Daniel Hopenhayn: Todos íbamos a ser alguien
Diciembre 22, 2016

Captura de pantalla 2015-07-25 a la(s) 11.41.48Todos íbamos a ser alguien

El suyo sería el baile de los que ya no sobran, porque después del colegio los espera la educación superior que no tuvieron sus padres. Y sin embargo, su esperanza de progresar coexiste con un miedo a fracasar que no tiene antecedentes en la sociedad chilena. Es lo que viene observando Manuel Canales –sociólogo de la U. de Chile– en investigaciones con jóvenes de distintas regiones del país que se preparan para salir de cuarto medio. Detrás del miedo a la frustración, la sospecha de fraude: el “tú puedes” de la promesa meritocrática venía con letra chica. Con más de un millón de jóvenes cursando estudios superiores en un país cuya matriz productiva no parece necesitarlos, Canales teme que interpretar este desasosiego como una simple paradoja del desarrollo sea abusar de una paciencia en vías de agotarse: “Nunca antes un sujeto debió hacerse cargo, a título tan individual, de un resultado tan altamente predecible por su condición social”, advierte.

Si en las elecciones de 2013 hubiesen votado solamente los jóvenes de regiones, Franco Parisi habría pasado a segunda vuelta. Al menos eso se desprende del dato que presentan Marta Lagos, Cristóbal Huneeus y Antonio Díaz en su libro “Los dos Chiles”: computando sólo las mesas de regiones con 60% o más de nuevos inscritos (como resultado de la inscripción automática), Bachelet (30%) y Parisi (24,1%) se llevan la elección. Al sumar las mesas análogas de la Región Metropolitana, Parisi baja al tercer puesto, aunque pisando los talones de Evelyn Matthei.

El dato es sugerente si consideramos que el discurso de Parisi supo conjugar dos mensajes: el “tú puedes llegar lejos”, quintaesencia ideológica del modelo, y la embestida contra el establishment que alega un fraude incompatible con ese ideal. Y es exactamente esa tensión la que hoy domina el discurso de la juventud popular, ahora según la investigación dirigida por Manuel Canales desde el Departamento de Sociología de la U. de Chile. Por un lado, la esperanza: hay oportunidades que antes no existían; por el otro, el miedo: esa esperanza tiene una letra chica que se puede pagar muy cara, y no sólo en dinero. La esperanza resiste, pero es el miedo el que crece. Voces abrumadas a las que podríamos oponer indicadores auspiciosos, pero bien supo el mundo este año que afinar el diagnóstico también pasa por afinar el oído.

EL NUEVO SUJETO

La investigación se basó en una serie de “conversaciones de curso” entre estudiantes próximos a egresar de liceos municipales y particulares subvencionados de las regiones Metropolitana, Sexta, Séptima, Octava y Duodécima. El objetivo, conocer sus propios discursos frente al momento decisivo de “salir del cuarto”, cuando les toca hacer realidad el relato social que los ha marcado como generación: ser los primeros de la familia en tener la puerta abierta a la inclusión a través de la educación superior para todos.

La muestra original incluyó a liceos emblemáticos y colegios particulares pagados, pero fueron excluidos del informe publicado por Canales junto a Antonio Opazo y Juan Pablo Camps (“Salir del cuarto: expectativas juveniles en el Chile de hoy”) porque quienes egresan de aquellos colegios mantienen una conversación aparte. Aspiran a la “universidad” en términos clásicos: estudiar una carrera de prestigio y llegar a un puesto alto en la disciplina de su vocación. Por el contrario, acá se trata de jóvenes que no hablan de universidades selectivas ni de las carreras que llevan a puestos de liderazgo. “Esas opciones no aparecen en su conversación –cuenta Canales–, o lo hacen muy rara vez. Lo suyo son los institutos y las universidades no selectivas, y en la carrera que les ofrezca una esperanza de ‘surgir’. Eligen entre una enorme variedad de opciones, pero casi todas marcadas por esa inferioridad respecto de la otra educación superior, la antigua”.

Esta suerte de inclusión subalterna, por cierto, no cuaja con las expectativas que el propio sistema alimentó, y de esa contradicción, asegura Canales, ha emergido un nuevo sujeto histórico que la sociedad aún no termina de conocer. Para explicarlo cita una investigación parecida que él mismo realizó en 1991. “En ese momento el joven popular se batía entre dos discursos. Uno decía ‘chao, no creo en nada: no me responden, no respondo’. Hacía el eco de la voz de Jorge González de los 80, pero con una insumisión impotente, retraída. Y había otra voz que decía ‘quiero surgir, pero no puedo’. A esa voz se le respondió con un discurso a la vena: ahora, tú puedes. Ahora puedes entrar al dilema hamletiano de ser o no ser alguien en la vida”.

Esa invitación a ser alguien, reconoce el sociólogo, se anotó un triunfo cultural de proporciones: “Desactivó a Jorge González. Ya ningún joven popular puede decir ‘estoy excluido’. Están híperincluidos: trabajan, estudian, se endeudan, consumen. Y no temen caer muy profundo, porque desde los 90 hasta acá se logró un nuevo piso social bastante alto en términos históricos, y eso marcó un cambio radical. Pero hay un problema: ‘vas a salir de la pobreza’ es una cosa; ‘vas a ser alguien en la vida’ es otra. Subió el piso, pero se creyó que también subía el techo, digamos, hacia la anhelada llanura de la clase media. Y en Chile hablamos mucho de una nueva clase media, pero se nos olvida que la clase media siempre vio en la universidad una esperanza de reproducción o promoción hacia la élite. Acá creamos un actor social que aceptó el trato cuando ‘educación superior’ ya nombraba dos cosas distintas, y se promete una por otra como si fueran lo mismo. Y ya todos notan que aquello, como se dice, nunca fue”.

Antes de revisar qué problema estructural, según Canales, apuntala ese “nunca fue”, vale la pena explicitar qué significa “ser alguien en la vida”. Algo que sorprendió a los investigadores fue constatar que esa aspiración –tan enunciada en las conversaciones como su equivalente “ser más”– no refiriera un sueño vocacional a conquistar, sino un destino a evitar: el trabajo no calificado, la condición del jornalero que trabaja al día y que ha sido por generaciones el destino de sus familias. “La conversación siempre parte desde ahí –subraya Canales–. Mucho más que seguir un llamado personal, es huir de ese destino social, cuya crudeza conocen por la experiencia de los suyos o de ellos mismos como trabajadores ocasionales”. De ahí que el primer mandamiento que organiza sus expectativas sea no salir a trabajar después de cuarto (por el riesgo de quedarse pegados), sino entrar a una carrera. Testimonios de este tipo se multiplican:

“¿Qué viene para adelante? Todavía no estoy bien enfocado en algo en especial, pero después de aquí, no trabajar (…) me gustaría estudiar y sacar una carrera profesional, y lo que es importante es que después del cuarto medio no salir a trabajar, eso es lo que me interesa”.

“La mayoría de los papas de nosotros no son profesionales, trabajan el día a día y se sacan la mugre trabajando (…) Mi papá trabaja, es contratista en la construcción, todos los días sale y llega cansado”.

“Yo en los veranos he trabajado y uno se cansa mucho, uno termina hecho bolsa el día sábado en la tarde o el viernes, los domingos todos están muy cansados. Entonces como que no quiero esto para mi vida todos los años, toda mi vida, no, entonces como la única opción que tienes es estudiar algo y tener un trabajo más tranquilo”.

Tanta preocupación por evitar el trabajo simple no se reduce al interés de ganar más plata, advierte Canales. “Es ganarla de otro modo: con tu cabeza, tu sensibilidad, tu saber. Ser más que un dato demográfico, valer más que por tus horas-hombre. ‘Ser alguien’ no es tanto ganarle a otros sino emerger de la nada, de la negación, del ser minorizado: roto, pobre, pueblo. Es el asunto esencial chileno, el más antiguo y el más actual, desde el colono que huachea y después entre que reconoce y desconoce a ese hijo al que hace su siervo. Eso no ha cambiado: están los que son, los que tienen nombre, y los demás, que sólo suman”.

La paradoja es que, para evitar esos trabajos en el futuro, la mayoría tendrá que recurrir a ellos en lo inmediato, para pagar los estudios o ayudar en la casa. Algunos, de hecho, saben que deberán postergar los estudios para juntar algo de plata y entrar a estudiar “de este año al otro”. En todos esos casos, el principio es no olvidar la prioridad: si se va a trabajar, que sea para financiar los estudios. Que no seduzca el dinero y su otra promesa inclusiva: el consumo ahora ya. Como explica un estudiante: “Lo que no quiero es salir de aquí y ya ponerme a trabajar y entrar en un círculo vicioso, si no me voy a acostumbrar a la plata… de ahí ya no (salgo) más”.

EL NUEVO MIEDO

“Y también tengo miedo de querer hacer algo y fracasar. Entonces no sé qué hacer” (estudiante de Santiago).

En 1990, según cifras del Consejo Nacional de Educación, Chile tenía 245 mil matriculados en estudios superiores de pregrado. En 2005, año en que se promulgó el CAE, ya eran 636 mil. En 2016, son 1.178.437. Si el salto es espectacular, también lo es este detalle: desde 2005 hasta hoy, los matriculados en universidades del Cruch (incluyendo a las privadas) subieron de 257.069 a 304.625, menos de un 20%, mientras los de institutos profesionales crecieron de 121.541 a 377.910, más de un 300%.

Pero el problema estructural del sistema, el que transforma ese camino en un embudo, para Canales sería este: cuando Chile decidió expandir su oferta educacional no pensó en transformar, también, su matriz productiva, a fin de recibir a las nuevas masas de profesionales y técnicos con puestos de trabajo complejo. “Nuestro mercado laboral sigue siendo esencialmente demográfico: te contrata para lo que sirves por edad y género, no por tu saber”, afirma. De acuerdo a sus datos, en 1992 el 49,2% de los empleos correspondían a operarios y trabajadores no calificados; cifra que, para 2013, apenas había disminuido a 45,4%. Los oficios, por su parte, representan el 29,7%, de modo que el 75% de las plazas corresponde a trabajos simples o cuasi simples. Así las cosas, el rango de directivos o profesionales complejos no pasa del 5%, mientras los técnicos y profesionales no directivos suman el 20% restante.

“¿En qué momento pasamos de 250 mil a 1.150.000 estudiantes sin que a nadie le importara que eso no tenía relación con la economía real del país? ¿A quién sirve esto objetivamente?”, se pregunta Canales, y asegura que haber diseñado un sistema de educación sin otro proyecto de sociedad que el vigor del mercado incubó una nueva vía de inclusión, pero también una nueva forma de fracaso. Porque si bien fracasar es el temor natural de quien tiene una oportunidad por delante, el miedo a frustrarse de “los jóvenes de la época de las oportunidades” tendría cualidades inéditas. Apenas entran al sistema ya son deudores, en más de un sentido: de los bancos, pero también de sus padres (que les demandan redimir la historia familiar) y de sí mismos, pues han hecho suyo el consenso social de que hoy, el que quiere, puede. En sus palabras:

“O sea, ahora nosotros tenemos más posibilidades de estudiar, de ser alguien en la vida. Por eso los papás te dicen ‘estudia, quiero que seai mejor que yo’. (…) Por ser, en mi casa, en mi familia le salió así, fue todo difícil. La parte de mi papá fue así, atroz. La parte de mi mamá, atroz. No se pudieron educar”.

“Ahora nosotros tenemos de todo yo encuentro. Como que nos quejamos por puras weás. (…) Igual eso es problema de las generaciones nuevas, que nos quejamos de llenos”.

Pero si hasta la enseñanza media la responsabilidad la asumía el Estado –o parcialmente la familia, con el copago–, esta nueva fase le es entregada al propio joven: no sólo puede, sino que debe, y solo. “Nunca antes un sujeto –dice Canales– debió hacerse cargo, a título tan individual, de un resultado tan altamente predecible por su condición social. Tan cierto es el ‘tú puedes’ que, si no lo logras, es porque tú fallaste. Como efecto, el solo término ‘frustración’ les perturba: el temor al intento fallido, a ser el que la juega y no lo logra, porque ya haberlo intentado implica que volverán como únicos responsables. Y ellos saben que al final del camino no hay puestos para todos. Entonces están en la ilusión, están híperenganchados, pero con un miedo denso. Sus conversaciones repiten una y otra vez el juego fonético ‘fru’: frustración, fraude, defraudar. La palabra nueva, el ‘fracaso’, es defraudarse a sí mismo y a los padres, no retribuirles lo adeudado. Deuda que ahora también incluye la inversión familiar en la educación particular subvencionada”. Los testimonios corresponden a estudiantes de estos últimos colegios:

“Cumplir la expectativa que los papás ponen, de seguir estudiando más y más y más (…) el miedo a no defraudar a la familia, por ejemplo no alcanzar a sacar alguna carrera, eso más que nada”.

“En no defraudar a los que creen en uno… los sacrificios. O sea que los estudios los papás los están pagando y cuesta tener la plata”.

“Muchas personas te presionan a que tú tienes que ser un profesional, muchas veces no haces lo que tú quieres, solamente te ponen la meta de que tú tienes que ser alguien (…) un título, y es mucho estrés porque te bombardean”.

“Algo técnico, algo que donde haya campo sin necesidad de dar PSU y todo eso, o sea sin tener la presión del puntaje nacional de la PSU (…) pero siempre en mi casa me dicen ‘tú podís más’ y yo me cierro en que yo no puedo”.

“Tal vez suena feo, pero no quiero tener una meta porque nunca se sabe si se puede llegar, (…) ahí uno se viene abajo porque es un plan que se hizo y no resultó”.

Llevado esto al plano concreto, Canales identifica cuatro temores frente al camino universitario. El primero, no poder siquiera entrar, porque la necesidad de sus familias los obliga a trabajar desde ya. El segundo, no saber elegir, pues se enfrentan a un sinfín de variables –costos, duraciones, planes de estudio, tasas de deserción, empleos reales– que escapan a su dominio. Alegan sentirse rodeados de “nombres bonitos” pero sin información que les permita no equivocarse. Luego existe el temor a desertar durante la carrera, alimentado por la creciente figura curricular de los “estudios superiores incompletos” que hoy identifica a los que no llegaron a puerto. Y lo más importante, el fantasma que ronda al nuevo sueño cada vez más de cerca: sacar el título –deuda mediante– y no encontrar el premio, pues ven que muchos egresados no consiguen trabajo o ganan mucho menos de lo esperado.

Por estos días, Canales está siguiendo la conversación de jóvenes que ya estudian en universidades no selectivas. Para algunos de ellos, esos temores han cobrado forma de realidad, ante lo cual también es posible apreciar distintas estrategias de salida. “Una de ellas es seguir estudiando otra carrera u otro grado para demostrar que, aun no llegando, tú lo logras: si tengo dos carreras, demuestro dos veces que se puede. Y se meten en estos procesos de estudios interminables, de pura perseverancia, en los que la figura del self-made americano se termina confundiendo con la antigua hazaña quijotesca; para todo lo cual, además, trabajan en lo que no quieren trabajar”. En el documento se cita este relato de un estudiante secundario: “No es el fracaso, el fracaso es como caerse y no poder levantarse. (…) Mi hermano salió de cuarto medio, de un técnico, estudió administración y no trabajó ahí. Después se metió en un preu para dar de nuevo la PSU. Le fue súper mal. Se metió al Duoc a estudiar ingeniería en informática, estudió un semestre y no le gustó… y quedó debiendo quinientas lucas. Ahora está estudiando ingeniería industrial y eso le gusta. Pero él se ha pagado todas las cosas él (…) Trabaja y estudia. Ahora le está yendo bien. Pero es como mi ejemplo. Ya, si bien cansa, como que podís vivir, (salir) adelante… no importa las veces que te equivoquís”.

Otro discurso es el de quienes, próximos a titularse pero previendo la decepción, optan por bajar sus expectativas, aceptar sin tanto drama lo que les tocó. “Es un relato melancólico, tiene mucho de renuncia, pero les permite una escala de plenitud distinta a la oscuridad plana del fondo, donde sólo puede brillar el flaite, que tanto los espanta por eso mismo. Entonces se van rebajando de a poco: de aspirar a ser un arquitecto, terminas en ayudante a tiempo parcial de un profesional que hace casas. No vas a ganar más que en el jornal, pero tampoco vas a trabajar con tu fuerza ni en jornadas tan extenuantes. Y el propio título te da un acceso simbólico a aquello que te convierte en alguien. Pasaste por ahí, conociste ese código, fuiste uno de ellos. Y eso, cuando vienes de 400 años de ningunidad, te genera una diferencia con tu papá. Ya fuiste un poco más alguien que él. Aunque algunos ya son segunda generación, y dicen ‘mi mamá también, estudió secretariado técnico y nunca encontró trabajo en eso’”.

En el extremo opuesto se ubican los desertores del sistema que resignan sus expectativas, pero no su orgullo. “Ahí el discurso es putear, maldecir: ‘puta, total yo sé trabajar, vuelvo no más’. Pero siempre con el ‘puta’ antes, acusando el golpe, ‘filo’. Y vuelven al trabajo simple que, por cierto, es mejor que el de antes, en salarios y en dignidad. Ahora el que egresa del cuarto medio en la provincia agraria y entra a Agrosúper, se hace sujeto de crédito, y hasta se compra el auto que no tuvo su papá. Pero hasta ahí nomás llega. Entonces viene la típica frase: se puede vivir, pero no se puede surgir. Y estamos hablando de los desertores o egresados fallidos del sistema que se rehacen a sí mismos. Los que se echan a morir son otro cuento, eso ya es pura angustia. Ese sentimiento no lo hemos calibrado, pero es parte de la sensibilidad generacional”

EL PODER DE LAUREATE

Durante los últimos años, numerosos analistas han insistido en este punto: los chilenos del siglo XXI valoran mucho más la meritocracia que las viejas fórmulas estatistas. Pero si la sociedad funciona en torno a ese valor, no sería un problema marginal que Canales tenga razón y la promesa que sustentó ese relato esté perdiendo crédito –y aval del Estado– entre sus destinatarios emblemáticos, frustrados porque la relación entre esfuerzo y recompensa que les toca ellos se parece demasiado poco a la que gozan otros: “El discurso juvenil no niega la esperanza, pero la pone en duda. Y está volviendo a reconocer un ‘ellos’ de clase, o mejor dicho, de casta, opuesto al ‘nosotros’ de siempre. Lo que en Chile se niega a ceder es algo yo no llamaría sin más desigualdad, sino la histórica dualidad de la sociedad chilena: arriba, la élite dirigente y la antigua clase media profesional, y abajo, los otros; ya no afuera, pero todavía abajo”.

Quienes opinan distinto te contestarían, gráfico en mano, que aquel que siguió estos estudios menos selectivos efectivamente gana más que los otros.
–Es muy interesante ese argumento, y que no se haya logrado instalar esa certidumbre en la gente también es curioso. Hay que tener cuidado con los promedios. La pregunta es: si medimos a los titulados que son primera generación, ¿cumple esa rentabilidad la promesa de “vas a ser un profesional y te va a ir bien en la vida”? ¿Compensa el esfuerzo y el dinero que ese título exigió? Habría que comparar, primero, si ese título implica aumentos de salarios mayores a los que implican la edad o la fuerza física. Me temo que no. Un trabajador joven en el campo, con su fuerza, gana más. Segundo, no sé si esos números consideran a los desertores, que se endeudaron y no egresaron porque no pudieron o vieron que no tenía sentido. Y tercero, hay que ver de qué fecha son esos datos. El tiempo aquí es crucial: cada año la rentabilidad de esa inversión es y será más baja, pues cada vez quedan menos puestos –salvo en nichos laborales específicos– y cada vez egresan más.

Otro argumento recurrente es que, cuando se liberó la oferta o se diseñó el CAE, las opciones reales para dar oportunidades eran “eso o nada”. ¿Tú crees que los jóvenes chilenos prefieren que este modelo de sociedad sea reemplazado por otro?
–No. Ellos saben que, antes de esto, no tenían ninguna chance. Pero este modelo precisamente instaló su consigna: esto es lo único que hay. Cuando Mariana Aylwin dice que Laureate se hace cargo de los jóvenes que no podrían llegar a otra universidad, es verdad. Pero ese inmenso poder, ¿quién se lo dio a Laureate? Si en los años 90, concretamente en la Comisión Brunner del 94, hubiesen predicho lo que iba a pasar hoy, habría sido inevitable buscar otro camino. Pero si tú revisas sus estimaciones, erraron de lleno en sus números, previeron un crecimiento de la matrícula mucho menor, y ahora es una realidad estructuralmente aberrante y a la vez imposible de cuestionar. Tengo la sensación de que esto es haber tramitado la cuestión social chilena de un modo muy eficiente, pero de una irresponsabilidad mayúscula. Quienes dicen que a la gente le gusta esto, tienen razón. Pero cada vez le gusta menos que le guste. Ya no saben si agradecer el regalo o sentirse engañados. Por ahí va la nueva voz generacional que se está incubando.

Un estado de contradicción…
–Total, es como quedar en un limbo. Es una conversación juvenil que vuelve al “no voy a poder” del año 91, pero ahora con el “tú sí puedes” a cuestas y cargando solitos el bulto. Todavía el lamento de los que no entran, desertan o encuentran plazas muy inferiores a sus metas, va saliendo en fases, de a uno. Pero tal vez ya empieza a resonar en cadena, a medida que las experiencias cotidianas se van acumulando. Por eso temo que esto vaya en camino de hacer crisis, que cobren. Es importante abrirse a ver esto para poder hacernos cargo, porque es delicado, he visto dolor. Y al final no puede haber dato más importante que cómo viven esto, subjetivamente, las personas. En otras palabras: mucho hemos explotado ya sus sueños, sería hora de tomar en serio sus temores.

No crees, entonces, que el desajuste entre expectativas y posibilidades sea el mismo que se vio en otros países cuando vivieron procesos acelerados de modernización.
–Hay que diferenciar los contextos. Los países europeos, por ejemplo, sí acompañaron la expansión de la matrícula con una modernización de su matriz productiva. De manera que un joven podía no encontrar empleo en lo estudiado, pero sus segundas alternativas se parecían a la original mucho más que en el Chile actual. Es una gran diferencia.

En el documento plantean que la gratuidad universitaria para el 50% más pobre puede meter presión para mejorar de verdad la educación secundaria.
–Sí, porque hasta ahora ha podido operar sin esa demanda. ¿Por qué la educación básica sí funciona? Porque tiene sentido, te sirve. Pero lo que viene después, ¿para qué era? El mercado universitario que se creó fue una forma muy barata para el Estado de darle sentido a la secundaria: hacer la posta a los estudios terciarios no selectivos, que este joven se los paga con la deuda bancaria. Pero con la gratuidad para universidades acreditadas, los estudiantes y padres van a tener una razón muy tangible para demandar rendimiento. Y poner plata en serio en la secundaria, para formar profesionales populares en el nivel selectivo, sí sería cambiar de camino. Más aún si hay universidades nuevas en regiones, donde hasta ayer daba lo mismo que esos jóvenes sacaran 100 puntos. Ahora van a querer sacar 550. En todo caso, procesar este escenario a largo plazo supone tender a una matriz productiva que genere trabajo complejo, centrado en el conocimiento del productor. Y no veo a las clases dirigentes empeñadas en pensar esa transformación. Las veo, sí, algo inquietas por la lenta reaparición de un mapa social que acusa dos países. Pero sin repertorio.

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