Julio Labraña 16 de abril de 2025
De vez en cuando, surge un momento que expone el frágil equilibrio entre la autoridad política y las reivindicaciones de autonomía de las universidades. La reciente confrontación entre el gobierno federal de los Estados Unidos e instituciones de élite como Harvard y Columbia es un momento así.
Al hacer del cumplimiento político una condición de financiación federal, incluido el desmantelamiento de programas de diversidad y la supresión del activismo estudiantil pro-palestino, la administración de Donald Trump ha dejado claro que la dependencia de las universidades de los recursos públicos puede convertirse fácilmente en un mecanismo de control.
Aunque se encuentra en los Estados Unidos, las implicaciones de este episodio reverberan mucho más allá de sus fronteras.
Para los observadores en América Latina, confirma lo que ha sido evidente durante mucho tiempo: la autonomía universitaria nunca se concede, solo se negocia, y siempre está bajo la presión de las corrientes sociales.
Aunque algunos académicos pueden desear lo contrario, las universidades no flotan por encima de la sociedad. Son organizaciones que están integradas en redes de dependencia densas y a menudo asimétricas.
Como deja claro la Teoría de la Dependencia de los Recursos, las organizaciones dependen de los actores externos para asegurar los recursos que necesitan para funcionar: financiación, legitimidad, personal, reconocimiento legal e incluso capital simbólico. Pero la dependencia casi inevitablemente implica vulnerabilidad.
El caso estadounidense dramatiza esto con una claridad sorprendente. Sin embargo, las universidades latinoamericanas han experimentado dinámicas similares, y a menudo más agudas, durante décadas.
No solo bajo dictaduras militares, con sus intervenciones explícitas y control ideológico, sino también en regímenes democráticos moldeados por la volatilidad económica, la austeridad fiscal y entornos políticos inestables.
En tales contextos, las universidades siguen siendo estructuralmente dependientes del estado y con frecuencia están sin la protección de grandes dotaciones o flujos de ingresos diversificados. Esto los deja particularmente expuestos a agendas políticas cambiantes, decisiones presupuestarias discrecionales y oleadas sucesivas de reformas políticas.
El auge del gerencialismo
Sin embargo, no todas las formas de dependencia son igualmente visibles. Una de las presiones menos visibles, pero no menos significativas, sobre la autonomía universitaria en América Latina no ha surgido de la intervención política abierta, sino del auge del gerencialismo desde mediados de la década de 2000.
Importados bajo las banderas de la modernización y la eficiencia, las racionalidades de gestión han transformado la gobernanza de las universidades, introduciendo nuevos mecanismos de evaluación,
Control y responsabilidad.
Los sistemas de acreditación, los indicadores de rendimiento y los planes estratégicos, todos enmarcados como herramientas neutrales, funcionan en la práctica como instrumentos blandos de alineación organizativa con las expectativas externas. Estas herramientas rara vez parecen coercitivas, pero inevitablemente reconfiguran las prioridades institucionales a través de medios procedimentales.
En este sentido, el gerencialismo es una forma más sutil, pero potente, de dependencia basada en los recursos: una que disciplina desde dentro y en nombre de una mayor eficiencia y competitividad.
Las universidades de toda América Latina no han sido pasivas frente a estas presiones.
Algunos han tratado de diversificar la financiación a través de programas de pago de honorarios, subvenciones internacionales o asociaciones con actores privados, aunque a menudo a costa de aumentar la estratificación y reforzar las desigualdades.
Otros se han adaptado a los nuevos regímenes de auditoría internalizando el lenguaje del rendimiento y la excelencia, a menudo con efectos ambivalentes y desiguales.
Los estudiantes y la facultad continúan desafiando estas tendencias, defendiendo a la universidad no como un actor de mercado o un instrumento político, sino como un espacio de razón pública e imaginación social. Sin embargo, estas formas de resistencia son en su mayoría precarias.
Lo que el conflicto estadounidense subraya para las universidades latinoamericanas es que la autonomía no se puede desenredar de las condiciones materiales de la supervivencia institucional. La autonomía no es simplemente la ausencia de interferencia; es la capacidad de establecer y perseguir las propias prioridades sin coacción.
En términos concretos, esto exige condiciones estructurales que permitan un cierto grado de libertad organizativa: financiación estable y predecible, salvaguardias legales y legitimidad social de base amplia.
Cuando las universidades se ven obligadas a competir por recursos escasos, alinearse con agendas definidas externamente o acomodar presiones políticas, su capacidad de acción autónoma se ve constantemente socavada, independientemente de si se sigue invocando el lenguaje de la autonomía.
Un mundo de creciente dependencia
La tarea por delante no es romantizar a las universidades, sino reimaginar su autonomía en un mundo donde la dependencia es cada vez más inevitable.
Para las universidades latinoamericanas, y tal vez para las universidades de todo el mundo, el desafío radica en el desarrollo de formas de resiliencia institucional que no se basen en la sumisión, sino que fomentan la capacidad de autoobservación institucional: una capacidad de distinguir entre formas de dependencia que son propicias y aquellas que son corrosivas.
Esto implica confrontar las fuentes de dependencia, politizar los instrumentos de gobernanza y forjar alianzas que sostengan el papel de la universidad como una institución compleja y plural dentro de la vida democrática.
En resumen, requiere reflexividad. La dependencia no se puede abolir. Ningún hombre es una isla, y ninguna universidad existe sin su entorno externo.
Pero para las universidades latinoamericanas, la autonomía aún puede profundizarse, si aprenden a depender de otras maneras, y más selectivamente, de maneras que permanezcan fieles a su propia tradición intelectual.
Julio Labraña es un experto en educación superior, se desempeña como Director de Calidad Institucional y Profesor en la Facultad de Educación y Humanidades de la Universidad de Tarapacá, Chile. Su formación académica incluye una maestría en Análisis Sistémico Aplicado a la Sociedad de la Universidad de Chile y un doctorado en Filosofía de la Universidad de Witten/Herdecke, Alemania. Labraña se especializa en teoría sociológica y educación superior, con su investigación centrada en las intersecciones de la teoría de los sistemas sociales, el cambio organizacional y la transformación de las universidades. Su trabajo examina particularmente cuestiones de semántica, gobernanza y el impacto de la digitalización. Ha estudiado las políticas universitarias, la interdisciplinariedad, la innovación y los desafíos emergentes en la sociología de la educación. Labraña ha publicado en revistas académicas internacionales y contribuye activamente a los debates académicos sobre la evolución de las organizaciones en la sociedad contemporánea.
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