmovibles. Proliferan la aspiración por lenguajes transparentes, sin ambigüedades ni equívocos; el fetichismo de los números, la estadística y los rankings; y el dogmatismo del juicio político. Esto vuelve más difícil convivir y acordar estrategias de salida.
Al contrario, necesitamos mayor comprensión de la ambivalencia y más aceptación de la ambigüedad para resolver problemas críticos, conjugando las múltiples perspectivas que existen en la sociedad. La arremetida de la pandemia, el colapso de la economía y la angustia existencial aumentan ese imperativo.
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