En defensa del mérito
José Joaquín Brunner, 29 de diciembre de 2024
Uno de los tópicos más antiguos, a la vez que nuevo, de los debates ideológicos contemporáneos es el lugar que ocupa el mérito en las trayectorias individuales y en los arreglos colectivos de la sociedad. Según algunos, la meritocracia sería quizá el ideal más universalmente compartido. Al mismo tiempo, los críticos sostienen que la creencia en, y la práctica de, la meritocracia contribuye al aumento de la desigualdad, disminuye la movilidad social, genera indiferencia ante la pobreza y el sufrimiento, y produce otros problemas sociales. Estamos pues frente a conceptos intensamente contestados.
En el plano político de Occidente, ellos vienen discutiéndose desde antiguo. En efecto, la idea de Platón de que la polis debía ser gobernada por lo que en la actualidad llamaríamos una meritocracia pensante, altamente educada y examinada rigurosamente, resuena hasta hoy dentro de los más distintos regímenes ideológicos. En el siglo pasado eracompartida por las democracias y el régimen soviético.
Hoy día el presidente Xi llama al PC chino a seleccionar a los funcionarios “en función de sus méritos, independientemente de su origen social”. A su turno, el diario inglés TheGuardian observaba hace un tiempo: “En las democracias occidentales, los partidos políticos modernos de centro, izquierda y derecha han hecho cada vez más hincapié en el mérito como base sobre la que debe organizarse la sociedad” (10 de enero 2022).
En China, el confucianismo y los exámenes imperiales proporcionan, desde hace dos milenios, la base ético-cultural de una concepción meritocrática a las burocracias reinantes. En Occidente, dicha función recae en la noción de una “carrera abierta a los talentos” que emerge de la revolución francesa y del liberalismo europeo. Allí las oportunidades fundan una vertiente del meritocratismo democrático basado en lasprofesiones modernas. En ambos casos, el despliegue de la racionalidad científico-técnica del capitalismo en todos los ámbitos de la sociedad, primero en Occidente y más recientemente en China, contribuye a la difusión de aquellos climas meritocráticos.
Efectivamente, la valoración del mérito, el esfuerzo y el desempeño constituye un eje central prácticamente en todos los campos de actividad: la educación en primerísimo lugar, pero, también, en las burocracias públicas y privadas, las empresas, lasprofesiones, el deporte y la distribución de recursos en los campos de las ciencias, las artes y las humanidades.
Sin embargo, ese mismo generalizado interés y aceptación del éxito, considerado como coronación de un esfuerzo y prueba de su reconocimiento social, abre todo un abanico de consecuencias posibles.
En la medida que la praxis del mérito se vuelve más y más autorreflexiva, genera, dos consecuencias. Por una parte, una suerte de imagen ideal (un imaginario) de la sociedad, organizada en torno a un plano de iguales oportunidades, esfuerzos y recompensas. Por otra parte, ese mismo ideal contrasta agudamente, entonces, con la realidad fáctica de las múltiples desigualdades que existen en el seno de la sociedad, en todos los ámbitos, obstaculizando la materialización del modelo meritocrático.
De allí asimismo el fenómeno, típicamente contemporáneo, de la ambigüedad que rodeaa dicho modelo. Por lo pronto, es un principio que sirve para hacer la crítica de la sociedad y sus desiguales distribuciones de oportunidades, recursos y reconocimientos.Al mismo tiempo, es un principio que en sí es fuertemente criticado en tanto puedeacusársele de enmascarar esas desiguales distribuciones y crear la falsa ilusión de que todos pueden llegar donde los lleven su talentos y logros, independientemente de su origen de clase, género, localidad y socialización familiar.
Al contrario, la autorreflexividad debiera llevarnos a un balance entre esas dos caras que no es fácil establecer.
Destruir las bases de legitimidad del mérito en nombre de la igualdad social, como hacen ciertos sectores progresistas, anula cualquiera posibilidad de movilizar el esfuerzo, la perseverancia, la productividad y el rendimiento en cualquier esfera de la sociedad. Deja tras de sí los escombros de una deconstrucción de este ideal. ¿Ejemplo? El de los colegios emblemáticos que arrancados de su sitial meritocrático terminaronanarquizados. Ya no poseen mérito ni fuerza cultural para reclamar esfuerzo, orden, disciplina y autoridad.
Esa visión progresista está, además, alejada del sentido común de la gente. Según una encuesta de comienzos de este año, un 63% está de acuerdo con que los colegios puedan seleccionar a sus alumnos por méritos académicos, cifra que aumenta a un 67% en el caso de los liceos emblemáticos, bicentenarios y de alta exigencia. De hecho, es probable que una mayoría de la población, y seguramente también de los educadores, concuerde hoy con la conveniencia de reintroducir el mérito académico a nivel de la educación secundaria como una variable del algoritmo que rige la admisión escolar.
Por su parte, una visión puramente tecnocrática del mérito—como aparece a veces en círculos liberal-conservadores—es igualmente destructiva, pues entrega el destino de las personas ya bien a la suerte de su origen sociofamiliar o a su desempeño en los diferentes ámbitos donde compiten por oportunidades, retribuciones y reconocimientos. Como sea, esta visión supone—contrariando la realidad y la sociología—que existe una cancha pareja para todos y una repartición perfectamente justa y merecida de las recompensas entre los competidores. El éxito individual—en las múltiples “carreras” que constituyen la vida así concebida—pasa a ser el desiderátum de las relaciones sociales, ajenas a toda confraternización, compasión y solidaridad pública con los más débiles o vulnerables.
En suma, tal como es difícil imaginar una sociedad donde las personas no aspiren a ser recompensadas por sus esfuerzos, ¡y lo sean efectivamente!, tampoco es deseable una sociedad donde el único rasero del reconocimiento sea el logro individual. Dicho en otras palabras: una sociedad no puede justificarse sólo por el mérito de sus miembros más favorecidos, como si el éxito fuese el único destino valioso, pero tampoco puede excluir la consideración del esfuerzo meritorio, como si fuese inevitablemente defectuoso bajo la sospecha del pecado original de la desigualdad.
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