Columna publicada en el diario La Tercera, 26 diciembre 2008.
Digámoslo derechamente: la brecha de resultados entre colegios pagados y subvencionados que cada año se manifiesta en la PSU y el Simce es producto de males sociales que arrastramos desde antiguo y no de los instrumentos que la miden. Esto refleja la desigualdad en la distribución de los capitales básicos de la sociedad -económico, ocupacional,social y cultural- y una tardía universalización de la enseñanza básica y media.
Producto de esto, más de la mitad de los jóvenes (un 57%) que rinde la PSU proviene de hogares cuyo ingreso familiar es de 288 mil pesos o menos. De ellos, 43% obtiene menos de 450 puntos y sólo un 0,6% más de 700 puntos. En el otro extremo, un 5% de los estudiantes examinados pertenece a hogares con un ingreso superior a 1,5 millón de pesos; ellos aportan uno de cada tres alumnos con más de 700 puntos, al tiempo que participan sólo con un 0,5% de aquellos que no alcanzan 450 puntos.
A su turno, los padres del primer grupo tienen en promedio entre nueve y 10 años de escolarización (menos que secundaria completa), mientras los del grupo privilegiado ostentan 15 años o más (o sea, educación superior).
Nos hallamos, pues, frente a dos mundos cuyos hijos, en cuanto a expectativas de éxito escolar, son incomparables entre sí.
Por su parte, los instrumentos empleados para medir resultados son sensibles a la composición social de los alumnos examinados.
Por ejemplo, si hoy, como ocurrían antes, un número significativo de jóvenes de escasos recursos no accediera a la educación secundaria, no la completara o, al graduarse, no se presentara a la PSU, entonces la brecha de resultados sería lógicamente menor.
Sin embargo, la situación sería peor, y no mejor, que si todos concluyen sus estudios y rinden la PSU, como sucede ahora. Luego, si leemos mal el instrumento, terminamos disputando sobre islas y no hablando de encrucijadas, como reprende don Quijote a Sancho. Es decir, sobre arcanos efectos estadísticos y no sobre las cosas que importan; los males de arrastre, la segregada composición social de nuestros colegios y qué hacer en el futuro.
La pregunta clave, al fondo de estos asuntos, es hasta dónde la educación puede revertir -o, a lo menos, mitigar- las desigualdades de la sociedad. Sabemos bien que liberada a sus propios espíritus animales ella ha tendido más bien, en toda época, a reproducir las diferencias de la cuna y ha servido, antes que al estado llano, a las noblezas de la corte, la toga, el dinero, el Estado o el partido revolucionario.
Luego, si se desea que la educación sirva propósitos de inclusión, justicia e igualación de oportunidades, debe ser gobernada y domesticado su natural impulso a transmitir y legitimar las oposiciones de clases y estamentos.
Para ello, se requiere ante todo un financiamiento adecuado -no como ocurre en Chile, donde las familias acomodadas gastan cuatro o más veces en sus hijos que el Estado en la educación de sus ciudadanos- y escuelas altamente efectivas, que por virtud de su liderazgo directivo, profesores competentes y buena gestión pedagógica, compensen las diferencias del hogar.
Estamos lejos de reunir esas condiciones. Abocarnos a cerrar esta brecha entre ideales declarados y medios empleados para alcanzarlos es ahora la tarea decisiva. Pues lo que tenemos por delante “no son aventuras de ínsulas, sino de encrucijadas”.
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