La universidad y sus contradictorias lógicas
”Solo bajo condiciones en que la libre creación de ideas y conocimientos, y su comunicación irrestricta, se hallan garantizadas, pueden estas instituciones cumplir su misión más profunda de servir a la sociedad como el lugar donde se lleva a cabo la más amplia, plural y creativa indagación sobre su existencia”.

Democracia y universidad forman un par disparejo. Mientras la institución universitaria es parte esencial de la democracia, en su interior convive con ella dificultosamente. Veamos qué ocurre en cada caso.
Por lo pronto, la democracia política, sin ser el único medio ambiente en que las universidades florecen, sin embargo, es su hábitat natural.
Únicamente bajo condiciones en que la libre creación de ideas y conocimientos, y su comunicación irrestricta, se hallan garantizadas, pueden las universidades cumplir su misión más profunda. Cual es, servir a la sociedad como el lugar donde se lleva a cabo la más amplia, plural y creativa indagación sobre su existencia. Lo que el filósofo alemán Karl Jaspers resumió en una frase famosa: “La universidad es la sede en la cual la sociedad y el Estado permiten el florecimiento de la más clara conciencia de la época”.
Contemporáneamente, esta idea ha sido traducida por la de una universidad sin condiciones. Es decir, que goza no solo de libertad académica, sino también de “una libertad incondicional de cuestionamiento y de proposición, e incluso, más aún si cabe, del derecho de decir públicamente todo lo que exigen una investigación, un saber y un pensamiento de la verdad (Derrida, 1998).
Por este concepto, la universidad es inseparable de la democracia. Asume ante ella la doble responsabilidad de formar una ciudadanía democrática y de proporcionar evidencia para informar las políticas públicas. Se vuelve así una parte insustituible de la dimensión deliberativa de la democracia.
Efectivamente, nada de la universidad se asemeja más a la democracia que su naturaleza deliberativa, dialogante. El ser un espacio para el cultivo de una reflexividad crítica, el libre intercambio de argumentos y la indagación desprejuiciada de la realidad.
Si en la actualidad los rasgos deliberativos de la democracia parecen debilitados, ello se debe seguramente, en parte a lo menos, a una falla de las universidades en el cumplimento de aquella doble responsabilidad. A su vez, esta falla facilita la emergencia de una sociedad del espectáculo digital, de los escándalos, la posverdad y los autoritarismos populistas. En dicha sociedad, las instituciones universitarias son puestas en jaque; acusadas —como sucede en los Estados Unidos— de ser bastiones de una cultura cosmopolita ajena a las masas (Volk); servir a unas elites descarriadas por su propio refinamiento; y de abrir espacio a un pensamiento progresista (woke) que corroe los valores nacional-cristianos.
En vez de universidades incondicionadas, en el horizonte próximo emerge una universidad amenazada desde todos lados: en su autonomía y libertades sustantivas por el fervor antiintelectual del poder político; financieramente, por la exigencia de doblegarse o verse empobrecida; en su carácter internacional por la prohibición de recibir estudiantes extranjeros; políticamente, por la cancelación del potencial crítico que ellas representan; moralmente, al obligar a sus académicos a autocensurarse en unas instituciones vigiladas.
¿Qué decir, en tanto, de la democracia dentro de la universidad? ¿Es “más democracia” —cómo suele decirse— el antídoto frente a las circunstancias externas que la amenazan?
Tradicionalmente, la mejor y más sólida base del autogobierno de la institución ha sido, y continúa siendo hasta hoy, la protección del espíritu y la práctica de la colegialidad. Esta consiste en la preservación de la autoridad de los académicos sobre los ámbitos docentes, de investigación y en todo lo atinente a la misión y vocación institucional.
Allí, en las comunidades de los saberes especializados, reside la responsabilidad última de la autonomía universitaria. No es un poder político, ni sindical, ni del dinero, ni electoral, ni burocrático, ni clientelar. Es la autoridad basada en el trabajo con conocimiento avanzado.
Su expresión está indisolublemente ligada a la creación, mantención y multiplicación de espacios deliberativos dentro y entre esas comunidades epistémicas. Es ese ethos colegial—del argumento, no del voto—el que rige las relaciones académicas. Allí tienen primacía la autoridad del conocimiento cultivado con pasión, el reconocimiento entre pares y las jerarquías del saber.
Sin duda, esta lógica colegial se halla contemporáneamente en tensión con otras lógicas que son inseparables de las modernas organizaciones académicas. Burocracia versus colegialidad, por ejemplo, es uno de los tópicos más peliagudos en la actual agenda de asuntos clave para el futuro de la educación superior. Mientras la colegialidad descansa en la creatividad individual y de los equipos académicos, y conduce a algo similar a anarquías organizadas, la burocratización necesaria para crear organizaciones de alto rendimiento exige procedimientos, reglas, rutinas, mediciones y racionalización formal de las actividades universitarias.
Particularmente, la colegialidad de base suele chocar con la lógica del direccionamiento estratégico de las universidades, la lógica de la planificación central. Y también con la lógica del management impuesta por el capitalismo académico, que sobre todo valora la productividad y el desempeño económico de las instituciones.
En otras ocasiones, la propia colegialidad académica pugna por extenderse a todos los ámbitos funcionales de la universidad, reclamando para sí la dirección superior, el control estratégico y la administración cotidiana. Esta reivindicación suele compartirse con los otros estamentos—de estudiantes y trabajadores administrativos— a través de propuestas de un cogobierno corporativo triestamental. Es la transformación de la institución en un gremio autosuficiente, dedicado al cultivo de sus propios intereses estamentales antes que de servir el interés general de la sociedad.
Es también el paso de la colegialidad a la política; de las comunidades del saber a un demos que busca expresarse como poder soberano a través de la representación de los estamentos universitarios. Si bien esta es una ideología que se halla en retirada en el resto del mundo, en los países latinoamericanos se mantiene viva sustentada en la memoria mítica de la reforma de Córdoba de 1918. Sus efectos son hoy intensamente debatidos en algunas de nuestras casas de estudio, donde la responsabilidad del cuerpo académico está en juego.
En suma, la universidad está llamada a servir los fines democráticos de la sociedad, a la vez que a preservar, para sí, los medios y valores de la colegialidad.
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