El destino de los fondos públicos y lo que esperamos de las universidades
En las últimas semanas, el caso de Marcela Cubillos, exministra de Educación y docente en la Universidad San Sebastián despierta nuevamente el debate de la educación superior en Chile. Al cuestionamiento sobre la frágil salud financiera de algunas universidades, la Superintendencia de Educación Superior suma una investigación respecto a la alta remuneración que Cubillos recibió mientras ejercía labores académicas.
Las altas esferas de diversos organismos público-privados perciben rentas equivalentes o superiores a las de Cubillos. Por ejemplo, el gerente general de Metro de Santiago recibe un salario bruto de $18.907.563, seguido por su gerente de Proyectos, con más de $17.400.000. De manera similar, el presidente del BancoEstado recibe una renta comparable, mientras que el presidente ejecutivo de Codelco percibe un poco menos de 50 millones de pesos. En Chile, los altos cargos pueden llegar a ganar hasta 58 veces más que el trabajador peor remunerado de la misma organización. Sin embargo, este no parece ser el punto central de la discusión. En este escenario, cabe preguntarse ¿Qué es lo que realmente causa revuelo de la situación Cubillo y la Universidad San Sebastián? ¿Son las brechas salariales? ¿Es un asunto de género? ¿ Son las características personales de Marcela? ¿son los confusos límites entre la política y las empresas privadas?
La débil distinción en la regulación de instituciones públicas y privadas, la cuestión de los fines efectivos que las universidades debieran en gneeral cumplir y el circuito invisible entre políticos y empresarios están, de todas maneras, latentes en esta discusión. Sin embargo, mucho más interesante que el caso Cubillos en específico —cuya justificación resulta a la fecha moralmente difícil— es el debate que abre sobre las universidades que reciben recursos públicos y lo que esperamos como sociedad chilena de ellas.
El concepto de autonomía universitaria es fundamental en este contexto y ha sido empleado de manera recurrente en el debate, no por casualidad. Esta noción no se limita a la independencia de influencias externas, ya que la autonomía absoluta, en sentido estricto, es inalcanzable. Más bien, se entiende como una forma específica de independencia, condicionada al cumplimiento de las funciones que la sociedad atribuye a este tipo de instituciones. Así, la autonomía se concibe como la facultad de autogobierno orientada al cumplimiento de los deberes que las universidades tienen con su entorno.
De fondo, entonces, se encuentra subrepticia, pero evidente, la pregunta sobre cuáles son las funciones de las universidades. Dicho de otra manera: cuál es la diferencia entre una universidad y otras instituciones, como empresas o partidos políticos. Esta pregunta, siempre revisitada por las disputas sobre la idea de la universidad, tiene una solución simple: las universidades son organizaciones especializadas, primariamente, en la combinación productiva de docencia e Investigación. En el ideal de universidad, por un lado, la docencia se ve influida constantemente por el desarrollo de las disciplinas científicas y, por otra, la investigación adquiere la capacidad de hacer nuevas preguntas a partir de su contacto permanente con nuevos estudiantes con nuevas ideas. La autonomía universitaria es la condición de posibilidad, necesaria pero siempre amenazada, del cumplimiento de estos altos propósitos por parte de las instituciones de educación superior.
Sin este núcleo, central, se trata de otras instituciones igualmente legítimas en sus respectivos ámbitos pero diferentes de una universidad, al menos normativamente. Por eso es que como sociedad nos duele incluso la sospecha de que los recursos públicos destinados a una universidad puedan no estarse dedicado al desarrollo de la docencia y la investigación. Que puedan obedecer a otros fines —menos universitarios. En este contexto, la resistencia a aceptar nos muestra, a fin de cuentas, lo que la sociedad no transa ni desea transar respecto de lo que deben ser (y lo que no deben ser) las universidades financiadas, directa o indirectamente, por el Estado en Chile. Nuestro aún humilde común denominador de lo público.
Carla Fardella, Universidad Andrés Bello
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