Discurso del malestar (3): Contradicciones culturales del capitalismo y la modernidad
I
La ley de presupuesto que comienza a tramitarse en el Parlamento se hace cargo de algunos de los malestares que hemos llamado de superficie, sectoriales, manifestados por la opinión pública encuestada. Son los ‘problemas de la gente’; objeto más usual de las políticas públicas: seguridad, salud, educación, previsión, transporte urbano, vivienda. En nuestro análisis los malestares de primer nivel.
En un segundo nivel aparecen los malestares de la democracia. Son aquellos, vimos, relacionados con la distribución del poder, la representación y participación de los ciudadanos en la decisiones y la legitimidad de éstas. Son de tratamiento más difícil: ¿debe cambiarse el régimen presidencial por uno parlamentario o semipresidencial? ¿Cómo regionalizar efectivamente el país? ¿Qué hacer para evitar la burocratización de los partidos y su tendencia a la formación de oligarquías y ‘máquinas’? Frente a tales malestares, no basta con políticas públicas y leyes. A veces resultará necesario revisar la Constitución en cuanto pacto fundamental de nuestra convivencia. Adicionalmente intervienen otros factores: la historia y las tradiciones, las instituciones y sus trayectorias, la cultura y la conciencia social, las ideas y los poderes que sostienen y negocian el orden, su mantención o transformación.
Los malestares más resistentes, difusos y difíciles de manejar, sin embargo, son aquellos situados en un tercer nivel de profundidad; aquellos provenientes de los arreglos básicos de nuestra sociedad: el capitalismo como forma de organizar la producción, el trabajo y los intercambios y la modernidad como matriz cultural a través de la cual creamos y compartimos sentidos y definimos lo que Max Weber llama nuestra ‘conducción de vida’.
El capitalismo, sin duda, ha generado a lo largo de su desarrollo desde la revolución industrial, una serie de malestares. En general, estos tienen dos fuentes. Por un lado, la mercantilización del trabajo; el hecho de que para vivir, alimentarse, protegerse y cultivar las propias facultades, las personas necesitan vender su fuerza de trabajo. Es el malestar, conviene recordarlo, identificado por Marx al centro de su teoría: “Los obreros”, escribe, “cambian su mercancía, la fuerza de trabajo, por la mercancía del capitalista, por el dinero y este cambio se realiza guardándose una determinada proporción: tanto dinero por tantas horas de uso de la fuerza de trabajo”. El trabajo mercancía, sostiene Marx, es profundamente insatisfactorio; causa de una permanente incomodidad, irritación, frustración, alienación. Aunque algo anacrónico, es interesante citar el siguiente pasaje completo de su folleto Trabajo Asalariado y Capital (1849):
“Ahora bien, la fuerza de trabajo en acción, el trabajo mismo, es la propia actividad vital del obrero, la manifestación misma de su vida. Y esta actividad vital la vende a otro para asegurarse los medios de vida necesarios. Es decir, su actividad vital no es para él más que un medio para poder existir. Trabaja para vivir. El obrero ni siquiera considera el trabajo parte de su vida; para él es más bien un sacrificio de su vida. Es una mercancía que ha adjudicado a un tercero. Por eso el producto de su actividad no es tampoco el fin de esta actividad. Lo que el obrero produce para sí no es la seda que teje ni el oro que extrae de la mina, ni el palacio que edifica. Lo que produce para sí mismo es el salario; y la seda, el oro y el palacio se reducen para él a una determinada cantidad de medios de vida, si acaso a una chaqueta de algodón, unas monedas de cobre y un cuarto en un sótano. Y para el obrero que teje, hila, taladra, tornea, construye, cava, machaca piedras, carga, etc., por espacio de doce horas al día, ¿son estas doce horas de tejer, hilar, taladrar, tornear, construir, cavar y machacar piedras la manifestación de su vida, su vida misma? Al contrario. Para él, la vida comienza allí donde terminan estas actividades, en la mesa de su casa, en el banco de la taberna, en la cama. Las doce horas de trabajo no tienen para él sentido alguno en cuanto a tejer, hilar, taladrar, etc., sino solamente como medio para ganar el dinero que le permite sentarse a la mesa o en el banco de la taberna y meterse en la cama”.
Nada muy distinto –expresado con otro vocabulario técnico y nuevos enfoques- encontramos hoy en los estudios de psicología laboral, sociología del trabajo y en múltiples estudios sobre clase obrera, trabajo informal y cultura del trabajo taylorista/fordista. La red de conceptos que de allí emerge expresa un conjunto de malestares: anomia, alienación, enajenación, angustia, hiperespecialización, ansiedad, cansancio, frustración, agobio, temor, precariedad, inestabilidad, riesgos, descompensanción, rutinario, mecanización.
Por su lado, la modernidad como experiencia cultural es la segunda fuente principal de malestares en nuestra sociedad. Siempre aparece representada por una doble cara que refleja su íntima conexión con el capitalismo: es creativo-destructiva en sentido schumpeteriano, cual fuerza que constantemente revoluciona las condiciones de vida de las personas. En una de sus caras, la modernidad es progresiva, racional, técnico-científica, emancipadora e innovativa; en la otra es rupturista, desquiciadora, malevolente, irracional, sanguinaria incluso.
Inmediatamente viene a la memoria la famosa cita que el sociólogo Marshall Berman hace a Marx, cuando escribe: “Ser moderno es encontrarnos en un entorno que nos promete aventura, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos. […] Pero es una unidad paradójica, la unidad de la desunión: nos arroja a todos en una vorágine de perpetua desintegración y renovación, de lucha y contradicción, de ambigüedad y angustia. Ser moderno es formar parte de un universo en el que, como dijo Marx, “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, frase con que el Berman titula su libro publicado en inglés el año 1980.
Desde entonces esa frase ha sido citada mil veces (yo mismo he contribuido con una apreciable cuota), seguramente porque captura -para la generación post segunda posguerra- el pathos de la modernidad como experiencia vivida; su doble cara como la del dios Jano que mira hacia el pasado y el futuro, hacia la creación y la destrucción.
En efecto, la modernidad representa una separación entre el tiempo antiguo y el que ella inaugura mediante la convergencia de tres procesos históricos que cambian la propia naturaleza de las sociedades de Occidente: la reforma religiosa europea, la revolución política burguesa y la revolución industrial (Octavio Paz solía decir que a América Latina le faltaban las tres).
La sociología misma nace -en las investigaciones de sus clásicos como Marx, Durkheim y Weber- para dar cuenta de los cambios que produce esa triple transformación y la nueva cultura que ella trae consigo. De hecho, podemos decir que la sociología es una ciencia reflexiva que busca entender y explicar los malestares generados por ese complejo formado por un capitalismo en constante evolución -mediante crisis, transformaciones y expansiones- y una modernidad tardía que se caracteriza por procesos culturales de tecnificación de la vida y multiplicación de los riesgos manufacturados por la propia civilización del capitalismo avanzado.
Es una cultura, ella también, que ha dado lugar a una red de conceptos que, provenientes de las ciencias sociales, han penetrado el mundo de los medios de comunicación y de la opinión pública letrada: posmodernidad, individuación extrema, desintegración comunitaria, fin de los grandes relatos (ideológicos), secularización, desencantamiento del mundo, economías intensivas en conocimiento, sociedad de información, modernidad líquida, mercados globales, cash nexus, muerte de Dios en la cultura de masas, hiperracionalización, revolución digital, anomia colectiva, fragmentación, exclusión, postindustrial, postradicional, supervisión, disciplinamiento, bipolítica, fin de la historia.
II
Sin duda, vivimos tiempos interesantes. De haberse identificado con el Progreso (mayúscula) durante el siglo XIX, la modernidad del siglo XX se ensombrece dejando como herencia los totalitarismos y el genocidio, para dar luego paso -con el tránsito hacia el nuevo siglo- a la modernidad tardía. Ésta es percibida como el final de una época que aún no termina y el comienzo de una nueva época que aún no comienza a despuntar. En ese intermedio nos hemos ido llenando de una literatura que subraya precisamente los malestares y habla de una modernidad fallida, del lado oscuro de la modernidad y de una ‘indefinida incomodidad’ de época.
El sociólogo norteamericano Jeffrey Alexander, en un libro titulado The Dark Side of Modernity (2013) ofrece una suerte de visión sintética de los principales malestares de esta época de capitalismo global y modernidad tardía. Son el resultado, dice él, de una serie de fuerzas que tensionan a las sociedades contemporáneas.
Primero, la trilogía jerarquía-burocracia-secreto que -como la ‘jaula de hierro’ de Max Weber- es endémica en todo tipo de organizaciones y distorsiona su funcionamiento, tal como ocurre en agencias del Estado, corporaciones, universidades, profesiones, organizaciones voluntarias e iglesias. Aún las democracias, como vimos la semana pasada, están continuamente asediadas por las fuerzas de esa ‘no-santa’ trinidad, aunque permite analizarla, resistirla y mantenerla a raya.
Segundo, la mercantilización (commodification) que resulta del continuo desborde del mercado más allá de la esfera económica, transformando a las demás esferas de valor (política, religión, arte, intimidad) en potenciales objetos de intercambio regidos por precios y disponibles ‘libremente’ según el ingreso de las personas (piénsese en carreteras, salud, educación, borde marino, las artes, la privacidad, etc.; incluso en cosas y asuntos que deberían permanecer fuera del mercado). La lógica de los mercados, sostiene Alexander, es caótica, impersonal y destructiva. Admite y fomenta la innovación pero, al mismo tiempo, destruye lazos humanos, patrimonios locales, afectos. Genera riquezas pero también una cultura del descarte, incluso cultura-basura y experiencias desechables. Asimismo, mantiene las economías en vilo, pendientes de un sistema financiero cada vez más esotérico e incontrolable.
Tercero, como anticiparon los teóricos de la Escuela de Frankfurt, la ‘comodificación’ de la cultura da lugar a una cada vez más extendida ‘industria cultural’, empujando el tránsito desde la ética protestante al ‘bazar psicodélico’, como lo bautizó Daniel Bell en su momento. Se ponía fin así al dominio de la visión burguesa del mundo -racionalista, empírica y pragmática- dirá, una visión que no solo había impulsado al capitalismo durante el siglo XIX, “sino también a la cultura, especialmente en el orden religioso y el sistema educacional, que instilaba motivaciones ‘apropiadas’ en el niño”. Bell echa a andar así dentro de la sociología de la segunda mitad del siglo pasado un respetable argumento conservador frente a la masificación y mercantilización de la cultura, que traerían consigo una grave pérdida de valor de la alta cultura y, en cambio, producirían la difusión de una cultura masiva de escasa distinción intelectual y estética.
Cuarto, de regreso a Alexander y a las fuerzas oscuras de la modernidad, el aislamiento producido por la fragmentación de los lazos comunitarios y la extrema individuación de las personas que en vez de relaciones afectivas, fraternas, de solidaridad moral, multiplican en cambio los vínculos contractuales, de mercado y de distancia emocional.
Quinto, la revelación de jerarquías de dominación socioeconómica basadas en diferencias culturales de género, sexo, raza, etnicidad, religión y región. La diversidad aparece aplastada y múltiples grupos experimentan expulsión o, incluso, expulsión de sus territorios físicos o culturales.
Sexto, el nacionalismo y las guerras que -si bien no han existido desde 1945 como guerras calientes a nivel mundial- continúan devastando países, regiones y grupos humanos mediante el uso de tecnologías cada vez más sofisticadas y destructivas de vidas, lugares y ecosistemas.
Por último, amenazas al yo (self): confrontados con las tensiones de la modernidad, escribe Alexander. La coherencia emocional y estabilidad son frecuentemente difíciles de mantener, con graves efectos para los individuos y las sociedades. Caben aquí los riesgos tantas veces subrayados de traumas y quiebres que acompañan a la vida psicológica en la modernidad tardía, en torno a los cuales surge una verdadera industria de la reparación y el bienestar: consumo de terapias, fármacos, coaching, literatura de autoayuda y ejercicios espirituales (religiosos o seculares) que, de maneras no-anticipadas, parecen volver a encantar algunos lugares, momentos y prácticas de nuestras sociedades aparentemente secularizadas.
III
Dijimos al comenzar esta serie de tres ensayos que el discurso del malestar, tal como se enuncia en Chile, confunde continuamente y usa con escaso cuidado los tres niveles de malestares que aquí hemos distinguido. Uno, los malestares reflejados en los sondeos de opinión, como las fallas del Transantiago o las listas de espera en los servicios de salud; es decir, los ‘problemas de la gente’. Dos, los malestares de la democracia, tal como hoy los vive intensamente nuestra sociedad a propósito de los escándalos en torno al financiamiento de la política y los conflictos de interés. Y tres, los malestares culturales propios de la modernidad capitalista que se constituyen en el campo de las relaciones de producción en torno al trabajo asalariado y sus explotaciones, alienaciones y frustraciones y se proyectan hacia variadas dimensiones de la cultura y la subjetividad de las personas, incluso la esfera más íntima del yo.
Si Chile ha podido ser retratado como una sociedad de malestares por algunos intelectuales, opinólogos y medios de comunicación es, básicamente, por esa confusión de niveles que mezclan, en un mismo argumento, el descontento con el precio de la bencina, los abusos del clientelismo en la polis y la ‘indefinida incomodidad’ que produce el hecho de vivir en una ‘sociedad de riesgos’ que -según escribió alguna vez el sociólogo alemán Ulrich Beck- es el resultado de una “una civilización que se pone en peligro a sí misma”.
En la versión ‘apocalíptica’ del discurso del malestar, de moda entre nosotros, esa fusión de niveles permite presentar una sociedad en constante estado de desasosiego. Éste se atribuye inmediatamente -como razón causal- a las políticas gubernamentales, sobre todo si pueden calificarse de neoliberales; o al envilecimiento de la vida y la naturaleza causado por el capitalismo o por mercados desregulados; o a algunas de las varias contradicciones de la cultura de la tardomodernidad, trátese de la manufactura de riesgos o la generación de diversas enfermedades mentales. Solo ayer leía en la prensa que el 82% de los chilenos declara haber experimentado alguna enfermedad relacionadas con el trabajo durante el último año: 32% estrés, 25% ansiedad, 14% insomnio y 11% depresión (encuesta de Trabajando.com, La Estrella de Chiloé, 4 de octubre 2015).
Al lado opuesto, la versión ‘integrada’ del discurso del malestar buscará habitualmente restar importancia a su manifestación en la opinión pública encuestada, adjudicándole una importancia solo coyuntural -una fotografía del momento, se acota- mientras que frente a los fenómenos del malestar de la democracia se señala que son propios de la política contemporánea a nivel mundial o bien episodios causados, por ejemplo, por una crisis de escándalos. Por último, frente a aquellos malestares originados en el plano de la cultura de la modernidad tardía, se alega que serían parte de la naturaleza de la sociedad actual, pudiendo aspirarse por lo mismo nada más que a mantenerlos bajo observación y control. Por el contrario, mientras el hombre sea lo que es –homo homini lupus, como lo describe Freud en El Malestar de la Cultura (1929)- sería vano esforzarse por eliminarlos.
Ambas versiones -autoflagelante y autocomplaciente se habría dicho a fines de los noventa para caricaturizarla- mal usan la compleja trama de malestares de la sociedad chilena en su actual desarrollo y, al no hacer las distinciones necesarias entre niveles de malestares, terminan con un concepto genérico que poco ayuda al análisis y al entendimiento de los procesos involucrados en la gestación, expresión y comunicación de los malestares.
Tampoco hay en esa clase de discurso, ni en su versión ‘apocalíptica’ ni en la ‘integrada’ de acuerdo al clásico contraste formulado por Umberto Eco, suficiente precisión sobre cuáles son los grupos, estratos o clases afectados por uno u otro malestar, cómo y por qué. ¿Acaso es el mismo malestar el que causa el desplazamiento tecnológico primero de obreros en la industria manufacturera y ahora de trabajadores de cuello y corbata, clase media, en el sector servicios? ¿Es equiparable el malestar generado por el taylorismo/fordismo en la línea de producción de la industria salmonera con aquel causado entre académicos en la producción masiva de cursos de pregrado? ¿Cabe comparar el malestar originado por la penetración de la lógica del mercado en la esfera política con sus efectos cuando invade la esfera de la cultura, dando lugar al ‘bazar psicodélico’ de Bell?
IV
De hecho, la sociedad chilena -como hemos visto a lo largo de las últimas semanas- está entrecruzada por un conjunto variopinto de malestares que operan en los distintos planos que aquí hemos distinguido, afectando a diversos grupos sociales, desde las élites hasta la opinión pública masiva revelada a través de encuestas. En el nivel de superficie, esta última oscila al ritmo de los acontecimientos de coyuntura, como desastres naturales, aprobación de leyes, conflictos puntuales, escándalos, discursos presidenciales, campañas publicitarias, comunicación gubernamental, etc. Afecta principalmente al gobierno, a sus personeros y políticas. Enseguida, a los demás actores institucionales y de la sociedad civil. Dan cuenta de unos ‘climas de opinión’ que cambian tan imprevistamente como sucede con las condiciones atmosféricas en ciertas regiones del sur de nuestro país, las que pueden predecirse solo aproximadamente y con un alto margen de error.
En años recientes ha existido también una acumulación de malestares de segundo nivel, o malestares políticos, causados por variados escándalos en el área donde se cruzan las esferas del dinero y el poder; esferas que a lo largo de la historia no han podido mantenerse separadas. Aquí y ahora se llaman casos Penta, SQM, Corpesca y vendrán otros que por ahora se hallan bajo la lupa de la fiscalía. Desde ya se agrega el rechazo generado por otra serie de comportamientos como conflictos de interés, uso de información privilegiada, comportamientos clientelares, prebendas y otros abusos que debilitan al Estado y restan confianza en la élite política.
Finalmente, en el trasfondo de nuestra sociedad, emergiendo a la superficie de mil distintas maneras -algunas inofensivas, las más con su potencial dañino-, se extienden como un magna los malestares de tercer nivel, aquellos que hemos llamado de época, civilización o cultura. Dijimos que tienen su origen en los arreglos básicos de las sociedades: la economía capitalista y la cultura de la modernidad tardía. Ahí se esconden las principales contradicciones de la vida contemporánea. Unos pocos ejemplos servirán para cerrar esta parte del argumento.
Ejemplo 1: El sentimiento de que la máquina destructivo-creativa de la modernidad tardía se ha convertido en una fuerza gigante, imparable (juggernaut), según dice Giddens, quien escribe: “vivir en el mundo producido por la alta modernidad crea las sensación de montar una fuerza imparable”.
Ejemplo 2: Hablamos previamente del argumento conservador según el cual el capitalismo destruye las propias bases ético-culturales que lo sostienen; es decir, liquida las motivaciones para su progreso tal como lo entendía Max Weber. En efecto, según escribe Daniel Bell en su obra Las Contradicciones Culturales del Capitalismo, en línea con el razonamiento weberiano:
“El trabajo, cuando es una vocación, consiste en una traducción de la religión a un vínculo mundano, una prueba, por el esfuerzo personal de la propia bondad y valor (…). Nosotros [en cambio] sentimos que trabajamos porque nos vemos forzados a ello, o que el trabajo mismo se ha rutinizado o rebajado. Como escribió Max Weber en las melancólicas páginas finales de La Ética Protestante y el Espíritu del Capitalismo: ‘Cuando la realización de la vocación no puede ser relacionada directamente con los valores espirituales y culturales supremos, o cuando, por otro lado, no necesita ser experimentada simplemente como una compulsión económica, el individuo abandona gradualmente el intento de justificarla’. Las tendencias al lujo reemplazan a las tendencias ascéticas, la forma hedonística de la vida ahoga la vocación”. En adelante, concluye “la falta de un vínculo trascendental, la sensación de que una sociedad no brinda algún conjunto de ‘significados supremos’ en su estructura de carácter, su trabajo y su cultura, dan inestabilidad a un sistema”.
Sea por esa razón o por otras, la modernidad y el capitalismo parecen haber alcanzado, según distintos análisis, un punto muerto, un grado cero de significación, y se moverían ahora imparablemente, propulsados solo por las fuerzas automáticas del sistema, sin espíritu y sin sentido para los agentes humanos que lo conforman.
Ejemplo 3: En conexión con lo anterior -el malestar por la ‘mecanizacion’ y el ‘automatismo’ que ahora impulsan al capitalismo posmoderno— surge la dramática pregunta de Max Weber: “Ahora bien, el proceso de exclusión de lo mágico, que ha existido durante milenios en la cultura occidental, o sea el ‘progreso’ en el que la ciencia se incluye como fuerza impulsora, plantea la cuestión de si todo esto tiene otro sentido además del puramente práctico y técnico”. Es una cuestión crucial para quienes viven en la época del capitalismo y la tardía modernidad desencantada.
Pues finalmente desencantado por su progresiva intelectualización científico-técnica, extraído el mundo del misterio y lo mágico, aquel fondo habitado por dioses y demonios, ¿hay todavía algún sentido posible más allá del cálculo de la razón?
En su conferencia La Ciencia como Vocación, Max Weber da sorpresivamente un giro a esa pregunta y se interroga si acaso la muerte es o no un fenómeno con sentido. A lo cual él mismo responde con un pasaje que debería tenerse en cuenta al buscar explicaciones de ‘última instancia’ para el malestar en la sociedad (occidental) contemporánea:
“El hombre civilizado […], en la medida en que está situado en un mundo de continuo enriquecimiento de la cultura, las ideas y los problemas, podrá sentirse ‘cansado de vivir’ pero no ‘saciado’. Sólo habrá aprehendido una mínima parte de lo ofrecido por la vida cultural y lo captado siempre será algo provisional y no definitivo. De este modo la muerte resulta para él un hecho sin sentido. Y puesto que la muerte carece de sentido, tampoco lo tiene la cultura como tal, que precisamente por su continua ‘progresividad’ despoja a la muerte de sentido”.
Probablemente se encuentra ahí, en esa paradoja final, la razón última de nuestro malestar en la cultura, insuperable dentro del marco del capitalismo y la modernidad que lo causan. Insuperable igualmente por la democracia que lo alimenta pero que, sin embargo, permite analizarlo y discurrir sobre él. Tampoco por medio de políticas públicas dirigidas a dar satisfacción a los ‘problemas de la gente’ y mejorar la evaluación de los gobernantes frente a la opinión pública encuestada y en los rankings de popularidad.
En suma, la política pública puede resolver algunos malestares de primer nivel y, de paso, frecuentemente, generará otros. Por su parte, las expectativas de bienestar y protección crecen con el desarrollo y dan lugar a nuevas demandas, incomodidades y problemas que la gente desea resolver colectivamente, mediante políticas y acciones del Estado.
La democracia ofrece los arreglos institucionales e instrumentos para determinar las prioridades de esa agenda de problemas y abordarlos. Pero no asegura la efectividad ni la eficiencia de las soluciones, ni puede evitar sus efectos colaterales y externalidades negativas. Además, la propia democracia experimenta las fallas del soberano, de representatividad, participación y legitimidad. No puede por lo mismo resolver más asuntos controvertidos que aquellos que ella misma crea por su propio funcionamiento abierto, la incertidumbre que acompaña a la decisiones y los conflictos inherentes a la pluralidad de ideales, ideas e intereses.
Por último, la democracia, la opinión pública encuestada, las élites y las masas, los medios de comunicación y las instituciones viven envueltas en las contradicciones culturales del capitalismo y la modernidad tardía. Sobre todo, esa sensación, ese malestar sordo, de que la historia avanza demasiado rápido, arrolladoramente, imparable, generando por doquier procesos de creación destructiva y un continuo sentimiento de vacío de sentido; el desasosiego de vivir en una civilización altamente racionalizada, tecnificada y desencantada donde las preguntas sobre ‘cómo’ y ‘para qué’ vivir se vuelven a veces insoportables.
La utopía del discurso del malestar consiste en imaginar una sociedad sin malestares. Sería un error de los críticos de ese discurso pensar que por el carácter utópico de su ideal, no sería necesario preocuparse por los malestares de la política, la sociedad, la economía y la cultura. Realismo sin renuncia debiera ser, ahora sí, nuestro compromiso.
José Joaquín Brunner, Foro Líbero.
0 Comments