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¿Que tienen en común los dramas del Sename, el Transantiago, el atraso en la construcción de hospitales, las sucesivas leyes de reforma de la educación superior mal diseñadas, el uso desviado de recursos en Carabineros de Chile y la Gendarmería, la débil actuación del Conicyt dese hace varios años, la dificultad crónica para controlar la violencia en el sur y el delito en las calles del centro, la burocratización paralizante en la tramitación de grandes proyectos (e inversiones), la carencia de apoyo técnico institucionalizado en el Parlamento, la deficiente gestión de las comunicaciones gubernamentales o la reiteración impune de actos violentos en La Araucanía?
Solo una cosa: el Estado-gobierno y sus fallas, rezagos, insuficiencias, distorsiones.
Falencias de diseño, procesos de decisión mal llevados, rigidez organizacional, captura de los recursos públicos, fallas de coordinación, excesos de control, mala implementación de medidas, clientelismo, ausencia de personal técnico capacitado, escasa innovación administrativa. Estos déficits se vuelven más patentes aun cuando se los compara con desempeños públicos de excelencia, como el del ministerio de energía bajo Máximo Pacheco, o con modernizaciones bien logradas, como la del SII.
Paradojalmente, sin hacerse cargo de nada de lo anterior, los programas de los candidatos presidenciales y sus equipos multiplican las actuales tareas del Estado, extienden sus funciones en todas las direcciones, aumentan las atribuciones gubernamentales, el alcance de la administración pública, los procedimientos de supervisión y control, los trámites y permisos, el gasto fiscal y las instancias de coordinación aparente.
Es decir, no consideran las fallas estatales y gubernamentales del aparato que actualmente tenemos, sino que, al contrario, lo sobrecargan con nuevos desafíos y responsabilidades que, a todas luces, ni el Estado ni el Gobierno podrán asumir con efectividad.
Hay ahí una evidente contradicción. Peligrosa, además, pues el mal funcionamiento de las organizaciones encargadas de servir a la población, producir bienes públicos o regular los mercados que los proveen y de velar por la justicia social, carcome la confianza en las autoridades y deslegitima a los organismos esenciales de la democracia representativa.
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No hay duda —ni el más recalcitrante neoliberal podría negarlo— que hoy las sociedades capitalistas democráticas requieren un Estado hábil, competente, con sólidas capacidades, sofisticados instrumentos, acumulación de inteligencia e información, eficiente y responsable por sus logros y sus fallas.
En cambio, la experiencia de los últimos cuatros años, pero también de los anteriores gobiernos, muestra que —con independencia de las coaliciones gobernantes, sus orientaciones y liderazgos— la actual organización del Estado chileno es incapaz de responder a la complejidad de los problemas que el país enfrenta y a los desafíos de una gestión de calidad y eficiente.
Más bien, el desempeño estatal parece venir declinando y la mala gestión política comienza a volverse crónica a medida que la agenda de los asuntos públicos se va saturando con los problemas que traen consigo la apertura de la economía, la diferenciación de la sociedad y la liberalización de la cultura.
Estamos frente a una encrucijada: o seguimos sobrecargando al Estado de más y más funciones, responsabilidades y demandas sin modernizarlo —y entonces podemos anticipar su fracaso—, o bien introducimos reformas en serio que permitan modernizar el aparato estatal, al Gobierno y a sus agencias y con eso aumentamos su capacidad de abordar problemas complejos.
¿Qué hacer?
Ante todo, para abordar fallas cada vez más visibles de gobernabilidad, se vuelve imprescindible transformar nuestro tradicional presidencialismo de hombres o mujeres “fuertes”, como entiende el paradigma portaIiano, en un orden más flexible, con un régimen semipresidencial, un Congreso con capacidades técnicas propias que le permitan mejorar el proceso legislativo y la fiscalización política (accountability), y un renovado sistema de partidos en condiciones de forjar nuevas alianzas tras el fin del binominal.
En seguida, una pieza clave de la modernización del Estado debe ser un nuevo impulso a, y profundización de, la alta dirección pública, con el fin de transformarla en un servicio civil profesionalizado, estable y de alta productividad. Donde sea que se mire dentro del aparato estatal, se vuelve evidente esta necesidad. Por ejemplo, hace rato que el Ministerio de Relaciones Exteriores debió haber alcanzado un grado de autonomía profesional que le permita descansar sobre sus propias capacidades profesionales.
Luego, se requiere promover la modernización —con visos de reorganización en ocasiones— de servicios y agencias claves del Estado, apuntando a lograr transformaciones en profundidad. Esto vale, por ejemplo, para los ministerios de Educación y Salud. Ambos están desbordados por regímenes mixtos de provisión cada vez más complejos, tecnificados, con costos y demandas en aumento y servicios que para una mayoría resultan mediocres o injustos.
Algo similar ocurre en áreas esenciales para la economía, como el ministerio del ramo, el ministerio del Trabajo, la Corfo y las agencias involucradas en la innovación y competitividad de las empresas. Una economía de mercado no puede funcionar mejor que el Estado que la crea, regula y supervisa.
También la regionalización y la descentralización del poder, así como el fortalecimiento de las autonomías locales y sus órganos electivos —los municipios— requieren ser tratados con urgencia, pero con la seriedad que requiere el momento. Legislar a última hora sobre materias tan fundamentales para el ordenamiento de la sociedad y la organización de la vida comunitaria sería una grave irresponsabilidad.
Prioritario es fortalecer los municipios, sin cuya activa presencia en la base de la sociedad civil es difícil imaginar una democracia contemporánea que pueda operar con legitimidad y eficacia. La vida de las ciudades y del campo dependen en medida importante de la calidad del trabajo municipal y de sus autoridades. Por esto mismo, resulta paradojal que hoy se discuta qué facultades y servicios retirar de las municipalidades, antes de deliberar sobre cómo asegurar sus funciones básicas, financiarlas bien y dotarlas de mecanismos imprescindibles de transparencia y rendición de cuentas.
En fin, ahora que se ha puesto en marcha la competencia electoral y que los candidatos comienzan a hacer promesas y a proponer soluciones, será necesario no sólo preguntarles cómo pretenden financiar sus iniciativas, sino, además, con qué organización, personal e instrumentos pretenden llevarlas a cabo. Dicho en otras palabras: cuáles son las reformas que se comprometen a realizar para modernizar el Estado y asegurar la gobernabilidad.
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