Educación: ¿Detenida a medio camino?
Ante una herencia de iniciativas inacabadas, varias diseñadas pobremente, algunas francamente contradictorias y otras mal implementadas, hoy nos encontramos semiparalizados, en una extensa meseta, sin perspectivas de poder ascender a un nuevo nivel de calidad ni de superar los graves rezagos del sistema educacional.
José Joaquín Brunner, 27 de mayo de 2018
Imperceptiblemente primero, luego con creciente claridad, se ha ido creando un clima de escepticismo en el ámbito de nuestra educación. Después de una etapa de intensos debates durante la administración de la Presidenta Bachelet, donde se propusieron cambios estructurales, un nuevo paradigma de políticas y medidas legislativas que, se dijo, transformarían de raíz la educación chilena, nos encontramos ahora frente a una dura realidad.
Por un lado, estamos ante un legado de iniciativas inacabadas, varias de ellas pobremente diseñadas, otras mal implementadas y algunas francamente contradictorias. Piénsese nada más que en tres ejemplos.
Primero, una gratuidad para la educación superior que, a poco de adoptarse, el propio gobierno descubrió era inviable desde el punto de vista financiero. Y que, además, favorecía progresivamente a los estudiantes más ricos. Por último, apenas echada a andar, se confirmó que desequilibraba al sistema universitario y dañaba a algunas instituciones en sus procesos de crecimiento y consolidación.
En seguida, la reorganización de la enseñanza municipal. Es una tarea de gran envergadura, sumamente compleja, que se completaría hacia el año 2030. Recién se ha puesto en marcha en medio de legítimas dudas, resistencias de diverso tipo y sin seguridad alguna de que mejorará la equidad y calidad de este sector. Por el contrario, la desmunicipalización envuelve serios riesgos de centralización, duplicación de jerarquías y dependencias, falta de autonomía de las escuelas y liceos y excesiva burocratización a nivel nacional, regional y local. Asimismo, representa cambios importantes en la administración del personal docente, técnico y auxiliar, los cuales generan inevitables tensiones e incertidumbre. En medio de todo esto, el gobierno impulsará su propia iniciativa de creación de 300 nuevos liceos de excelencia, lo cual agrega mayor complejidad aún.
Tercer ejemplo, la reestructuración jurídica de la mayoría de los proveedores privados subvencionados, medida cuestionada técnicamente desde su misma concepción y cuya aplicación ha debido corregirse sobre la marcha, subsistiendo preguntas sobre su conveniencia, costos y beneficios. Si bien los plazos se han dilatado, las condiciones para adquirir los terrenos y edificios distan de ser razonables, distrayendo a las comunidades escolares de su objetivo fundamental.
Por otro lado, ha ido imponiéndose la percepción, ratificada por los mezquinos resultados del Simce recién conocidos, que los aprendizajes de nuestros estudiantes no mejoran. Al contrario, el diagnóstico más generalizado (y plausible) sostiene que, durante el período de la anterior administración, la educación se habría estancado, mientras aumentaba la presión de cambios regulatorios improvisados, tanto sobre los proveedores municipales como los privados subvencionados. La detención de los procesos de mejoramiento sería una consecuencia, entonces, del hecho que la calidad no fue el foco de las políticas educacionales.
Algo similar ocurre con la educación superior, donde la discusión dejó fuera, casi por completo, los asuntos de pertinencia de los programas ofrecidos; su calidad, destrezas de los docentes, métodos pedagógicos, soportes tecnológicos, modalidades de evaluación, capacidad de innovación y de respuesta frente a los cambios del mundo del trabajo, el funcionamiento de la sociedad y las orientaciones de la cultura.
En suma, nos encontramos inmóviles, o semiparalizados, en una extensa meseta, sin perspectivas de poder ascender a un nuevo nivel de calidad ni de superar los graves rezagos de nuestro sistema.
Por su parte, los actores principales aparecen confundidos por el escaso realismo y coherencia de sus propias retóricas y propósitos. Las reiteradas proclamaciones sobre el valor estratégico de la educación suenan cada vez más huecas y poco sinceras, al no traducirse en una educación mínimamente idónea para responder a las exigencias de la sociedad contemporánea.
La pérdida de consistencia y el progresivo desdibujamiento del programa maximalista de los últimos cuatro años, cuyos desordenados efectos describimos más arriba, le restan a aquel programa toda proyección épica y su defensa, como legado, aparece cada vez más débil, tanto técnica como políticamente.
El gobierno, en tanto, no parece cifrar grandes esperanzas en su gestión de este ámbito. Transmite la impresión de hallarse achatado por el peso de la herencia recibida y la magnitud de unos desafíos para los cuales no estaba preparado: generar una nueva gobernanza para la educación superior; modernizar el Ministerio de Educación y darle una conducción eficaz, y acompañar el cambio cultural impulsado por las nuevas generaciones.
En efecto, hasta aquí el gobierno no logra transmitir de manera efectiva su propio programa educacional ni cómo concretará sus prioridades: niños primero y foco en la infancia; calidad en la sala de clase y un financiamiento no discriminatorio para la educación superior.
Es hora pues de que el gobierno muestre su carta de navegación y exhiba un plan realista de mejoramiento de la educación de corto, mediano y largo plazo.
“Hasta aquí el gobierno no logra transmitir de manera efectiva su propio programa educacional ni cómo concretará sus prioridades: niños primero y foco en la infancia; calidad en la sala de clase y un financiamiento no discriminatorio para la educación superior”
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