Sobre las eternas guerras culturales
Marzo 12, 2025

Nacionalismos modernos

Guerras, batallas o luchas culturales acompañan a las sociedades desde que dejan atrás el carácter de comunidades fuertemente cohesionadas por una identidad religiosa, moral y familiar compartida que penetra todos los ámbitos de la vida colectiva. Allí donde impera un solo dios, un mismo conjunto de valores y un intenso sentido de cohesión comunal —una situación complementada habitualmente por una poderosa superestructura de enforzamiento y vigilancia de los comportamientos personales (pensamientos, creencias y palabras) y un agudo sentido de la culpa y la vergüenza— no hay espacio para el enfrentamiento de culturas y el pluralismo de voces.

En este cuadro irrumpe la modernidad, que Ortega y Gasset representó alguna vez como la multiplicación de los dioses y las lenguas, hecho que fundadamente él considera más vital e importante que la multiplicación de los conocimientos y las cosas que celebra la modernidad.

En un breve artículo de diciembre de 1915—una columna larga, diríamos hoy—de cara a los destructivos nacionalismo enfrentados a muerte en las trincheras de la primera guerra mundial, escribe que esos nacionalismos provienen de la destrucción previa, de larga data, de la unidad de la comunidad originaria. En efecto, sostiene, “habrá que derivar la separación de los pueblos de una hendidura pavorosa que se abrió en la concepción común del Dios. El Dios único se partió en Dioses y la humanidad quedó disgregada, separada por grietas hondísimas, y cada aglomeración de hombres se sintió compacta y unificada por la creencia en uno de esos Dioses y despegada, hostil hacia otra cualquiera que pensaba otro Dios. La duda del Dios común llevó a la invención de Dioses particulares, y en esta invención se hicieron los pueblos; estas invenciones son los pueblos”. Así, concluye, surge el moderno nacionalismo como un poder “que separa en trágica pluralidad a los hombres” (La guerra, los pueblos y los dioses2015).

El siglo XX —siglo de nacionalismos, revoluciones, colonialismos y guerras— fue una expresión paradojal no del dominio sino del asalto a la razón; no de una tranquila convivencia de la pluralidad sino de la imposición de la fuerza entre y dentro de los países; no de una paz perpetua como había imaginado la filosofía sino de una constante división del mundo entre bloques geopolíticos opuestos por sus intereses y visiones de mundo. Guerra fría bajo amenaza nuclear en un planeta bipolar en el exterior y, hacia dentro, lucha de clases o regímenes de dominación. Todo esto al amparo de dioses particulares, nacionalismos enfrentados, ideologías excluyentes y, claro está, de una “guerra fría cultural”. Esta atravesó los medios de comunicación y los congresos de escritores, a los artistas a ambos lados de la cortina, a las universidades y academias, los científicos y eclesiásticos, los currículos escolares y la música, a la intelectualidad y los directores y actores de cine y teatro.

Cada cual su propia guerra

Mi generación, nacida durante la segunda guerra mundial o durante los años inmediatamente posteriores, conoció sus primeras letras bajo la sombra que proyectó esa guerra librada para ganar “corazones y mentes”. Pronto aprendimos el vocabulario apropiado: retórica de Guerra Fría, propaganda imperialista o comunista, guerra psicológica, American way of life, patio trasero, batalla cultural, cultura soviética, frente ideológico, etc.

No somos ajenos por tanto, sino más bien estamos atentos desde temprano, a los fenómenos propios de las batallas en la cultura, en el campo de las ideas y los símbolos, de la comunicación y las palabras.

Personalmente, mi primera experiencia en ese “campos de batalla” fue durante los años de estudiante en la UC, asociado al surgimiento de un pensamiento crítico en el seno de círculos social-católicos. Aquellos de los que yo hacía parte, se inspiraban en:

(i) la ideología democristiana de la Revolución en Libertad (Frei Montalva, 1964-1970);

(ii) el pensamiento propiamente moderno de la iglesia post-conciliar;

(iii) las ideas de avanzada del pensamiento universitario latinoamericano (en sus fuentes católicas como el documento de Buga, 1967, las corrientes modernizadoras y de cambio estructural pregonadas por varias instancias de la Compañía de Jesús—Revista Mensaje, Instituto de Humanismo Cristiano, DESAL en torno al Padre Vekemans, director-fundador de la Escuela de sociología de la UC;

(iv) las lecturas fascinantes, aunque poco sistemáticas, de los textos abiertos al diálogo  cristiano-marxista y de encuentro del pensamiento católico postconciliar con las ciencias sociales, y

(v), finalmente, diversas expresiones críticas de la cultura establecida, como el psicoanálisis, la teología de la liberación, las novelas del boom latinoamericano, los marxismos europeos, etc.

Así, palabras más o menos, fue la entrada de algunos jóvenes adultos de esa generación en la infinita riqueza de la cultura de los años 1960 y en sus tensiones, contradicciones y batallas. Vivimos intensamente, en pocos años, una etapa clave de la Bildung personal —aquí entendida como autocultivo con plena incorporación “a” y “de” la humanidad según sus expresiones locales— consistente en el pasaje desde culturas familiares convencionalmente burguesas (en mi caso, debo decirlo, de ese grupo que la historia alemana designa como Kulturbürgertum, burguesía cultural) a una cultura generacional crítica, de emancipación moral, rechazo del orden conservador y búsqueda de visiones alternativas de mundo. Si se quiere, a la busca de otros dioses, otros códigos de valoración, otras formas de expresión.

En el caso de quienes estudiábamos en la UC, sobre todo en sus facultades más tradicionales, aquella resultó una ruptura más dramática que lo usual en esa fase del propio Bildungsroman (historia de mayoría de edad); fue una ruptura, si se quiere, con un viejo orden escolástico de enseñanza, una autoridad docente que a nuestros ojos había entrado en crisis, una institución académica que percibíamos como ultramontana y alejada del mundo y, por extensión, ruptura con un orden socio-cultural completo. Es decir, un estamento oligárquico heredero de la hacienda, una religión católica ritualizada y preconciliar, y una cultura intelectual puesta de espaldas a la modernidad, las ciencias sociales, y los pensamientos críticos que bullían a nuestro alrededor.

Dicho en términos más sociológicos, fue una revuelta generacional contra el orden conservador que puso en cuestión la religión tradicional, el principal bastión académico de dicho orden (UC), su medio de comunicación más poderoso (entonces El Mercurio que enfrentó directamente —pero sin éxito— al movimiento estudiantil) y, en general, la hegemonía o prevalencia de dicho orden que, en cualquier caso, se encontraba ya en fase de disolución político-electoral.

Sucesión de intensas batallas culturales

Este ejercicio de la memoria no tiene otro propósito que recordarnos la sucesión de intensas batallas culturales que ha vivido nuestro país desde los años 1960 hasta ahora, con independencia del lugar ocupado por cada uno y de las vivencias experimentadas a lo largo del camino.

A la disolución del orden conservador y el embate de las generaciones entonces emergentes (aquí solo me referí a una de ellas), siguieron una serie de otros eventos cataclísmicos: (i) la breve pero cruenta batalla cultural entre la idea de una revolución socialista a la chilena —con su programa y símbolos de profetas desarmados— y la reacción armada, en plena guerra fría, contra una democracia desbordada que terminó aplastada; (ii) la lucha llevada adelante por la dictadura para extirpar el pensamiento, la memoria, los partidos y las dirigencias de izquierdas del seno de la sociedad y la cultura e imponer un nuevo orden capitalista sustentado por una revolución de mercados y los espíritus animales de una economía neoliberal; (iii) la consiguiente derrota político-cultural pacífica, pero masiva, de aquel proyecto por una amplia concertación de fuerzas democráticas que buscó, y logró, recrear una moderna democracia capitalista, y, finalmente, (iv) desde 2014, con el acceso al gobierno de una Nueva Mayoría con una propuesta cultural de políticas más radicales de cambio, fundada en la crítica de la transición democrática y de la modernización capitalista del país, una década de luchas en torno a la gobernabilidad, disputada entre izquierdas y derechas, mientras ambos sectores experimentaban un tiempo de intensas batallas culturales en su interior para ganar la hegemonía del proceso político y crear condiciones para un nuevo ciclo gobernabilidad en el  país.

Lo que caracteriza pues el estado actual de las batallas culturales en nuestro país —en estrecha interconexión con fenómenos globales— es el hecho de que si bien ellas mantienen una proyección externa (dar una dirección y orientación al país), por el momento, y desde hace una década, su carácter preferente es de batallas internas, intrasectoriales. Esto vale tanto para la derecha como para la izquierda del espectro ideológico-político, lo que se manifiesta en el uso, cada vez más frecuente, del plural en ambos sectores, dando cuenta así de la existencia, dentro de ellos, de grupos, corrientes y expresiones que compiten fuertemente (y a veces duramente) por la hegemonía o prevalencia sectorial, como condición para luego modificar el rumbo de la sociedad y el Estado.

Bachelet inaugura un reformismo estructural (paradigmático) y acelerado, pero su principal batalla es hacia dentro de la Nueva Mayoría, entre círculos más y menos identificados con el programa. A la vez, dicha batalla envuelve una demolición transversal del pasado concertacionista que recién ahora, durante el último tiempo, vuelve a ser rescatado tímidamente.

En seguida, intento por restaurar una propuesta liberal-social, compasiva y gerencial, que chocó y fue desbordada por el estallido social y las protestas. Este último, en su fase más enérgica, anárquica y violenta, crea un instante irreal de proximidad del “fin del sistema”, librando una intensa carga simbólica, utópica, emocional y estética que, leída en términos de guerra cultural, puede entenderse como un intento de radical deconstrucción de la cultura nacional-estatal, de élite, de dominación de las masas vía el consumo (las tentaciones del mercado) y de emancipación de los sentidos e identidades reprimidos de diversidad e inclusión en todos los ámbitos de la sociedad.

Con el retorno al gobierno de las izquierdas en dos bloques —uno generacional + comunista, el otro socialdemocrático con una parcial recuperación del pasado concertacionista— comienza la última escena de lucha cultural que se haya en pleno desenvolvimiento. Conocemos bien y hemos comentado antes sus dinámicas principales. Por un lado, pérdida de su plataforma ideal-radical concebida aún al calor del estallido social a poco andar por el rechazo de la propuesta maximalista pergeñada por la Convención Constitucional. Por el otro, rectificación y cambio profundos del eje interno del gobierno, pasando de radical a moderado, de utópico a pragmático, de rupturista a reformista en la media de lo posible, de modo de adaptarse, aprender y readaptarse continuamente a un contexto nacional e internacional desfavorable. El gobierno Boric ha sido, como tantos otros en la historia, un caso de aprendizajes tras una gran derrota en la guerra cultural.

A su vez, las derechas post-Piñera han terminado separándose claramente en dos culturas: liberal-conservadora de Chile Vamos, con su tradicional pragmatismo de pretendida efectividad técnica, ortodoxia económica y reformas acotadas y de las nuevas derechas a su vez con dos cabezas (KyK) y múltiples corrientes y grupos internos nacionalistas, autoritarios, securitarios, de democracia protegida, fuertes valores católicos o cristianos, neoliberalismo económico de moderados hasta anarco-libertarios, caudillos y facciones regionalistas.

La multiplicación de los dioses ideológicos particulares y la consiguiente confusión de lenguajes a ambos lados de las trincheras políticas ha creado un amplio espacios para líderes emprendedores que levantan su propia tienda.

Tal fue la exitosa dirigencia estudiantil nacida de los movimientos de 2006 y 2011 que dio origen a diversos colectivos que luego se fusionaron en un solo partido, el partido Frente Amplio. Al otro lado, los dos K, Kast y Kaiser, con sus propios establecimientos políticos hoy disputan la hegemonía de su sector con la derecha tradicional agrupada en Chile Vamos.

Menos exitosa ha sido la iniciativa privada en el área central del espectro, donde se sitúan líderes y grupos que no han logrado constituir un polo de desarrollo con peso propio. Asimismo persisten figuras individuales tradicionales como Parisi y MEO, o surgen nuevos líderes emprendedores como Carter, por ejemplo —que buscan nuclear a su alrededor a falanges que les permitan desarrollar potencial presidencial, parlamentario o transaccional, contribuyendo así poblar el mercado con una mayor diversidad de ofertas y aprovechando las posibilidades de incidir en las batallas culturales por venir.

Fuego cruzado en el plano simbólico cultural

Efectivamente, cada nuevo actor en esta escena, junto a los demás hasta llegar a los más antiguos, participan en el fuego cruzado de las luchas que se libran en el plano simbólico cultural.

Si bien en su origen la idea de una “guerra cultural” (Kukturkampf) nace en la Alemania de Bismarck durante el último cuarto del siglo XIX para designar la pugna entre el Estado y la iglesia católica, y de esta con su hermana iglesia protestante, por el control de la educación, los nombramientos eclesiásticos y las relaciones entre el Estado y la religión, en la actualidad se utiliza ampliamente alrededor del mundo, cubriendo además un radio también más extenso de asuntos.

Últimamente su presencia más intensa en los medios de comunicación se debe a la intensificación de la lucha ideológico-política en torno al significado y el sentido de palabras claves en el vocabulario de las sociedades contemporáneas.

En una dirección se ataca el wokismo de las izquierdas identitarias —ataque llevado hasta el paroxismo por Trump y la ideología MAGA— batalla en la cual se con-funden tópicos nacionalistas, de género, religiosos, históricos, de alta cultura versus cultura popular, de clase social y etnia, de estilos de vida y estética, de visiones de mundo y prejuicios de todo tipo, dando lugar a una ofensiva de amplio espectro. Esta busca identificar (y anular)  a las izquierdas como woke; unas izquierdas posmodernas, posmarxistas, postsoviéticas pero que serían igualmente amenazantes y peligrosas por estar en guerra con los valores de occidente, las iglesias cristianas, las jerarquías del orden la autoridad tradicional, la verdad y las virtudes de los civilizados.  Es un nueva guerra fría contra la barbarie.

El presidente de Argentina, en su discurso de Davos en febrero pasado, resume bien el planteamiento anti-woke  “Hoy vengo a decirles que nuestra batalla no está ganada, que si bien la esperanza ha renacido, es nuestro deber moral y nuestra responsabilidad histórica desmantelar el edificio ideológico del wokismo enfermizo”, dijo Milei.  Y agregó: “El wokismo es el resultado de la inversión de los valores occidentales, cada uno de los pilares de nuestra civilización fue cambiado por una versión distorsionada de sí mismo mediante la introducción de diversos mecanismos de su versión cultural”.

Al efecto uso los típicos ejemplos: “De los derechos negativos a la vida, la libertad y a la propiedad, pasamos a una cantidad artificialmente infinita de derechos positivos. Primero fue la educación, luego la vivienda y, a partir de allí, cosas irrisorias como el acceso a Internet, la televisación del fútbol, el teatro, los tratamientos estéticos y un sinfín más de deseos que se transformaron en derechos humanos fundamentales, derechos que, por supuesto, alguien tiene que pagar”. Calificó también al wokismo como “un régimen de pensamiento único” y sostuvo que  “feminismo, diversidad, inclusión, equidad, inmigración, aborto, ecologismo, ideología de género, entre otros, son cabezas de una misma criatura cuyo fin es justificar el avance del Estado mediante la apropiación y distorsión de causas nobles”.

En la dirección contraria, se acusa a las nuevas derechas, y a veces a las derechas en general, de fachos o fachas en versión redes sociales o de neo fascismo o derechas duras radicales o extremas, en la esfera de las cultura académica. Su análisis de prensa y académico conforma hoy una verdadera industria, partiendo por el hecho que la RAE define el fenómeno de facha o facho como uno “de ideología política reaccionaria”, y ofrece como sinónimos “fascista, ultraderechista, ultra, facho”.

Hoy apuntala las baterías empleadas desde el otro costado de las trincheras contra los nuevos movimientos y expresiones de derecha no-tradicional, ajenos a las vertientes liberal-conservadoras, proporcionándole proyectiles dirigidos contra los idearios nacional-populares, católico-autoritarios, de seguridad nacional, nacional-sindicales,  restauradores,todos los cuales son subsumidos bajo las etiquetas del neofacismo o de derechas extremas, radicales o duras.

De hecho, tal como ocurre con el concepto de woke, que oscila entre significados a veces contrastantes, la línea de ataque contra las nuevas derechas duras bajo la acusación de fascismo muestra también importantes ambigüedades entre los intelectuales de izquierdas y la academia crítica.  Una estudiosa del fenómeno que nos ocupa señala así en un interesante volumen que “en realidad, no existe una definición conceptual del término ‘extrema derecha’, al igual que no existe una definición indiscutible del término ‘populismo’, con el que a veces se lo equipara”. Y luego agrega: “En cuanto a la definición de ‘fascismo’, parece ser igualmente vaga cuando este término no se aplica directamente al período relacionado con la historia italiana y el régimen dictatorial de Mussolini”.

Refiriéndose al texto El fascismo eterno (1995) de Umberto Eco, nuestra estudiosa recuerda que él propuso que el fascismo no poseía ninguna quintaesencia, y ni tan siquiera una sola esencia. El fascismo, decía él, era un totalitarismo fuzzy. No era una ideología monolítica sino, más bien, un collage de diferentes ideas políticas y filosóficas, una colmena de contradicciones.

Y concluye luego subrayando el carácter profundamente simbólico y mediático de las guerras culturales en el presente. En la actualidad política, sostiene, “expresiones como extrema derecha, populista o fascista, que califican legítimamente a los representantes políticos cuando defienden ciertas derivas antidemocráticas, o cuando reconocen sospechosas filiaciones, sirven generalmente para suscitar polémica en los debates públicos en los que intervienen los principales acusados, sin que nadie se encargue de circunscribir el significado mismo de estos términos”.

Por su parte, Umberto Eco concluye su texto citado en dirección similar. El fascismo eterno, que llamó también “Ur-fascismo”, se deslizaba por las palabras, escribió; hablaba un “neohabla”. Y explica: “La ‘neohabla’ fue inventada por Orwell en 1984, como lengua oficial del Ingsoc, el socialismo inglés, pero elementos de Ur-fascismo son comunes a formas diversas de dictadura. Todos los textos escolares nazis o fascistas se basaban en un léxico pobre y una sintaxis elemental, con la finalidad de limitar los instrumentos para el razonamiento complejo y crítico. Mas debemos estar preparados para identificar otras formas de neo habla, incluso cuando adopten la forma inocente de un popular reality show”.

Órdenes simbólicos disputados

Ahí estamos nosotros, igualmente. En un terreno cargadamente mediáditico y de enjambre de redes, en medio de una guerra cultural cargada de simplismos y emociones, donde los ejércitos woke se enfrentan  a las falanges neo o post o ur fascistas y viceversa, como en un grandioso reality show global. Pero donde igualmente se hallan en juego asuntos importantes; en realidad, decisivos para el “futuro de la humanidad”, según suelen decir los académicos de uno y otro lado. Asuntos disputados que, en varios órdenes simbólicos, son efectivamente parteaguas.

En la esfera política la subsistencia de la democracia liberal o el progresivo y por ahora creciente avance de los arreglos iliberales, de democracias protegidas, Estados totales y lenguajes orwellianos.

En la esfera moral, todo aquello relacionado con los cuerpos, el sexo, los implantes, el aborto, los géneros, los cyborgs e incluso la mente y la muerte se hallan en disputa.

En el orden de los conocimientos y las creencias, la unidad de la fe o el pluralismo de los dioses; las dos culturas, STEM versus las ciencias sociales y las humanidades; la universidad militante o la academia crítica (incluso de sí misma); la cancelación del wokismo o del fascismo.

En el orden de la naturaleza, su preservación o transformación; el medio ambiente o la industriosidad humana; el derecho natural o los derechos de los animales y las especies; el extractivismo o las colonias espaciales.

En el orden tecno-económico, finalmente, el capitalismo woke o sus versiones corporativistas, neofascistas o de restauración valórica; la creatividad destructiva y los mercados anárquicos o el Estado impositivo-extractivo y de seguridad total; IA consciente de sí misma o fake news y comunicación humana distorsionada.

Por último, en el orden internacional, ¿nueva guerra fría o guerras de tercera generación?; ¿orden reglado o impuesto por la fuerza?; ¿mundo imperial, global, bipolar o multilateral?; ¿cristiano, islámico, confuciano, postsecular o mitológico?

Con todo esto en juego, ¿qué alternativa hay si no la eterna guerra cultural que separa en trágica pluralidad a los hombres?

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Académico UDP y UTA, ex ministro Más de José Joaquín Brunner

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