El año de la anomia
“Sin instituciones —la Plaza Baquedano como imagen de la vida común— las personas se desorientan. Lo que daban por supuesto de pronto no existe o se altera, y como nadie puede vivir en el mar de la incertidumbre se disponen a aferrarse a lo primero que se ofrece para evitar lo desconocido. Es el gran peligro de lo que ha ocurrido este año“.
Este que se acaba fue el año de la anomia, el año en que las instituciones se retiraron, el año en que la Plaza Baquedano fue el símbolo de una vida pública sin instituciones.
Una de las características más propias de la condición humana la constituye el hecho de que la forma en que los seres humanos conviven o colaboran, las formas en que se manifiesta la autoridad, e incluso las formas en que se relacionan con lo sobrenatural coagulan en estructuras —las instituciones— que adquieren cierta autonomía propia. Las instituciones así configuradas no tienen por función solo regular externamente la conducta, sino que donde ellas existen, y funcionan, la conducta resulta también configurada, por decirlo así, desde dentro. Las formas de experimentar el mundo, los valores que se persiguen, las emociones y las acciones voluntarias son también moldeadas por instituciones. Los seres humanos comercian, trabajan, mandan u obedecen, rezan y establecen relaciones afectivas, aunque suene sorprendente, al interior de una institución: el mercado, la familia, el sistema político, la iglesia.
En una palabra, los hombres y las mujeres viven orientados por instituciones.
Las instituciones no son exactamente lo mismo que el orden. Mientras el orden es una específica disposición de elementos o recursos, las instituciones son modelos conductuales que contienen la subjetividad.
A pesar de las apariencias, las instituciones no restringen la libertad, sino que la hacen posible. Sin ellas los individuos vivirían sin ninguna capacidad de prever la conducta ajena y debieran dedicar buena parte de sus horas a inventar la propia. Allí donde hay instituciones, en cambio, las personas viven en un mundo previsible, un mundo donde cada uno sabe a qué atenerse. Y de esa forma el tiempo y el esfuerzo que ocuparían en vigilar la conducta ajena e inventar a cada paso la propia pueden dedicarlo, gracias a las instituciones, a tareas creativas, a la vida interior, a la afectividad, al trabajo innovador. Las instituciones —es cosa de leer a Ortega, a Millas— hacen del mundo un lugar seguro y previsible.
Ellas son la diferencia que media entre la selva y la ciudad.
Por eso allí donde no hay instituciones, allí donde una catástrofe o una revuelta las socava, o la incompetencia o el temor permiten que se deterioren, donde en una palabra ocurre lo que ha estado ocurriendo en Chile, surgen dos efectos inmediatos.
El primero que se produce es la inseguridad: las personas se desorientan porque lo que daban por supuesto de pronto no existe o se altera, y, como nadie puede vivir en el mar de la incertidumbre, se disponen a aferrarse a lo primero que se ofrece para evitar lo desconocido. El segundo es aún más grave. Despojados de instituciones los sujetos abrazan lo único que les queda que es su yo, su subjetividad interior que entonces pasa a transformarse en la única fuente de orientación y de certeza. Cada uno entonces erige lo que siente en principio de validez general, sin reflexión alguna.
Esa es la explicación de por qué cuando las instituciones se debilitan brotan el fanatismo y la violencia, la certeza indudable en la propia subjetividad. Y es que sin instituciones el individuo no encuentra nada a qué aferrarse salvo a él mismo, a sus sensaciones, a sus sentimientos espontáneos. Lo que un observador consideraría incorrecto (una funa, una agresión, un escupitajo) el individuo sin instituciones lo ve como algo justo, correcto, justiciero. La reflexión tranquila es reemplazada por la simple verificación de si lo que el otro dijo coincide o no con la subjetividad propia, en cuyo caso merece el aplauso; si no, el repudio.
No hay maldad en todo eso, hay anomia: sujetos a la intemperie entregados solo a sí mismos, sin instituciones.
Eso es lo que desde hace algún tiempo (que va mucho más atrás que el 18 de octubre) ha estado pasando en Chile. Las instituciones se han debilitado (a veces por culpa de sí mismas) y la mera subjetividad, disfrazada de libertad y de albedrío, se ha expandido. Sin instituciones y a fin de evitar la incertidumbre del diálogo (el diálogo también requiere instituciones) las personas adhieren o rechazan, encomian o insultan, funan o aplauden al compás de lo que espontáneamente sienten. Este es el fenómeno, por llamarlo así antropológico, de lo que ha venido ocurriendo en Chile este año. Esto es lo que explica que la funa y el insulto tengan de víctimas a Boric y a Plá; a Insulza y Van Rysselberghe; a Sánchez y Auth.
No hay razones. Son la subjetividad y la emoción erigidas en única fuente de valor.
¿Surgirá algo mejor después de esta retirada de las instituciones; después de este año anómico?
Algo es seguro.
Sin recuperar el valor de las instituciones, ningún arreglo, mejor o peor, será posible. La existencia de instituciones es el bien más básico de la vida social, al extremo de que casi se confunde con ella; se trata de un primer piso para que sobre él se asiente más tarde la justicia. Pero creer que esta última será posible haciendo de la subjetividad la última palabra es una simple tontería, un absurdo que ha probado serlo en la historia humana una y mil veces.
Y solo es de esperar que el año 2020 en Chile no se dé la oportunidad para que esa vieja verdad —que sin instituciones ni la libertad, ni la justicia son posibles— se pruebe de nuevo.
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