Demanda por Estado: tentación hobbesiana o modernización transformadora
Febrero 1, 2017

Demanda por Estado: tentación hobbesiana o modernización transformadora

La cuestión de nuestro tiempo no es cómo implantar un Estado de fuerza —ensayo mil veces fracasado a lo largo de la historia—, sino cómo renovar, reformar y dar paso a un Estado democrático de derecho en condiciones de hacer frente a los “riesgos manufacturados” y, al mismo tiempo, crear un orden basado en las capacidades reflexivas y deliberativas de la sociedad

Publicado el 01.02.2017

José Joaquín Brunner

Foro Líbero
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La reforma del Estado actualmente en discusión poco tiene que ver con aquella discutida en tiempos del Consenso de Washington. Interpretada en el ámbito de la política (politics) y de las políticas (policies), apuntaba a una disminución del rol gobernante del Estado y a un aumento de los espacios entregados al mercado.

Subyacente a dicho enfoque se erigía la esquemática oposición entre estos dos polos de gobernanza y coordinación de las sociedades y las economías: Estado versus mercado, control y comando versus competencia, iniciativa pública versus emprendimiento privado, regulación versus desregulación, interés general versus intereses particulares, solidaridades colectivas versus fragmentación individual.

Entre ambos polos, el juego era de suma cero. Lo que uno ganaba, el otro debía ceder y perder.

Sobre esa base se levanta el edificio ideológico que contrasta las virtudes y los vicios de uno y otro de estos mecanismos, según si el hablante se sitúa a la izquierda del Estado o a la derecha de los mercados. Se plantea así una guerra fría entre el mundo libre de los mercados y el mundo opresivo del Estado. O bien, miradas las cosas desde el polo del frente, entre egoísmo lucrativo y anárquico de los mercados, y rol benefactor e integrador del Estado. Choque entre mundos simbólicos, entre visiones opuestas, entre constelaciones enemigas de valores.

Todo esto aparece hoy, qué duda cabe, como extremadamente simplista y anacrónico.

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De hecho, la cuestión del “tamaño del Estado” se halla, por fin, en retirada, incluso en el terreno de la retórica. Lo mismo que la utopía de una sociedad autogobernada mediante intercambios de mercado, con la mínima presencia de un Estado guardián nocturno.

Un Estado grande, pero ineficiente, pobremente gestionado y capturado por sus propios funcionarios se ha vuelto igualmente indefendible. Lo mismo que mercados libres, pero desregulados, controlados desde adentro por empresas coludidas y que abusan de los consumidores.

En la actualidad, más bien, existe una intensa y difundida demanda por Estado.

No debería sorprender que así sea. Vivimos tiempos en que los riesgos naturales y aquellos —cada vez más numerosos— manufacturados por el hombre y por nuestra civilización capitalista parecen amenazarnos de todos lados.

El calentamiento global, la lluvia ardiente que cae sobre nuestros bosques, la anomia, el nihilismo, la desigualdad, los abusos de poder, la invasión de la intimidad, el crimen en los centros urbanos, la desprotección de los infantes abandonados, la violencia al interior de los hogares, la presión productivista, la velocidad con que giran los signos, la erosión de la intimidad, la inestabilidad económica de los países, los efectos de la globalización sobre las culturas locales, los riesgos ecológicos, geopolíticos, de la salud y tantos otros fenómenos, generan —efectivamente— una necesidad de orden colectivo. De ahí la búsqueda de un centro que compense, equilibre, proteja, resuelva conflictos, cuide las puertas de la ciudad, inspire, arbitre, haga valer el derecho de todos, iguale oportunidades, mitigue los daños, regule, asegure las libertades e impulse condiciones de mayor justicia social.

No son estos, en verdad, tiempos propicios para disminuir, achicar o empequeñecer los mecanismos de orden e integración en la sociedad.

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Al contrario, la gente está atemorizada ante el futuro, descontenta con el presente y confundida respecto del pasado. Las élites ya no parecen tener ni las capacidades ni la autoridad que legitimen su rol directivo. Las instancias de representación democrática están puestas en cuestión. Los enunciados de cambio sistémico revolucionario —tras un siglo de inaugurarse el sueño soviético, dos guerras mundiales y múltiples ensayos de acelerar la historia e instalar utopías en la tierra— han quedado sepultados en medio de los escombros del pasado.

Más bien, la tentación que hoy recorre el mundo como un fantasma es la del autoritarismo, el populismo, el nacionalismo, los Estados mafiosos (Putin) o plutocráticos (Trump), militares o religiosos, policiales o disciplinarios, de purificación y limpieza o de paternalismo y caudillismo demagógico.

Todas estas son formas (perversas) de salir al encuentro del “desorden” percibido y de instaurar el orden que se echa de menos; de llenar el vacío, espantar el temor y guarecerse de los riesgos manufacturados y las catástrofes.

Estamos exactamente en el punto arquimédico de Hobbes: “La condición de los hombres es tal que si no existiese el miedo a un poder común que los reprima, desconfiarían los unos de los otros y se temerían mutuamente”. La guerra de todos contra todos de Hobbes es también una situación de miedo de todos frente a todos, de competencia y lucha sin límites, del desenfreno causado por “el incesante deseo de poder”. La igualdad natural entre los hombres —que algunos añoran— es una igualdad negativa, pues significa una capacidad de destrucción mutua. Y significa, además, que el vencedor tampoco tiene cómo garantizar su victoria. Solo el Estado, basado en aquel temor recíproco, puede crear un orden que evite la destrucción mutuamente asegurada y asegure, en vez, un pacto de convivencia en el orden.

Vivimos un momento hobbesiano cuya primera demanda es por seguridad y orden. Donde quiera uno mire se perciben movimientos en esa dirección, cual cambio de marea tras los reclamos por un Estado mínimo que ahora dan paso a la percepción de un aumento generalizado de los riesgos. Es el espíritu del Hobbes conservador que retrata Bobbio: su “ideal por el que lucha es la autoridad, no la libertad. Entre el exceso de libertad y el exceso de autoridad nunca le cupo la menor duda: teme al primero como el peor de los males y se resigna al segundo como al menor […] El Estado civil nace, no para salvaguardar la libertad del individuo, sino para salvaguardar al individuo de la libertad, que lo lleva a la ruina” (Bobbio, 1995, pp. 69-69).

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Hay que precaverse y tomar distancia de esa visión de un Estado de seguridad, cualquiera sea la forma que adopte. Especialmente si descansa sobre el temor o el egoísmo de los intereses individuales. Sea grande o pequeño, eficaz o inefectivo, de derecha extrema o extrema izquierda, autoritario o pretendidamente emancipador (como fue el de 1917), caudillesco o burocrático, por su propia naturaleza un Estado nacido del miedo es contrario a la razón democrática y crea un orden inevitablemente opresivo.

Desde antiguo en la historia de los pueblos, quienes desean imponer un orden por la fuerza y dictar el destino de la masa, cultivan el temor y fomentan la sospecha, la desconfianza y el resentimiento. Levantan muros y desprestigian la política. Inventan enemigos y los someten a la Inquisición.

La cuestión de nuestro tiempo no es cómo implantar un Estado de fuerza —ensayo mil veces fracasado a lo largo de la historia—, sino cómo renovar, reformar y dar paso a un Estado democrático de derecho en condiciones de hacer frente a los “riesgos manufacturados” y, al mismo tiempo, crear un orden basado en las capacidades reflexivas y deliberativas de la sociedad.

En el caso chileno, esto supone superar varios déficits que aquejan al Estado, en particular en el plano de la organización del gobierno, la creación de un servicio civil permanente, el diseño y la implementación de políticas sociales, la accountability y evaluación de sus actuaciones, la efectividad de las instituciones, y los esquemas de colaboración con la sociedad civil y el sector privado.

Esta aproximación a la reforma del Estado se halla distante, pues, de la polémica sobre su “tamaño”. Igualmente, se aleja de la tentación de pensar al Estado únicamente en términos hobbesianos de orden y seguridad. Al contrario, nos pone frente a una perspectiva amplia y, por ende, compleja de modernización del Estado, como anticipamos la semana pasada. Nos obliga a pensar en una serie de imprescindibles transformaciones de la actual organización y funciones del Estado, de envergadura y no meros retoques, que abordaremos próximamente.

José Joaquín Brunner, #ForoLíbero

FOTO: FRANCISCO FLORES SEGUEL/AGENCIAUNO

 

 

 

 

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