¿Estamos preparados para lo que viene?
“El futuro trato de la educación superior por parte del Estado y la proyección de las instituciones en un contexto de fuerte politizació, como viviremos al menos hasta 2025, es algo mucho más complicado de abordar que cómo aplicar la PSU o cómo aliviar el endeudamiento de los estudiantes que tomaron créditos para financiar sus estudios”.
En medio de la crisis de gobernabilidad que vive nuestro país, casi no ha habido oportunidad de discutir sobre el futuro de la educación superior. Hemos estado preocupados nada más que por dos asuntos: uno, cómo aplicar la PSU bajo la presión de una activa minoría que decidió impedir por la fuerza que sus pares rindieran la prueba y, el otro, cómo aliviar el endeudamiento de los estudiantes que tomaron créditos para financiar sus estudios.
Son asuntos importantes sin duda. Pero ambos ya se encuentran encauzados. La PSU, tal como la conocemos, dejará de funcionar a partir del próximo año y tendremos un nuevo régimen de admisión administrado por el Mineduc. De manera que la protesta era inconducente en este caso; solo consiguió contribuir al desorden de la calle. En cuanto al endeudamiento estudiantil, hay dos iniciativas en curso. La primera busca evitar que se informe públicamente el nombre de los deudores. La segunda ofrece la posibilidad de condonar intereses y multas, al tiempo que se establece un pago contingente al ingreso para los nuevos deudores. Sobre todo este último dispositivo representa una solución de largo plazo y debería concitar amplio apoyo. Es una vergüenza que gobierno y oposición no hayan logrado aprobar la respectiva ley que duerme en el Senado, enredada en una tupida malla de cálculos ideológico-partidistas.
En tanto, el futuro trato de la educación superior por parte del Estado y la proyección de las instituciones en un contexto de fuerte politización como viviremos al menos hasta 2025 es algo mucho más complicado de abordar. En efecto, el gobierno tiene por delante tres definiciones que hacer.
Primero, si continuará aumentando el gasto público en la educación superior y reduciendo la contribución de las familias, como viene sucediendo desde 2014. La tendencia entre los países de la OCDE es precisamente la contraria; dos tercios de los países han venido aumentando más rápido el financiamiento privado que el público. Tampoco es claro cómo el gobierno espera apoyar el incremento de la actividad científico-técnica y la innovación; ambas suponen fortalecer redes y medios. No basta con haber creado un ministerio para este propósito. Ahora hay que darle recursos. De lo contrario será solo el cambio de una burocracia por otra.
Segundo, debe resolver si robustecerá la autonomía de las instituciones o mantendrá la presión sobre ellas fijando el valor de sus aranceles, cuotas anuales de crecimiento de sus vacantes e incremento de la población estudiantil acogida a la gratuidad. Hasta aquí estas medidas han perjudicado a las instituciones, detenido su dinamismo y obligado a expandir sus funciones gerenciales para aumentar su eficiencia.
Tercero, deberá determinar qué equilibrio desea establecer entre un nuevo régimen de admisión —que algunos pretenden sea de libre acceso universal— y la garantía de calidad de la enseñanza ofrecida. ¿Se terminará con la selección académica, como antes se hizo en el nivel secundario, en favor de un acceso irrestricto, regulado por un algoritmo que no considere mérito ni habilidades? ¿O se conservará la selectividad académica dotándola de mecanismos compensatorios proequidad?
Las instituciones, a su vez, están puestas ante varias alternativas de alto impacto.
Por lo pronto, en la coyuntura, ¿se dejarán llevar —sus autoridades, académicos y estudiantes— por la tentación de la calle y el deseo de confundirse con el fervor de la protesta, transformándose en instituciones militantes, un actor más del movimiento social? ¿O se volcarán sobre sí mismas, enclaustrándose en un espléndido aislamiento —su soledad y libertad— al tiempo que se empeñan en una excelencia académica y el cultivo de valores elitistas? ¿O bien asumirán su papel como observadoras comprometidas desde su propia racionalidad reflexiva y deliberativa y procurarán, desde ahí, contribuir a comprender la situación y a encontrar salidas de la crisis?
Pero hay más. Aun si las universidades lograsen mantener su centro de gravedad y racionalidad propia, ¿acaso no están forzadas a repensar sus modelos formativos?
¿No hay que aceptar, a esta altura, que al menos una parte significativa del personal profesional y técnico que se gradúa en las aulas de la educación superior—en total, cerca de 250 mil personas anualmente— alimenta aquel filón de la sociedad que exhibe una fuerte propensión antiintelectual, desconoce el valor de la racionalidad y de la deliberación, tolera la violencia y se muestra claramente alienado respecto de la cultura democrática, su sentido histórico, valores y exigencias?
¿No resulta cada vez más claro que la formación modelada según las expectativas y realidades del siglo XX se vuelve aceleradamente obsoleta e irrelevante respecto de las necesidades espirituales y técnicas del siglo XXI? No se trata solo de una incongruencia en el plano tecnológico y de la empleabilidad sino, además, y más serio, de una incongruencia cognitiva, ética y de orientación hacia el futuro.
De golpe, todos aquellos discursos que hemos escuchado cien veces—sobre un cambio epocal, el nacimiento de una nueva civilización, una cultura posmoderna y una cuarta revolución industrial—parecen finalmente haber llegado aquí, a nuestro confín del mundo, solo que manifestados en múltiples crisis convergentes: de gobernabilidad, de integración social, de la democracia representativa, de la transmisión intergeneracional de valores, de devastación ecológica, del modelo de desarrollo capitalista, del orden mundial surgido después de la Segunda Guerra Mundial.
Lo que no se escucha, en cambio, es cómo será necesario formar—en la educación superior—a las personas para sobrellevar el peso de esas múltiples crisis y conducir a nuestra sociedad más allá de ellas, hacia el próximo siglo.
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