“Hoy no se discute ningún problema relevante para el futuro de la educación superior. Todo se reduce a cómo sumar 170 mil millones de pesos a los 380 mil millones que el Estado desde ya gasta en gratuidad para los estudiantes del 50% de hogares de menores ingresos. Se trata, básicamente, de un ejercicio contable…”
José Joaquín Brunner, El Mercurio, Domingo 18 de octubre de 2015
Las universidades son organizaciones peculiares: trabajan con conocimiento avanzado, su personal es altamente calificado, sus tareas son relativamente imprecisas y sus fines son varios y entremezclados. Además, son organizaciones variadas. Difieren en múltiples dimensiones: estatuto jurídico y misión; historia y tamaño; composición social de sus estudiantes; calidad de su cuerpo académico; formas de gobierno y gestión; prestigio y financiamiento.
En Chile, esa amplia diversidad existe a partir de un régimen mixto de provisión (público-privado). Hasta el momento, el sistema ha evolucionado dinámicamente, transitando desde un acceso minoritario, elitista-burgués, a un acceso masivo mesocrático que ahora se aproxima a la fase de acceso universal, con creciente participación de jóvenes de los dos quintiles de menores ingresos.
La eficiencia interna del sistema (ratio de graduados/titulados por número de ingresados) es similar a la de los Estados Unidos de América y se parece también a la de los países del sur de Europa, situándose en el nivel superior dentro de la región iberoamericana.
La calidad de nuestra educación superior, si bien difícil de medir y comparar, mantiene una sólida reputación latinoamericana y es evaluada como razonable por observadores del escenario internacional comparado. Además, la calidad está mejorando impulsada por la expansión de las capacidades y cualificaciones del personal académico y por los procedimientos de evaluación interpares y de acreditación. Evidentemente, hay programas e instituciones que no alcanzan un nivel normal. Estos deberían corregir sus déficits o ser eliminados.
En cambio, ¿dónde están los problemas y desafíos mayores? ¿Estamos abordándolos correctamente?
Primero, hay un problema de eficiencia externa o pertinencia. La información y análisis disponibles indican que existen brechas entre las destrezas y competencias requeridas por la economía y la sociedad y aquellas que obtienen los egresados de la enseñanza superior. Incluso, podría haber casos de jóvenes graduados con baja empleabilidad o cuyos ingresos del trabajo no sean suficientes para cubrir los costos de su formación. Sin duda, hay ahí un desafío de primera importancia.
Segundo, las responsabilidades del Estado frente al sistema se hallan al debe. Este no posee una estrategia para el desarrollo sustentable de nuestra educación superior al mediano plazo. Las regulaciones públicas no están a la altura; hay fallas en la acreditación y supervisión de las instituciones y en la forma como ellas informan a la autoridad y la sociedad. Tampoco el financiamiento fiscal de estudiantes e instituciones es suficiente y está mal distribuido. En cada uno de estos tres planos los desafío son complejos y requieren ser abordados coordinadamente.
Tercero, tanto el subsistema universitario como el de formación técnica necesita ponerse al día de cara al futuro. El universitario, mediante un reforzamiento del personal, los programas, las políticas y el financiamiento de las actividades de I+D. La formación técnico-vocacional de ciclo corto, consolidando su conexión con el mundo del trabajo e integrándose con la educación media técnico-profesional y con la educación tecnológica universitaria. Ambos requerimientos irán volviéndose más y más exigentes a medida que nuestra economía se diversifique y se vuelva más innovativa.
Frente al conjunto de desafíos mencionados, la política de la administración Bachelet parece completamente descentrada, inconducente, irrelevante incluso.
En efecto, agita la bandera de una “gratuidad universal” que es inviable, equivocada y un espejismo de alto riesgo. ¿Por qué? Pues obliga al sistema entero a preocuparse de un falso dilema: entre gratuidad total, incluso para el tercio más rico de los hogares, y costos compartidos (entre el sector público y los privados) con un aporte del Estado que debería ser mayor al actual. Lógicamente, este último parece ser el camino a seguir. Chile lo ha venido haciendo con una positiva curva de aprendizaje desde hace 25 años. Asimismo, es el camino adoptado por casi todas las economías emergentes.
Adicionalmente, el enfoque gubernamental desperdicia la oportunidad de abordar los problemas y desafíos cruciales de nuestro sistema en la perspectiva del año 2050. Seamos claros: en este momento no discutimos ningún problema relevante para el futuro de nuestra educación superior. Todo se reduce a cómo sumar 170 mil millones de pesos a los 380 mil millones que desde ya el Estado gasta en gratuidad para los estudiantes del 50% de hogares de menores ingresos. Es, básicamente, un ejercicio contable. Pero terminó sentando en la mesa de negociación al Gobierno con las universidades, las cuales, una a una, buscarán obtener el mayor provecho posible para sus corporaciones, mientras el Ministerio de Hacienda trata de resguardar el interés fiscal.
Por último, esta política generará adversas consecuencias para el sistema relacionadas con la gobernanza del mismo, el Gobierno y la autonomía de las instituciones y sus equilibrios financieros.
En suma, estamos en uno de esos momentos en los cuales -parafraseando la advertencia de don Quijote a Sancho- la disputa no es por ínsulas (bienes materiales, subsidios y aportes para las universidades) sino de encrucijadas, o sea, el futuro del sistema y las instituciones, su autonomía, gobernabilidad, relevancia y validez cultural. No entenderlo así podría iniciar un lento y gradual deterioro de nuestra educación superior.
“Estamos en uno de esos momentos en los cuales -parafraseando la advertencia de don Quijote a Sancho- la disputa no es por ínsulas (bienes materiales, subsidios y aportes para las universidades) sino de encrucijadas, o sea, el futuro del sistema y las instituciones, su autonomía, gobernabilidad, relevancia y validez cultural”.
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