Financiamiento y gratuidad en perspectiva
Septiembre 6, 2015
Domingo 06 de septiembre de 2015

Financiamiento y gratuidad en perspectiva

“La humanidad lleva siglos debatiendo sobre cómo financiar la educación, por lo que una mirada a la historia quizás aporte luz a la discusión sobre la gratuidad de los estudios superiores…”

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Quizá la historia nos ayude a salir del enmarañado pleito sobre la gratuidad universal de los estudios superiores. A fin de cuentas, la humanidad lleva siglos debatiendo sobre cómo financiar la educación. Por ejemplo, en la antigüedad los sofistas fueron acusados de enseñar por dinero, prostituyendo el saber -se decía-, igual como ocurre con la belleza cuando se paga por ella.

Una similar contraposición emergió de nuevo durante el medioevo. ¿Era el conocimiento un don de Dios con el cual no cabía hacer negocio lucrativo alguno ( scientia donum dei est, unde vendi non potest , decía la clásica formula latina) o era, como comenzaban a percibirlo los espíritus renacentistas, un medio de descubrimientos y poder, de intercambio y adquisición?

Los concilios lateranenses de 1179 y 1215 proclaman la gratuidad de la educación elemental y religiosa para los pobres ofrecida en los colegios catedralicios: “A fin de que no se quite a los pobres que no pueden ser ayudados por los recursos de los padres la oportunidad de leer y de formarse, que cada iglesia catedral conceda algún beneficio adecuado al maestro que enseñe gratis…”.

Este mismo principio se quiso extender -en la medida de lo posible- a las primeras universidades europeas. Como allí enseñaban también maestros que no poseían un beneficio eclesiástico, había que encontrar otra forma de asegurarles un ingreso. Se despliega un alambicado aparato de interpretación para hacerlo posible. Por ejemplo, a comienzos del siglo 13, el jurista alemán Johannes Teutonicus elucida el ideal de la gratuidad con sentido práctico, dictaminando que el catedrático carente de beneficio eclesiástico puede cobrar por sus enseñanzas, a menos de tener los medios suficientes para vivir. Puede aceptar -pero no pedir- pago de sus estudiantes ricos, jamás de los pobres. Es decir, una suerte de arancel diferenciado.

De a poco se admite una sutil diferencia: el maestro no vendía scientia -por aquello de que es un don de Dios y no tiene precio-, sino que recibe un premium por la labor de transmitirla.

Sin embargo, en los siglos siguientes los claustros, el alma máter, se comercializó e incluso corrompió, acusarían hoy. Creció la presión sobre los alumnos por el pago de tasas, aranceles y multas; los estudiantes ricos solían ofrecer guantes de primera (símbolo de estatus) a sus maestros a la hora de aprobar los exámenes; las cátedras se adornaron materialmente con inusual lujo mientras algunos catedráticos vestían como nobles y príncipes, a diferencia de las oligarquías académicas actuales que destacan más por su espíritu de empresa o poder burocrático que por su riqueza y elegancia.

A medida que las universidades se vieron envueltas en procesos de modernización, diferenciación, especialización y secularización, fueron tornándose cada vez más dependientes de la obtención de recursos para subsistir y proyectarse.

Contemporáneamente, la educación superior exhibe tal magnitud, masividad, complejidad, importancia socioeconómica y cultural, y una estructura de costos tal, que no hay parangón posible con Bolonia, París u Oxford en sus inicios. En particular, el conocimiento avanzado -que es la materia con la cual trabajan las universidades- ha adquirido el carácter de un bien multifacético: a la vez público y privado, de estatus y de experiencia, sagrado y secular, codificado y tácito, teórico y práctico, apto para ser vendido y comprado, generador de beneficios individuales y sociales y que circula indistintamente por canales burocráticos, comunitarios, de mercados y redes.

Suponer que todas esas dimensiones pueden reducirse a una sola y ser financiadas por una única fuente e instrumento es una ilusión absurda. Pretender que el conocimiento fluya solo por medio de intercambios comunitarios, como un don recíproco, ajeno a cualquier contacto con intereses materiales lucrativos, es un completo anacronismo. Igual como sería intolerable tratarlo nada más que como una mercancía al margen de cualquier consideración ideal, reflexiva, estética o de emancipación humana.
Las universidades se ocupan de todo ese variado registro y necesitan tener por lo mismo una economía política suficientemente diversa, compleja y flexible como para adaptarse a las cambiantes demandas y circunstancias de su entorno. Deben poder acceder a subsidios fiscales, vender productos y servicios de conocimiento, recibir donaciones, cobrar aranceles a los alumnos que pueden pagarlos, participar en esquemas de becas y créditos estudiantiles públicos y privados, ofrecer gratuidad en los términos de Johannes Teutonicus y estar facultadas para crear spin-offs y empresas.

Asimismo, deben poder conducirse con acuerdo a su misión y proyecto, actuar con racionalidad de medios y fines, administrar sus asuntos con autonomía y recurrir a personal especializado en gestión, trátese de universidades estatales, privadas subsidiadas por el Estado o privadas sin fines de lucro que obtienen sus recursos por el cobro de aranceles.

La búsqueda de una gratuidad para “los pobres que no pueden ser ayudados por los recursos de los padres” debería ser un objetivo compartido por todos, como ha sido en Chile durante el último cuarto de siglo. Sorprende que el Gobierno no haya continuado en esa línea. Por el contrario, ha puesto las cosas en un terreno anacrónico -el del conocimiento como un bien incompatible con el negocio y los mercados- y ajeno a las realidades del mundo contemporáneo. Por esa vía no llegaremos a una economía política sustentable, capaz de mantener el desarrollo de nuestra educación superior.

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