Esfuerzo y merecimiento
Enero 19, 2025

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José Joaquín Brunner, 19 de enero de 2025

Quizá en la educación, más que en cualquier otro sector de las sociedades contemporáneas, esfuerzo y mérito están íntimamente relacionados. A su vez, ambos forman parte de un conglomerado de términos que se sitúa en el núcleo del vocabulario educacional. Piénsese en logro, rendimiento, excelencia, calidad, trabajo bien hecho, superación, valor, distinción, recompensa, reconocimiento, merecer, mención honorífica.

Los debates suscitados en torno al concepto del mérito poseen una larga y variada tradición en la historia del pensamiento. Por ejemplo, en Occidente, Platón y Aristóteles reflexionaron sobre esta idea.

El primero, en dirección hacia el ideal de una meritocracia gobernante. Pues no puede confiársele a los hombres comunes o ricos comerciantes el poder político, razonaba Platón, sin riesgo de que la “nave del Estado” encalle. ¿Por qué? Porque los líderes elegidos democráticamente siempre estaban riñendo. Sólo un “verdadero piloto”—un filósofo-rey—podía guiar con seguridad el barco a destino. Hoy ha vuelto a ponerse de moda esta visión.

El otro, Aristóteles, estaba preocupado, más que por el buen gobierno, por la distribución justa de los bienes sociales en general. Según él, esto ocurre cuando la gente es recompensada por lo que merece; o sea, en proporción a sus méritos. Dice por ahí: todos los hombres están de acuerdo en que, en la distribución, lo justo debe ser según el mérito. La asignación de los cargos de alta dirección pública según la habilidad de los postulantes funciona hasta hoy como un ideal meritocrático. Y a veces se respeta y funciona.

Sin embargo, la noción de mérito no es exclusiva de Occidente, si bien así lo creyeron a veces, ¡y actuaron con esa convicción!, sus gobernantes, religiosos, empresas, intelectuales y artistas. Pensaron, y a veces todavía lo hacen, que frente al propio imperio cultural solo había barbarie y falsos ídolos.

En realidad, la tradición meritocrática más largamente sostenida proviene de la China imperial y de la burocracia que rodeaba al emperador. Sus miembros eran elegidos no por pertenecer a un grupo social aristocrático, ni por vínculos clientelares, de negocios o nepotismo, sino por un sistema nacional de exámenes que servía como un filtro selectivo para ascender a posiciones de poder. Tal era el grupo de los literati; hombres educados al servicio de la administración de las reglas y los procedimientos del poder.

La inspiración de esta concepción se atribuye a Confucio, cuyo nombre o, más bien, el patrón cultural derivado de su pensamiento ético-filosófico constituye hasta hoy un eje de la discusión educacional comparada.

En efecto, no escapa a nadie que los resultados de aprendizaje del grupo de países incluidos habitualmente en dicho patrón cultural—República de Corea, Hong Kong, Japón, Macao, Singapur, Shanghai y Taiwán—ocupan los primeros lugares de la prueba internacional PISA en comprensión lectora, matemática y ciencias. Y, para evitar aquí la típica reacción occidental—de que los estudiantes de esos países serían buenos para memorizar, pero carecerían de creatividad—basta constatar que ellos ocupan también los primeros lugares en el examen de “resolución de problemas”, habilidad que se supone se halla en la base de la creatividad.

A su turno, del mérito y la meritocracia puede decirse, como dijo alguna vez Amartya Sen respecto del último de estos términos, que es una idea con muchas virtudes, pero que la claridad no es una de ellas. Ni podría serlo, visto los múltiples significados interrelacionados de los conceptos que forman parte del conglomerado esfuerzo-mérito listado más arriba.

Un colega formado en Alemania me sugirió que, para abordar la complejidad del término mérito, sería un buen ejercicio entenderlo en el sentido del vocablo alemán Leistung. Efectivamente, si se estudia a partir de su etimología (derivada del verbo leisten), aparece un amplio espectro de palabras relevantes para esta exploración, tales como: llevar a cabo una obra, realizar, cumplir una obligación, obedecer un mandamiento, cumplir, hacer, seguir, perseverar, esforzarse, resultado de un trabajo físico o mental, lo realizado, apto para un buen trabajo.

Quienes hayan cursado sus estudios en un colegio alemán reconocerán de inmediato los variados sentidos en que cada una de esas acepciones eran parte del clima escolar que allí se respiraba.  Uno donde la flojera adquiría soterradamente un (des)valor ético-religioso. Y el esfuerzo llevado a cabo persistentemente—de manera individual o en grupos—poseía una suerte de santificación superior, incluso cuando se erraba o fracasaba en el empeño.

Esta gravitante concepción de formación queda magníficamente retratada en el drama del Fausto de Goethe. Allí, según explica un comentarista, el Señor no solo parece admitir que esfuerzo y error son inseparables de la actividad humana, sino que, además, comunica al demonio que también él es un activo agente en la salvación de la humanidad. ¿Cómo así? Al incitarla constantemente a la actividad (descubrir, hacer, crear, criticar, destruir), impide que el hombre caiga en la pereza, la inercia y la indolencia, pecados capitales contra la modernidad (Williams, 1998). Esta filosofía de dedicación plena, permanente, a la tarea culmina al final de la obra con la salvación de Fausto—a pesar de sus crímenes, excesos y vida dispendiosa—momento en que los ángeles cantan: “Quien siempre se esfuerza y persevera, a ese podemos salvar”.

¿Cabe imaginar una mejor fundamentación para una ética del esfuerzo y para el reconocimiento del mérito como principio educacional?

Por cierto, como veremos en una próxima columna, para actuar a partir de esta noción de mérito como Leistung, en el marco de una ética del esfuerzo formativo, se requiere avanzar en varios frentes.

Externamente, a nivel del sistema educativo, proporcionando múltiples formas de identificar, evaluar y reconocer el esfuerzo y la perseverancia. Internamente, supone desarrollar un conjunto de habilidades, rasgos de carácter y competencias que la académica Angela Duckworth (2016) popularizó bajo el término anglosajón de grit; combinación de pasión sostenida y esfuerzo constante.

Es decir, formarse como una “persona dedicada y trabajadora”, que “completa todo lo que empieza”. Algo muy próximo, por lo tanto, a la noción del mérito como Leistung, inspirada en un ethos de esfuerzo personal.

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