Columna publicada en el Blog de PROhumana, 14 septiembre 2010.
RSE y educación: puntos de encuentro
Por Fundacion PROhumana | 14 Septiembre, 2010 |
Columna de José Joaquín Brunner, Director Centro de Políticas Comparadas de Educación, Universidad Diego Portales, y miembro del Consejo Consultivo de PROhumana.
Sin duda, Chile ha progresado fuertemente en materia educacional durante los últimos veinte años. Según muestra el “Panorama de la Educación: Indicadores OCDE – 2010”, dado a conocer en el mes de nuestro Bicentenario, en varios de estos indicadores estamos más próximos al promedio de los países desarrollados que a las cifras de los países en desarrollo con un similar ingreso por persona.
Por ejemplo, en nuestra fuerza de trabajo un 68% posee educación secundaria completa o educación terciaria (o superior), cifra que en el promedio de los países de la OCDE alcanza a 72%. En el grupo de edad de 25 a 34 años, uno de cada tres chilenos ha cursado estudios terciarios (técnicos o profesionales), comparado con 35% en los países de la OCDE. Todo esto a pesar de que en Chile el gasto por alumno de primaria a terciaria—expresado en dólares de igual valor adquisitivo—es apenas un 38% del gasto promedio de los países desarrollados.
Es cierto que la calidad de la educación impartida en Chile es inferior, como consecuencia del menor gasto por alumno; del hecho que la mayoría de los hogares tienen todavía un bajo capital escolar y cultural; del relativo atraso con que Chile universalizó su educación primaria y secundaria y comenzó a masificar su educación terciaria y, en general, de las debilidades e insuficiencias de nuestro sistema escolar.
Pero, aún así, la calidad de la educación chilena no está a una distancia insuperable respecto de algunos países desarrollados, como Grecia, Italia, España o Portugal. Efectivamente, en una prueba internacional de comprensión lectora (PISA 2006), nuestro país tiene un 36% de sus alumnos de 15 años que no logra dominar las competencias mínimas esperable a esta edad. Es una cifra preocupante, ¡qué duda cabe! ¿Significa esto que estamos a años luz de los países del sur de Europa, todos ellos miembros de la OCDE y clasificados como de alto ingreso según las categorías que emplea el Banco Mundial? La verdad es que no. Si bien estos países nos aventajan en la medición PISA, igual ellos poseen un grupo relativamente amplio de sus alumnos que no logran un desempeño mínimamente satisfactorio: 25% en Portugal y 26% en Grecia, Italia y España.
Estamos pues a una cierta distancia, pero menor de la que se podría esperar dada las diferencias de ingreso per capita y los niveles comparados de desarrollo. No es una brecha insalvable: alrededor de 10 puntos porcentuales, los que podrían reducirse perfectamente en un período de 10 a 15 años. Distinta es la situación si nos comparamos—como solemos hacerlo, pues la imaginación no tiene límites—con países como Finlandia o Corea, con los cuales nos separan alrededor de 30 puntos porcentuales en esta medición y a, los sur-europeos, alrededor de 20 puntos. Unos y otros estamos pues lejos todavía de los líderes, pero no tan lejos entre nosotros como para caer en la desesperación.
Existe plena conciencia en Chile (y el resto del mundo), por otro lado, que la educación es la principal fuente de riqueza de los países en el largo plazo. Pues a medida que ella se extiende y mejora su calidad, impacta positivamente sobre la productividad individual, el rendimiento de las empresas, la competitividad de las economías y el desarrollo de las naciones. En breve, la educación es el puente por el cual podemos transitar hacia el futuro.
Pero no sólo eso. Al mismo tiempo, la educación puede llegar a ser la principal fuente de equidad, cohesión y movilidad social. A medida que se amplía el acceso a una educación de similar calidad para todos—como ocurrió en su momento en Finlandia y Corea—las sociedades pueden dejar atrás la pobreza, disminuir la desigualdad en la distribución del ingreso, promover la movilidad social y proporcionar oportunidades de una vida superior al conjunto de la población.
Expandir y mejorar la educación en los niveles temprano, preescolar, básico, medio y superior, y luego a lo largo de la vida de las personas, es una responsabilidad primordial de los gobiernos y estados.
Pero esta responsabilidad le corresponde también, y cada vez de una manera más explícita, a la sociedad civil y, dentro de ella, en primero lugar, a las empresas, que son el principal motor de la economía y el beneficiario más directo de su crecimiento a través de una eficiente provisión de bienes y servicios.
De allí también que en los países de la OCDE, la RSE haya adoptado—desde el comienzo—un fuerte compromiso con la educación en todo sus niveles y modalidades. Esto se refleja de una manera paradigmática en la labor desarrollada por empresas y familias de los Estados Unidos cuyo nombre llegó a identificarse con la educación alrededor del mundo (Ford, Rockefeller), igual como ocurre en el presente dentro de una tradición que se renueva continuamente (Gates, Buffet).
Son muchas y variadas las formas en que las empresas pueden contribuir, a través de sus acciones de responsabilidad corporativa, con el mejoramiento cuantitativo y cualitativo de la educación: en relación con la infraestructura y el equipamiento de los colegios, el apoyo a la gestión de sus directivos, la formación de los docentes, la capacitación de adultos, el sostenimiento de jardines infantiles, la experimentación pedagógica, la administración educacional a nivel comunal, experiencias duales de formación (escuela/empresa), el fomento de la empleabilidad y otras. Todo esto sin mencionar lo más directo y obvio, pero que suele olvidarse, que es el cuidado, la instrucción y educación de los propios trabajadores, su trato digno y la promoción de sus derechos y organización.
De hecho, hay múltiples ejemplos de empresas, familias y personas vinculadas a los centros más dinámicos de nuestra economía que ilustran cuánto ha avanzado en Chile la concepción y práctica de la RSE en el campo de la educación. De actuaciones esporádicas y aisladas, frecuentemente orientadas a obtener un legítimo retorno de marca y reputación, se ha pasado a actividades cada vez más permanentes y coordinadas, de compleja organización y gestión y con una alta demanda de recursos materiales y humanos. Estas últimas se mueven bajo la inspiración de la responsabilidad social corporativa y, junto con producir una ganancia simbólica para las empresas, contribuyen a generar un bien público de alto valor para la sociedad.
Se trata ahora precisamente de progresar y profundizar en esta dirección, como están haciendo las empresas en el Reino Unido, Australia y Canadá o, en América Latina, en Colombia y algunos estados de México. Es decir, impulsar iniciativas de una envergadura cada vez mayor que tengan la posibilidad de impactar la educación—su equidad y calidad—en una comuna, provincia e incluso una región, a través de una combinación de actividades e instrumentos bien concebidos, planificados, ejecutados y evaluadas con vistas a su corrección, perfeccionamiento y diseminación.
Con este tipo de iniciativas se beneficia a los niños y jóvenes en primer lugar pero, además, a sus familias y, a través de ellas, a comunidades locales de alcance comunal, regional o mayor. Adicionalmente, se crean modelos, se ensayan experiencias piloto y se acumulan ejemplos de buenas prácticas que luego pueden servir para difundir las innovaciones exitosas y para diseñar políticas educacionales a nivel nacional.
Todo esto beneficia también a las propias empresas participantes que encuentran disponible un capital humano progresivamente más competente y sofisticado por un lado y, por el otro, transmiten a la sociedad una nueva identidad o cultura corporativa basada en los valores del compromiso y la responsabilidad sociales.
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