El trumpismo como metáfora: reflexión sobre el fin de la democracia liberal
Derechas e izquierdas
En la actualidad, el análisis de las tendencias del cambio político a nivel global tiene que ver, primero que todo, con la lógica binaria de derechas e izquierdas. Sin duda, en este plano, en diferentes partes del mundo, las derechas avanzan y retroceden las izquierdas. Además, entre aquellas crecen especialmente las derechas relativamente más extremas, radicales o duras.
Sin embargo, este tipo de análisis, basado en el posicionamiento de fuerzas dentro del espectro ideológico tradicional, a la diestra y siniestra de dicho espectro, resulta cada vez menos interesante. Sus conclusiones no iluminan la escena.
Lo dicho no significa hacerme parte aquí de la socorrida tesis sobre la muerte de la polaridad de derechas e izquierdas, la que, por cierto, goza de buena salud, contrariando las previsiones sobre su desaparición o superación. En efecto, donde uno mira, ese contraste sirve como una manera rápida y fácil de identificar a las fuerzas políticas en el mapa ideológico; arriba y abajo -según si ocupan el gobierno o la oposición- y oeste / este según si son de derechas o izquierdas.
De hecho, en cada una de las elecciones recientes, como ocurrió en Chile también hace pocas semanas, igual que en Estados Unidos y México, dicha dicotomía tradicional ordena el conflicto político y lo vuelve legible. La opinión pública encuestada, al igual que los votantes, se identifican con estas posiciones o bien las usan negativamente para desmarcarse o declarar su independencia, precisamente respecto de esas posiciones que operan cual hitos o marcas.
Con todo, su utilización no lleva suficientemente lejos al análisis ni sirve para una interpretación más fina de las posiciones en juego. Así acaba de quedar demostrado con la elección de Trump. Decir que allí triunfó el Partido Republicano, o bien la derecha republicana, o más restringidamente aún el trumpismo, es insuficiente, aunque el último calificativo es quizá el más apropiado, pues da cuenta de fenómenos de fondo que están ocurriendo en dicho país.
Calidad de la democracia
En esta dirección, Steven Levitsky, autor de Cómo mueren las democracias (2018), decía hace unos días en una entrevista: “En todas las democracias occidentales, el clivaje principal ya no es izquierda-derecha sino cosmopolitas contra etnonacionalistas. Esta transformación ha ocurrido en Estados Unidos, y es un cambio gigantesco”. Así explica la trayectoria del Partido Republicano que lleva al segundo momento trumpiano:
“Ya a principios del siglo XXI, un partido del establishment de centroderecha empieza a convertirse en un partido cada vez más etnonacionalista. De ser algo parecido al Partido Conservador británico pasa a ser el Frente Nacional francés. Un partido que sobre todo prioriza la defensa de los blancos cristianos. De ahí surge Trump. Y Trump hace otro giro: el partido, además de etnonacionalista, se convierte cada vez más en populista, antisistema. Y una vez convertido en antisistema empieza a atraer votos no blancos. Porque hay un sector del electorado, no gigantesco pero importante, de votantes no afiliados a ningún partido, que no participan mucho en política, pero que si votan lo hacen con un nivel de descontento bastante alto: blancos, latinos, negros, más hombres que mujeres. Ellos votaron por Trump en esta elección, y le dieron la victoria”.
Procesos similares suceden también en otros países donde últimamente las derechas han ganado posiciones, manifestando una clara tendencia de alejamiento y cuestionamiento de los grupos e ideologías tradicionales del sector. Tal es el caso de varios países europeos como Alemania, Austria, España, Hungría, Italia y Países Bajos o, en América Latina, de Argentina, Brasil, Chile (a su manera) y El Salvador, además de otros países en diferentes regiones del mundo como India, Israel, Japón, Rusia y Turquía.
En este contexto suele citarse el Reporte de la Democracia de 2023 del Instituto V-Dem, un think tank de la Universidad de Gotemburgo, Suecia, especializado en el análisis de los sistemas democráticos, el cual ofrece el siguiente relato del retroceso de la democracia a nivel mundialdurante las últimas décadas. Según muestra un resumen de dicho documento:
“El nivel promedio de democracia que experimenta un ciudadano global ha retrocedido a niveles similares a los de 1986. De 2003 a 2023, hemos pasado de 35 países en proceso de democratización a tan solo 18, mientras que los países que han virado hacia regímenes autoritarios han pasado de 11 a 42. Se han invertido de manera clara las tendencias y actualmente estamos peor que hace 40 años, ya que existe un número menor de sistemas democráticos que en aquellas fechas: según el índice de democracia liberal de este think tank, que incluye una escala del 0 al 10 en variables como la calidad de las elecciones, los derechos individuales, la independencia institucional, las libertades de expresión o de asociación, el respeto de las libertades civiles por parte de los poderes públicos o la existencia de medios de comunicación plurales, la calidad de la democracia ha empeorado hasta volver a niveles de 1986”.
Este fenómeno conlleva además, como es sabido, la aparición y difusión del populismo de derechas, una ideología que se encuentra en expansión. Según leemos en un artículo publicado recientemente, “para entender de verdad el populismo, hay que tener una visión a largo plazo. En los años sesenta, los partidos populistas obtenían, de media, el 5,4% de los votos en Europa, mientras que hoy, tras las elecciones al Parlamento Europeo del 9 de junio pasado, más del 20% del electorado confía en ellos con su voto”.
El gran desorden
¿Existe algún elemento compartido a escala global, y de ser así cuál, que permita hablar de un fenómeno común emergente entre tan diversos países, salvadas evidentemente las múltiples diferencias nacionales de tiempo y lugar?
Efectivamente, existe una tendencia bastante generalizada -variada en sus formas de expresión, pero inconfundible en el fondo- hacia el fortalecimiento de respuestas autoritarias, iliberales, nacionalistas y populistas de derecha ante los riesgos percibidos por las sociedades contemporáneas, más allá, debemos repetirlo nuevamente, de sus peculiares trayectorias y de las muy distintas intensidades con que se manifiesta dicha tendencia según cada país.
Se trata de reacciones -entre las élites, clases sociales y la opinión pública masiva- frente al cambio social acelerado, la incertidumbre económica (carestía, inflación, desempleo, vejez), la inmigración de poblaciones descartadas desde el sur global, el crimen organizado y el narcotráfico, las catástrofes naturales e industriales, las carencias de salud y protección que se volvieron particularmente visibles durante la pandemia y, en general, frente a los “riesgos manufacturados” por la propia civilización capitalista y la emergente revolución tecnológica que amenaza con destruir todo lo que sabemos, tenemos y somos, parafraseando un clásico planteamiento de Marshall Berman sobre los efectos de la modernidad en el mundo.
Reina una percepción común, en diversas sociedades y culturas, de que las cosas no funcionan como debieran para la mayoría; que la desigualdad de oportunidades de vida se ha vuelto insoportable e irremediable; que el futuro ya no guarda esperanza alguna; que la velocidad de destrucción -del medio ambiente, de las tradiciones e instituciones, de los valores familiares y la confianza básica en los demás- es mayor que la de recuperación y renovación de los lazos sociales; que los riesgos de todo tipo se multiplican rápidamente sin que las autoridades públicas encargadas de controlarlos, mitigarlos o removerlos estén en condiciones de hacerlo.
Los sentimientos más difundidos que acompañan a este cuadro desalentador son el temor, la desconfianza, el resentimiento, el victimismo, el desaliento, la frustración y la sensación de que reina un gran desorden bajo cielo. Significa un generalizado incumplimiento de la promesa moderna de bienestar, salud, mayor educación y solidaridad, liberación de las ataduras materiales y culturales y de emancipación de los ciegos poderes y fuerzas que rigen el destino humano. Por lo mismo, estaríamos llamados a “asumir completamente la desesperanza”, según concluye Slavoj Žižek, filósofo de izquierdas que invita a dejar de enarbolar “falsas alternativas”. Mas esta perspectiva, enfocada desde las izquierdas respecto del mismo cuadro, será objeto de un siguiente ensayo.
Orden: principio axial
En estas condiciones, la reivindicación del orden a cualquier precio -seguridad física, personal, de subsistencia, status y reconocimiento, trabajo e ingreso, protección social, vivienda y vecindario, familia y ciudad- pasa a ser el principal vector de evaluación que afecta a los gobiernos y a las administraciones, a la clase política en general, a los partidos gobernantes y a los gobiernos.
Dicho con una metáfora paradojal: el reclamo por el orden actúa como un verdadero tsunami que, cual marea arrolladora pasa por encima de todas las (débiles) defensas de la cultura y se cuela por los intersticios de la sociedad, destruyendo los (frágiles) arreglos de la democracia, el equilibrio de los poderes establecidos, las convenciones políticas, las ideologías tradicionales y descolocando a los analistas, opinólogos y comunicadores del establishment.
Los componentes de este movimiento tectónico y las energías que moviliza son variados, expresándose también de diferentes formas en cada contexto nacional y regional.
Componente autoritario
Reivindica el orden político hobbesiano: la mano dura del Estado más que la invisible de la economía; la concentración y el control de los poderes del Estado bajo un mando unificado del gobierno o un líder fuerte; un régimen continuo de excepción; el restablecimiento de las jerarquías, los rangos y las distinciones en el seno de la sociedad; una afirmación neta de la dimensión vertical y de la fuerza como principio rector frente a las muchedumbres atemorizadas por la inseguridad.
Va frecuentemente acompañado por el culto del líder; posee por tanto un rasgo fuertemente personalista (de Putin a Orbán, de Bolsonaro a Bukele, de Trump a Trump en sus dos momentos), llegando en ocasiones a una verdadera identificación colectiva con el mesías político. Asimismo, por unas ideologías y ritos que consagran -sin límites- el principio (irredargüible) de autoridad; principio de clase social o estamento honorífico, patriarcal, tecno burocrático, carismático, de identificación con valores superiores e indiscutidos, de una moral superior, etc.
En cambio, aborrece la pluralidad de poderes y el pluralismo de valores e ideologías; la diversidad en las familias, las comunidades locales y la sociedad; el exceso de libertades, la deliberación pública, la crítica sistemática y el cuestionamiento de las voces oficiales; desconfía de la intelectualidad, la academia y las universidades que serían el hogar de posturas woke y del uso de la inteligencia y las letras con fines disolventes cuando no subversivos.
Componente iliberal
El componente iliberal del nuevo ordendeseado/postulado por la derecha extrema o radical se enfila, específicamente, contra la democracia liberal-representativa. A esta se acusa de debilidad y de fomentar el desorden y las rencillas ideológicas, carcomer las bases éticas de la autoridad y los pilares de un Estado fuerte; de reducir las barreras contra la violencia, favorecer la competencia entre élites a espaldas de la gente, y de introducir un igualitarismo que lleva al resentimiento y el odio de clases.
Sobre todo, por lo que toca a la organización de la polis, se acusa al liberalismo de fragmentar el sistema político al exacerbar el pluralismo de valores y preferencias; de volverse ineficaz y cada vez menos eficiente para resolver las crisis y los asuntos más complicados que enfrentan las sociedades y, en particular, de elevar la intensidad de la competencia ideológica y el faccionalismo, al punto de poner en peligro la unidad nacional.
El iliberalismo alimenta, y a la vez acrecienta, el componente autoritario, emparejándose ambos en una ideología que es contraria a la política como tal, a la descentralización de poderes y al fomento del individualismo y las relaciones contractuales. Por el contrario, muestra una ostensible preferencia por las comunidades tradicionales, con fuerte integración moral, valores religiosos, sentido local y territorial e identidad nacional.
Componente nacionalista
El nacionalismo, tercer componente de las pretensiones del orden emergente, busca restaurar precisamente una comunidad imaginada históricamente, con su grandeza ancestral, una misión moral y que ocupa un lugar superior distinguible en la historia. “A shining city on a hill”, como gustaba recitar el presidente Ronald Reagan, quien en su discurso de despedida presidencial de 1989 expresó:
“Yo he hablado de la ciudad brillante toda mi vida política, pero no sé si alguna vez llegué a comunicar lo que veía cuando la invocaba. En mi mente era una ciudad alta y orgullosa, construida sobre rocas más fuertes que los océanos, azotada por el viento, bendecida por Dios y rebosante de gente de todo tipo que vivía en armonía y paz; una ciudad con puertos libres que zumbaban con el comercio y la creatividad. Y si tenía que haber murallas, las murallas tenían puertas y las puertas estaban abiertas a cualquiera que tuviera la voluntad y el corazón para llegar hasta aquí. Así la veía yo, y la sigo viendo”.
La nación de los nacionalistas de derechascontemporáneos se levanta contra las infinitas laceraciones que imponen a las sociedades el capitalismo moderno y el liberalismo contractualista con su énfasis en individuos autónomos, entes sin raíces, de tendencias cosmopolitas y preferencia por ideas abstractas (habitualmente foráneas) y desarraigo local.
Es contra las alienaciones universalistas, globales e ideológicas que se erige este nacionalismo hacia fuera, mientras que hacia dentro de la propia sociedad denuncia al “enemigo interno”. Proclama la seguridad nacional y la lucha contra los inmigrantes, las religiones y sectas que dividen y fragmentan y contra las ideas que cuestionan la grandeza histórica, el origen heroico y las figuras monumentales y ornamentales de la comunidad que deberían ser preservadas, admiradas y celebradas, aunque hieran los sentimientos de otras partes de la comunidad.
Componente populista
A esta visión de orden de las derechas surgida de una reacción global de afirmación autoritaria, iliberal y nacionalista, se agrega un cuarto componente, el del populismo contemporáneo que opone tajantemente élites versus pueblo, los de arriba y los de abajo, y a aquellos que se creen ungidos por los dioses de la nación frente a la masa invisiblilizada, dejada atrás, victimizada y des-conocida.
En una sorprendente inversión de la idea marxista de la lucha de clases aparece ahora, desde las derechas radicales y rupturistas con respecto al mundo liberal-burgués, el clivaje pueblo (postergado, olvidado, abandonado, maltratado, despreciado) contra élite (soberbia, liberal, intelectualizada, de alta cultura, narcisista, cosmopolita).
Esta tajante disyunción, formulada paradojalmente ahora no por las izquierdas vinculadas a la tradición comunista sino por élites de recambio de derechas, reclutadas en círculos de origen diferentes de aquellos. de las élites burguesas liberales, configura una nueva versión del populismo alrededor del mundo. Moviliza al “pueblo” -muchedumbre, masas, excluidos, sectores apolíticos, grupos medios, gentes enrabiadas, olas de resentimiento- contra las viejas élites, la “casta política”, identificadas con el poder, el abuso, la retórica vacía y el formalismo democrático mentiroso.
Trumpismo y circulación de las élites
Trump, junto a su equipo en plena formación, reúne varias figuras estrambóticas pertenecientes a esa nueva élite en lucha contra el viejo establishment liberal-demócrata y republicano moderado. Acusa a este último de aristocratismo cultural y conservadurismo social, mientras invoca a la gente de a pie y al pueblo dejado atrás por el rápido cambio de condiciones económicas (empleo), sociales (status) y culturales (posmodernismo, wokeismo, identitarismos de minorías interseccionales). Llama a ese pueblo a unirse tras el líder y a arremeter contra el antiguo régimen de poderes, identificado con el deep state, los grupos urbanos de la costa este, el intelectualismo académico, la alta cultura ivy league, el esteticismo arrogante y el cosmopolitismo globalizante y antinacional.
Me valgo en este punto nuevamente de la entrevista realizada al politólogo Steven Levistky, mencionada más arriba. A contra mano de las abundantes lecturas psicosociales del triunfo de Trump, ya bien confiriéndole una autoridad mítica -profética, patriarcal, indestructible, una suerte de Gengis Kan americano contemporáneo, guerrero y conquistador que sentaría las bases de un nuevo imperio- o bien culpando a los votantes por su incultura política, pasividad, oportunismo, consumismo y ansiedad pequeño burguesa, la interpretación propuesta por el politólogo es que la explicación de los males presentes de la democracia tiene su origen en la lucha entre élites y no en una conducta voluble de los votantes. Dice:
“…es cierto que competir con el discurso de defender la democracia no va a traer demasiados votos. Nunca lo hace. Con la excepción de países como Argentina en los años 80 o Chile y Sudáfrica en los 90, que salían de dictaduras terribles; con pequeñas excepciones, la gente nunca vota por la democracia. No podemos depender del electorado para salvarnos. Es el trabajo de la élite defender la democracia. De los políticos, los jueces, los periodistas, los líderes religiosos, los empresarios. No podemos depender de la gente. La gente se preocupa, con razón, por la inflación”.
Por mi lado, hace tiempo que vengo sosteniendo que los problemas de gobernabilidad en Chile son, ante todo, problemas de y entre las élites (ver aquí, aquí, aquí y aquí).
De acuerdo a la clásica tesis schumpeteriana, el poder reside en las élites y éstas -en un sistema democrático- compiten por él para ejercerlo legítimamente, en una competencia que se renueva periódicamente según la decisión de la gente. Como escribió el propio Schumpeter con una crudeza que hoy no parece políticamente correcta, pero que es lúcidamente verdadera:
“Ante todo, con arreglo al criterio que hemos adoptado, la democracia no significa ni puede significar que el pueblo gobierne efectivamente, en ninguno de los sentidos evidentes de las expresiones «pueblo» y «gobernar». La democracia significa tan sólo que el pueblo tiene la oportunidad de aceptar o rechazar los hombres que han de gobernarlo. Pero como el pueblo puede decidir esto también por medios no democráticos en absoluto, hemos tenido que estrechar nuestra definición añadiendo otro criterio identificador del método democrático, a saber: la libre competencia entre los pretendientes al caudillaje, por el voto del electorado” (Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia, Orbis, Barcelona, 1983, p. 362).
Derechas chilenas: diferentes mixturas ideológicas
En esta lucha entre élites por conquistar el gobierno o ejercer la oposición, las nuevas derechas emergentes presentan combinaciones variables de los cuatro componentes descritos anteriormente: autoritarismo, iliberalismo, nacionalismo y populismo, todos ellos tamizados por las tradiciones y la cultura política de cada país, según las cambiantes corrientes de opinión y preferencias de los votantes.
En Chile, como hemos visto en oportunidades anteriores (por ejemplo, aquí y aquí), las derechas están en pleno proceso de experimentar con diferentes mixturas de estos componentes y combinarlos variablemente. La escena es conocida. En la superficie, compiten los partidos tradicionales (agrupados básicamente en Chile Vamos) y grupos de centro crecientemente atraídos hacia la derecha como Demócratas y Amarillos, por un lado y, por el otro, los grupos más proclives al nuevo orden ideológico emergente, donde se ubican el Partido Republicano y otros grupos y movimientos afines.
La reciente elección de autoridades locales y regionales mostró un avance relativo de estas últimas fuerzas, pero, simultáneamente, una relativa capacidad de resistir de las fuerzas agrupadas en la derecha tradicional. Con todo, estas últimas, lejos de expresar una derecha liberal moderna, es mayoritariamente heredera de la ideología autoritaria de la dictadura, hoy transformada en una memoria incómoda, a la vez que cultiva rasgos definidamente conservadores más que liberales. De allí la incógnita sobre el perfil de una futura candidatura de derechas, su visión ideológica y propuesta programática, que revolotea en los sectores de derecha y preocupa a sus analistas. Hay allí una incipiente batalla por la hegemonía del sector que acompañará a las derechas durante el próximo período.
A su turno, los nuevos grupos de derecha que se sienten más próximos al orden ideológico emergente apuestan, sin embargo, por ahora, a una suerte de “realismo hobbesiano”. Es decir, se ubican todavía a medio camino hacia una derecha extrema o radical, conjugando el ideal de un Estado securitario en el orden público y, en la esfera privada, una defensa de valores tradicionales de jerarquía, deferencia y cumplimiento de los deberes propios de la posición social.
Proyecto trumpiano
En definitiva, ¿qué significa todo este movimiento global hacia formas autoritarias, iliberales, nacionalistas y populistas de conducción de las sociedades?
A mi juicio, debe entenderse como un proceso encaminado a dejar atrás la democracia liberalen sus diversas manifestaciones, siendo el ensayo trumpiano -que durante los próximos meses y años tendrá lugar en los EE.UU.- el de mayor riesgo por su enorme potencial de gravosas consecuencias.
Efectivamente, Trump y su equipo de nueva élite rupturista llegan al gobierno del país más poderoso del mundo con la definida promesa (mandato, dice él y su círculo cercano) de crear un nuevo régimen de poder personalista; expurgar a la administración federal, reemplazando a la alta y mediana burocracia tradicional (deep state) por leales seguidores del líder; emplear como arma legal contra los enemigos internos (weaponize) al Departamento de Justicia y el aparato judicial, cuyo máximo órgano otorgó desde ya plena inmunidad ante la ley al Presidente Trump.
Sumado a lo anterior, la nueva élite entrante promete desregular los mercados para desatar los “espíritus animales” del gran empresariado/capital, al tiempo que se desmantelarán las agencias regulatorias claves al compás de una enérgica transformación emprendedora del gobierno (Musk, encargado del Department of Government Efficiency).
Y todavía falta por mencionar lo más importante: el propósito no oculto de remecer y sacudir la cultura del establishment liberal y sus expresiones intelectuales woke que se hallarían enquistadas en la academia, los medios de comunicación “progresistas” y en los relatos hegemónicos confabulados del calentamiento global, el feminismo radical, las identidades LGBTQ+ y la farmacologización de la salud. Para esta última batalla, Trump propone designar en la cartera de Salud a un secretario de Estado que es activamente antivacunas, enemigo de la fluoración del agua potable y que -de entrada- amenazó al personal del servicio con la expulsión de cientos de empleados y científicos.
Todo esto busca desarticular, alejar del Estado y derrotar culturalmente al llamado establishment liberal progresista. Al mismo tiempo, recuperar al pueblo profundo, especialmente de raza blanca, liberándolo de una doble amenaza: (i) la inmigración foránea que contamina el entorno y (ii) las élites hipereducadas y cosmopolitas que se hallarían cada vez más separadas de los valores auténticos de la nación. En breve, make America great again (MAGA).
En perspectiva: ¿crisis de la democracia?
En una perspectiva que corre en paralelo con la anterior, pero más allá del proyecto/ experimento Trump, el auge global de las derechas autoritarias, iliberales, nacionalistas y populistas lo que pone en juego es un nuevo intento histórico por desbaratar la democracia liberal, tal como existió hace alrededor de un siglo. Pues también entonces, en la Europa se preparaba un abrupto recambio de las viejas élites y su sustitución por las fuerzas emergentes del nacional socialismo, el fascismo y el franquismo que prometían un nuevo orden y una refundación cultural de Europa frente a la amenaza revolucionaria de las izquierdas y el despuntar de la Unión Soviética.
El cuadro mundial es hoy completamente distinto; sin embargo, las fuerzas político-culturales de las nuevas derechas emergentes, igual como en las décadas de entreguerras en Europa, se mueven en una dirección similar; la de aventar y sustituir a las viejas élites.
Según recordaba en días pasados el historiador británico Mark Mazower en el diario Financial Times“la deriva autoritaria de la Europa de entreguerras no sólo dio lugar a fascistas como Hitler y Mussolini, sino también a otros tipos de dictadores: exmilitares, clérigos, profesores e incluso reyes que supervisaban elecciones amañadas. Todos ellos se opusieron a la democracia liberal, pero no todos fueron fascistas. Algunos duraron décadas, otros sólo meses. Lo que sus contemporáneos se preguntaban no era quién encajaba en la definición de fascismo de los libros de texto, sino por qué la democracia estaba en crisis y si las instituciones que habían heredado eran capaces de soportar la tensión”.
¿Con qué propósito actuaron entonces esas fuerzas que pudiera iluminar el escenario actual?
Básicamente, con el propósito de excluir de los arreglos de poder a las viejas élites o aquellas que buscaban consagrar una democracia liberal -con su poco constructivo juego de élites competitivas que se turnan en la administración del gobierno- al mismo tiempo que de evitar la difusión y el fortalecimiento de alternativas autoritarias de izquierdas, también iliberales, nacionalistas y populistas “revolucionarias”, como postulaba entonces el movimiento comunista internacional.
En cualquier caso, la novedad actual consiste en que, de ambos lados, el de las nuevas derechas radicales y el de las izquierdas post soviéticas, el diagnóstico global que comienza a aparecer en círculos políticos, académicos, tecnocráticos y empresariales, es que la democracia liberal representativa tiene sus días contados por no ser capaz ya de producir una gobernabilidad eficaz para sociedades complejas. Menos aún estaría en condiciones de ponerse a la altura de los macro desafíos, riesgos y dilemas que enfrentan las sociedades contemporáneas, como el crimen organizado y el narcotráfico, el calentamiento global, el desplazamiento masivo de las poblaciones que migran, las múltiples nuevas desigualdades de todo tipo, los crecientes desequilibrios de la globalización, la competencia geopolítica y cultural por el dominio del mundo y ahora, más encima, la irrupción de la inteligencia artificial que amenaza con redefinir los alcances de lo humano y la humanidad.
Visto así, querría decir que la democracia liberal, que siempre fue vista por la izquierda comunista como una falsa formalidad burguesa para ocultar su dominación y aceptada con entusiasmo por la izquierda sólo por el sector socialdemócrata, comienza ahora a ser abandonada también por las derechas -como ya antes había ocurrido- esta vez por su aparenteincapacidad, inhabilidad e ineficacia para gobernar sociedades que se vuelven cada vez más complejas, intrincadas y lentas para el movimiento vertiginoso de los capitales, la ciencia y la tecnología.
La alternativa que surge en estas circunstancias desde varios lados -un nuevo pacto faustiano- es instituir e imponer de arriba hacia abajo órdenes fuertes de autoridad en todo tipo de instituciones; reducir al mínimo los componentes liberales en la sociedad, la política y la cultura; dar paso a un Estado de excepción continua en condiciones de vigilar y castigar erga omnes (respecto de todos); levantar el horizonte utópico y la ideología práctica de comunidades nacionales imaginadas capaces de unirse tras su líder o caudillo o vanguardia popular, poniendo a la base de ella a un pueblo regenerado por un líder o caudillo con una clara definición del enemigo; las viejas élites demoliberales que compiten por turnarse en el poder.
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