Reforma de la educación superior: ¿qué hacer?
“El Gobierno ha demorado en reaccionar. Se espera que un nuevo esquema combine respeto por la diversidad de las instituciones con estándares más exigentes, procedimientos menos burocratizados, foco en el mejoramiento continuo de la calidad y creación de una agencia pública integrada…”
Como la mayor parte de los países de América Latina, Chile posee un régimen mixto -público-privado- de provisión de educación superior. Distinguen al caso chileno tres factores: las universidades estatales cobran aranceles, hay un grupo de universidades privadas subvencionadas por el Estado y los estudiantes disponen de un amplio esquema público de becas y créditos para acceder a cualquier tipo de instituciones acreditadas.
En el contexto regional, los indicadores de nuestro sistema son positivos en cuanto a acceso, participación de jóvenes de los dos quintiles de menores ingresos, balance entre estudiantes matriculados en programas universitarios y técnicos, proporción de personas con educación superior dentro del grupo de edad de 25 a 34 años, impacto académico de los artículos científico-técnicos y grado del financiamiento total (público y privado) de este nivel educativo.
Cabe esperar, por lo mismo, que al iniciarse próximamente la reforma de la educación superior anunciada por el Gobierno esta no parta con un diagnóstico distorsionado, como ocurrió en la reforma escolar, y potencie -en vez de debilitar- los progresos obtenidos durante los últimos 25 años. Esta vez la calidad sí tiene que estar en el centro.
Para ello, la primera medida debe ser el reemplazo del actual esquema de acreditación. Este se halla en crisis y ha perdido la confianza de estudiantes, académicos, familias, empleadores y autoridades.
El Gobierno ha demorado en reaccionar. Se espera que un nuevo esquema combine respeto por la diversidad de las instituciones con estándares más exigentes, procedimientos menos burocratizados, foco en el mejoramiento continuo de la calidad y creación de una agencia pública integrada por especialistas reputados en su campo. Actuar con prontitud es esencial para restituir la confianza en la educación superior.
A mediano plazo el principal desafío de calidad es superar una formación de pregrado que, en general, es rígida, tempranamente especializada, posee currículos sobrecargados con información accesible vía internet; que utiliza métodos de enseñanza obsoletos, hace un uso excesivo de clases presenciales, causa altas tasas de deserción y una exagerada duración para llegar al respectivo título o grado. Además es dispendiosa y de alto costo.
Superar este modelo supone un cambio del paradigma. Y encaminarnos hacia un modelo que ofrezca oportunidades diferenciadas pero de calidad, que cuide la selectividad académica de las instituciones más exigentes, que utilice intensamente la tecnología digital y estimule con fuerza la educación técnico-profesional. Sería fatal volver a plantear un criterio contrario a la selección académica y de escaso aprecio por el mérito personal y de las instituciones como ocurrió con la reforma escolar.
El tercer desafío que la reforma necesita abordar es definir una estrategia de largo aliento para el desarrollo de la investigación académica y la innovación vinculada al sector productivo, la sociedad civil y las políticas públicas. Hay que apoyar a las universidades líderes en estas actividades, a las universidades regionales y a las universidades emergentes en este campo. En particular, habría que impulsar un fondo para las humanidades y las artes, y revisar el esquema de medición, evaluación y financiamiento de las ciencias sociales y la investigación educacional.
Adicionalmente, la reforma -si va en serio- deberá corregir la débil gobernanza del sistema. Es imprescindible establecer un ministerio de educación superior, ciencia y tecnología, en condiciones de ordenar las políticas y guiar el desarrollo del sector. Se requiere crear un consejo con los rectores de todas las instituciones acreditadas en reemplazo del CRUCh.
La autoridad se ha comprometido además a modernizar el gobierno de las universidades estatales, permitiéndoles actuar con mayor flexibilidad, fortalecer su conducción estratégica y capacidad de gestión, junto con garantizar su autonomía, colegialidad y accountability . El cogobierno de los estamentos no es la única ni la mejor solución. Para cautelar el uso de los recursos públicos y la finalidad no-lucrativa de las organizaciones universitarias, debería apurarse la creación de la superintendencia para este sector, que el Gobierno ha dilatado sin justificación.
Por último, la reforma tendrá que diseñar un esquema de financiamiento sustentable para la educación superior en el largo plazo. Chile es uno de los países de la OCDE que más invierte en educación superior en relación con su PIB.
Sin embargo, el Estado necesita contribuir aún más: (i) directamente a las instituciones acreditadas considerando su misión, generación de bienes públicos, desempeño y resultados; (ii) a los estudiantes incluyendo becas de gratuidad para aquellos provenientes del 60% de hogares de menores recursos matriculados en universidades, CFT e IP acreditados, así como créditos subsidiados para los demás alumnos cuya devolución desde ya es contingente al ingreso, debiendo garantizarse que jamás podrá convertirse en una carga insoportable para los graduados o titulados. Los estudiantes del 20% de hogares de menores recursos deberían disponer asimismo de becas de apoyo y subsistencia.
Insistir en una gratuidad universal al corto plazo, por el contrario, resulta inviable y perjudicaría al sistema escolar, postergando una vez más la promesa de mayor equidad y calidad en la base del sistema educacional. Sería una política contraria al interés del país.
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