Ideas de universidad y educación superior
“La pregunta que hay que hacerse es qué ideas de universidad y de educación superior inspiran a las autoridades del gobierno encargadas de diseñar la reforma y, en general, a los directivos académicos que representan las tradiciones y valores de la cultura universitaria…”
En sus mejores momentos, la universidad moderna fue pensada a partir de una idea constitutiva. Ideas como la libre determinación de la razón, según Kant; o la formación y el desarrollo personales (Bildung) basados en la unidad de las ciencias, según Humboldt; o la preparación de élites profesional-burocráticas para el Estado, según el ideal napoleónico; o la educación liberal ( liberal arts ), rasgo distintivo del gentleman , según el cardenal Newman; o como sede de la más clara conciencia de la época, según Jaspers; o la formación del “hombre medio” culto, según Ortega y Gasset; o el compromiso social, la pertinencia y la transformación de las relaciones de poder según diversos pensadores latinoamericanos; o un conglomerado de comunidades, funciones y resultados (una multiversidad) al servicio de diversas expectativas y demandas, según Clark Kerr, ilustre rector de la Universidad de California, Berkeley, en los años sesenta; o el diálogo institucionalizado, pues “solo en el diálogo de las ciencias, las artes, la filosofía y las religiones puede hacerse posible la elaboración de auténtica cultura”, según el documento de Buga de 1967, suscrito por intelectuales de la Iglesia Católica, que tan fuerte impresión hizo sobre mi generación; o bien, finalmente, la idea de la responsabilidad por mantener la separación entre saber y poder, razón y performatividad, metafísica y dominio técnico, según Derrida.
A la luz de este esquemático recuento, la pregunta que debemos hacernos es qué ideas de universidad y de educación superior inspiran a las autoridades del gobierno encargadas de diseñar la reforma de este sector y, en general, a los directivos académicos -rectores, administradores, decanos y catedráticos- que representan las tradiciones y valores de la cultura universitaria.
Nada fácil de responder, debido a la relativa parquedad de ideas y palabras sobre estos tópicos en las altas esferas académico-gubernamentales. La deliberación pública -que justo en el sector universitario podría esperarse alcance un máximo de intensidad- apenas se ha insinuado tímidamente y, con frecuencia, solo como expresión de intereses corporativos o como evaluación de instrumentos financieros.
Así, el debate se dirige, por un lado, hacia la exigencia de mayores recursos para las universidades del Consejo de Rectores o, por el otro, hacia los temas de política pública relativos a la gratuidad universal o focalizada, costeada mediante créditos o impuestos, sujeta a reglas de mérito o de mera necesidad.
Y ni siquiera esas discusiones alcanzan un estatuto mínimamente reflexivo debido a la falta de antecedentes, justificaciones, argumentos y propuestas racionalmente articuladas. Mas bien se contiende y alega sobre la base de trascendidos, globos de ensayo, prejuicios o meras manifestaciones de deseos.
¿Dónde quedan entonces las ideas de universidad y de la educación superior que deberían presidir nuestra controversia de propuestas y opiniones e iluminar las encrucijadas que enfrenta nuestro sistema de formación terciaria? Guardadas en el desván de la memoria, o bien derechamente ignoradas.
Al contrario, campea una noción utilitaria de la universidad. Se la confunde con una armaduría de capital humano, una palanca de competitividad económica, una escalera para la movilidad social ascendente, una máquina de beneficios privados y públicos, un aspa dentro de la “triple hélice” integrada junto con la industria y el gobierno; en fin, una organización puesta al servicio de fines externos. Kant se revuelve en su tumba; Humboldt aprieta los dientes.
En efecto, los valores axiales de la institución -autonomía, razón ejercida en público, deliberación, reflexividad, autorregulación, conciencia, responsabilidad, cultura crítica- no aparecen por ninguna parte en los prolegómenos de la reforma. Infundada, por tanto; carente de fondo o principio.
Carente también de perspectiva de futuro, de horizonte. ¿Qué modelo de enseñanza queremos impulsar? ¿Cómo conviene formar a jóvenes destinados a vivir en un mundo de redes, intenso en conocimiento, de ocupaciones cambiantes, pluralismo de valores y multiplicación de los riesgos morales? ¿Cuáles son las competencias y las capacidades claves para convivir en un medio donde el individualismo coexiste con la presión de masas y el conformismo de las mayorías? ¿Cuánto peso otorgar a la información, los conocimientos y la sabiduría y qué balance trazar entre especialización y cultura general, entre entrenamiento y educación liberal?
Nada de esto parece importar al pensamiento pragmático predominante en los círculos académico-gubernamentales. Prima allí el afán por tornar gratuitos los diplomas y grados con la falsa ilusión de aumentar así el bienestar social; se desea que los estudios sean pertinentes, pero no exigentes; importa que la universidad atienda a los ruidos de la calle, no que guarde la distancia necesaria para pensar más allá del acontecimiento; interesa la conformidad con los mandatos de autoridad (civil o eclesiástica), no la libertad de enseñanza ni la disputatio académica que desde antiguo caracterizaron la vida intelectual de las universidades.
La reforma que a la postre resulte de este estilo de pensamiento no irá más lejos que un modelo de financiamiento, un cálculo de aranceles, una forma de distribuir recursos. Nada parecido, pues, a las ideas que dieron origen y trascendencia histórica a la institución de la educación superior.
“Los valores axiales de la institución -autonomía, razón ejercida en público, deliberación, reflexividad, autorregulación, conciencia, responsabilidad, cultura crítica- no aparecen por ninguna parte en los prolegómenos de la reforma. Infundada, por tanto; carente de fondo o principio”.
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