Representaciones imaginativas de una educación del futuro
“Cómo la educación enfrentará los tiempos que vienen es una preocupación que ocupa al mundo político y cultural, el que busca respuestas. Por ahora, esta se mueve entre dudas e incertidumbres”.
La pregunta sobre cómo la educación debe encarar el futuro se sitúa al centro de la agenda político-cultural contemporánea. Organismos internacionales, empresas de vanguardia de la revolución industrial en curso, universidades del circuito superior de prestigio mundial, academias de ciencias, think tanks y oficinas consultoras de renombre, gobiernos y medios de comunicación declaran todos esta preocupación y buscan respuestas.
¿Qué tipo de formación requieren las personas nacidas en el presente siglo? ¿Subsistirán colegios y universidades que son organizaciones ancladas en el pasado? ¿Estamos en condiciones de trabajar con máquinas que pronto aprenderán con mayor rapidez que nosotros y se desempeñarán más eficientemente en múltiples ámbitos de la vida social? ¿Habrá suficiente trabajo mañana para el cual prepararse hoy? ¿Qué empleos ofrecerá la economía digital?
Por ahora la educación se mueve entre dudas e incertidumbres. ¿Puede afirmarse hoy, con la misma seguridad que W. Jaeger, autor de la Paideia, que “Sócrates es el fenómeno pedagógico más formidable en la historia del Occidente”? Cuando no sabemos siquiera si acaso Occidente podrá subsistir a las feroces fuerzas del capitalismo nacidas en Venecia, Amberes, Génova, Amsterdam, Londres y Nueva York y que ahora se extienden al Asia y África, creando una economía mundial?
De hecho, ¿cómo pensar la educación —un puente tendido hacia el futuro— si el mundo a su alrededor se experimenta desde ya como un fin de casi todas las obras humanas: iglesias, Estados-naciones, el progreso lineal de los modernos, el aura de los expertos, la figura del padre, la cultura escrita, el arte, las humanidades y la tradicional noción de las jerarquías? “¡Ah, sacudid la jerarquía, que es la escala de los altos cometidos, y enfermará toda empresa!”, dice Ulises en una de Shakespeare. Una vez destronados los rangos y las jerarquías sociales, ¿podrán sobrevivir en la culturas de masa y las redes sociales?
En suma, si todo lo sólido parece desvanecerse en el aire como anticipó Marx, ¿qué enseñanza ofrecer, qué aprendizajes preservar?
En este cuadro, no sorprende que los debates pedagógicos esquiven los desafíos del presente lanzándose a imaginar utopías o a advertir distopías.
Aquellas apuntan a la excelencia que el mundo alcanzará una vez que la educación de calidad se extienda hasta crear un lugar perfecto de igualdad, dominio tecnológico, crecimiento continuo y plena integración de los humanos entre sí y con la naturaleza.
Las distopías, en cambio, movilizan temores de una tierra baldía —el waste land de TS Eliot— donde las tecnologías se hacen cargo de un mundo póstumo, completamente programado, asfixiante, en el cual resuenan sin parar las palabras del propio poeta preguntándose: “¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento? ¿Y dónde está el conocimiento que hemos perdido con la información?”.
Estas dos ramas de la imaginación educativa —la utópica y la distópica—estaban unidas al inicio de esta historia en el “Estado ideal” que Platón imagina en su República. Recuérdese, ante todo, que ese Estado es un grandioso dispositivo educacional, el cual —al decir de W. Jaeger— no ofrece ninguna garantía, más que una buena educación, contra los abusos de su ilimitado poder; solo aquella aseguraría que los regentes del Estado “no degenerarán de perros guardianes en lobos que devoren el rebaño que deben guardar”. Y agrega: se puede criticar a Platón todo lo que se quiera y acusarle de imprimir “un carácter absolutista a la educación: lo que no admite duda es que, para él, el verdadero problema es el de la paideia […]. Su regente es el producto supremo de la educación, y la misión que se le asigna es la de ser el educador supremo de toda la ciudad”.
En la parte utópica de su propuesta, entonces, Platón propone moldear el alma humana a través del proceso educativo encargado a un Estado docente ideal, conducido —como acusan algunos críticos— por una suerte de teocracia oriental. El lado distópico de esta misma idea la encarna Stalin cuando define a los escritores soviéticos —bajo control del partido— como “ingenieros del alma”, frase que bien pudo encabezar al mayor Estado del siglo 20 con su pedagogía total.
En efecto, el ambiguo doble carácter utópico-distópico del pensamiento educativo nace del antiguo anhelo de convertir a la educación en una palanca de control del mundo; soft power en su máxima manifestación.
Así, si los signos de los tiempos se leen utópicamente, el futuro viene iluminado por las promesas de la educación: desarrollo de las naciones, movilidad social, autonomía personal, innovación permanente, gobierno racional, igualdad entre las clases, etnias y géneros, emancipación del alma de cualquier atadura que lastre su vuelo hacia el cielo platónico.
Por el contrario, la lectura distópica de esos mismos signos augura el reinado de los reyes-filósofos, máquinas insaciables de poder, creadores de paraísos terrenales, déspotas ilustrados, constructores de teoremas y pirámides, de inteligencia artificial y Estados ideales, maestros moldeadores del alma colectiva y de individuos regimentados.
Al medio de ambas posturas queda la educación a escala humana, tarea siempre inconclusa, institución —como todas— atrapada por sus propias fallas y debilidades, imperfecta, pero que, en su propia esfera, mantiene una modesta promesa incremental: la de poder enseñarnos a llevar vidas examinadas y entregar a las sociedades, si desean aprovecharlo, un canal de aprendizajes para no acabar en la tierra baldía. En ningún caso tiene la educación respuestas completas sobre el futuro, ni siquiera el formidable Sócrates. Tampoco promete aquello que hoy ofrecen los ingenieros platónicos: redimir tecnológicamente el alma de la humanidad.
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