El Maduro-chavismo al uso de izquierdas y derechas en Chile
Agosto 14, 2024

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La Venezuela de Maduro vuelve a mostrarnos lo difícil que resulta sostener en Chile una conversación fructífera en asuntos políticos. Esto, a pesar de existir un acuerdo amplio, con pocas excepciones, respecto de dos cuestiones fundamentales.

Por un lado, el calamitoso estado de la sociedad, la economía y la cultura del país de Bolívar. Según la Cepal, la contracción del PIB, que se extendió por ocho años (2014-2021) significó una pérdida acumulada del 75% del PIB. Tres cuartas partes del producto se destruyeron. En junio de 2023, el sueldo mínimo equivalía a 42 dólares mensuales al tipo de cambio oficial. De acuerdo con las cifras del Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales de la Universidad Católica Andrés Bello, la tasa de pobreza extrema se situó en 2023 en 50,5% y la pobreza total en 82,8%.

Por otro lado, el carácter no-democrático de su régimen político. En cuanto a la realidad de los derechos de las personas, según Human Rights Watch, “Los venezolanos continúan sufriendo represión y las consecuencias de la crisis humanitaria. Hay más de 270 presos políticos (de más de 15.800 personas que han sido objeto de detenciones por motivos político desde 2014). Cerca de 19 millones de personas requieren ayuda humanitaria al no poder acceder a atención en salud y nutrición adecuada. Más de 7,7 millones de venezolanos han huido del país, generando una de las mayores crisis migratorias del mundo”. No hay Estado de derecho, separación de poderes y trato digno de las personas. Como señala el mismo informe citado: “Las autoridades persiguen, procesan penalmente y encarcelan a trabajadores sindicales, periodistas y defensores de derechos humanos, restringiendo el espacio cívico. Entre los problemas que persisten se incluyen falta de protección de pueblos indígenas; de personas lesbianas, gays, bisexuales y transexuales (LGBT); y de los derechos de mujeres y niñas”.

Estamos pues frente a un país económicamente subdesarrollado, socialmente empobrecido, que políticamente se halla sumido en una severa crisis y afectado en su cultura por la ausencia de libertades esenciales, sus instituciones universitarias asfixiadas por la carencia de autonomía y los medios de comunicación controlados. Los sucesos de las últimas semanas -es decir, el fraude electoral y la represión consiguiente de la protesta en las calles- muestran al desnudo la naturaleza del régimen y su aislamiento dentro de la región.

Entonces, ¿es el gobierno de Maduro una dictadura?

Según los indicadores habituales, del sentido común cívico, sin duda. Incluso para el mundo de las izquierdas lo es, aunque no todavía unánimemente. Como declaró a la prensa el ex Presidente Mujica del Frente Amplio uruguayo frente a esta misma pregunta en febrero pasado: “El de Venezuela es un Gobierno autoritario, se lo puede llamar dictador… llámenlo como quieran”. Freedom House califica al régimen de Maduro actualmente como “no libre”; apenas reúne 15 sobre 100 puntos en 25 variables de una “medición democrática”.  En su resumen de la situación de 2024 declara: “Las instituciones en Venezuela vienen deteriorándose desde 1999, pero la situación ha empeorado drásticamente en los últimos años debido al endurecimiento de la represión gubernamental contra la oposición y a la utilización por el partido gobernante de unas elecciones totalmente viciadas para hacerse con el control total de las instituciones del Estado. Las autoridades han cerrado prácticamente todos los canales de disidencia política, restringiendo las libertades civiles y procesando a quienes consideran opositores sin respetar las garantías procesales”. Es la mejor síntesis de esta dictadura Maduro-chavista que, a esta altura de 2024, se encuentra en estado de ebullición y está en proceso de descomposición, situación que agrava la concentración del poder en una camarilla cívico-militar unida más por el instinto de supervivencia que por un proyecto ideológico.

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A pesar de la apabullante evidencia acumulada, y del hecho irredargüible que 7,8 millones de venezolanos han abandonado sus hogares para escapar de la pobreza extrema y la represión y buscar una vida mejor, uno de cada diez de los cuales vino a dar a Chile, en nuestro propio país hay un segmento de las izquierdas que no reconoce esa evidencia.

Preside esa posición el PC de Chile (PCCh). Envuelto en su propia “mala fe”, se resiste a aceptar la bancarrota del concepto de “revoluciones leninistas” y a admitir como dictaduras (¡que lo son!) a los regímenes que de ellas emergieron. Primero en la URSS, luego en China y, más adelante, también en nuestro continente, en Cuba, Nicaragua y la Venezuela del Maduro-chavismo.

Por el contrario, y desde el inicio mismo de la revolución bolchevique, Lenin no sólo proclamó la revolución contra toda “democracia burguesa” sino además la necesidad de las dictaduras del proletariado para hacer frente a los enemigos de la clase trabajadora y transitar, vía una etapa socialista, hacia el reino del comunismo.

El PCCh quedó atrapado en esa fatal dialéctica que lo lleva ahora, tras el derrumbe del PC de la URSS y la expansión del capitalismo de China hasta Venezuela, a defender cualquier revolución que se  proclame socialista/comunista y a las dictaduras que de ellas nacen, sean estas de oligarquías de compadres como en la Rusia de Putin, o de carácter dinástico como en Corea del Norte, o de totalitarismo-tecnológico-de-masas y culto a la personalidad de estilo Xi, o de un vetusto castrismo a cargo de una suerte de capitalismo artesanal, o bien, finalmente, de burguesía bolivariana (boliburguesía) como la que sostiene a Maduro junto al mando militar a cargo de un régimen patrimonialista. “Las cúpulas que se beneficiaron de los negocios con el gobierno, en torno de la Fuerza Armada o el Partido Socialista Unido de Venezuela, son las que están a flote y han establecido sus mecanismos para compartir el poder sin perderlo”, según anota un análisis de febrero de 2023”.

Mientras el PCCh no haga un abandono crítico-reflexivo de ese paradigma de dictaduras auto declaradas como socialistas/comunistas, existirá bajo una suerte de inautenticidad ideológica que se vuelve cada día más palpable, restándole coherencia y legitimidad.  Terminará rindiéndole tributo a unos regímenes políticos aberrantes; unas dictaduras que remiten al pasado bolchevique y a la doctrina leninista-estalinista, de la cual los socialismos castrista, bolivariano u oterguiano son un trágico remedo que desembocó en farsa.

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Tales remedos históricos, amén de anacrónicos, hacen un grave daño a los proyectos contemporáneos de izquierda que buscan para sí nuevas definiciones en el marco de la democracia y de sociedades orientadas al bienestar y a la realización de los derechos sociales.

Por lo mismo, no debería sorprender que durante las últimas semanas, desde el fraude electoral chavista, las variopintas izquierdas latinoamericanas que operan en condiciones democráticas, y sin una “mala fe” revolucionaria, hayan tomado distancia del grupo de poder bolivariano presidido por Maduro. Muy pocos dirigentes de dichas corrientes renovadoras han mantenido una actitud de cerrada defensa de la revolución Maduro-chavista.

Al contrario, las voces de franca condena o las exigencias de verificación de los resultados han primado. El ex Presidente Mujica representa esa reacción en su mejor expresión. A ella se suman la posición de clara desaprobación asumida por el Presidente Boric, la gestión mediadora orquestada por Lula y acompañada por los presidentes de Colombia y México, y el rechazo de la mayoría de las dirigencias socialdemocráticas y liberal sociales de Europa, así como de demócratas y sectores progresistas de los Estados Unidos, donde el gobierno Biden parece preferir una solución “en casa”, o sea, con sede latinoamericana. En este contexto, hay una “hora brasileña” que ayuda al Presidente Lula a ejercer el protagonismo de su país en las relaciones internacionales. Habrá que ver con qué habilidad, diligencia y suerte. De todas formas, llama la atención que el encuentro Lula-Boric en días pasados no haya resultado en una más clara reafirmación de la postura mediadora en la declaración conjunta de ambos presidentes.

La discusión se ha trasladado entonces hacia dentro de este grupo heterogéneo de izquierdas renovadas o en búsqueda de respuestas para el siglo XXI, grupo donde obviamente existen diferencias doctrinario-ideológicas y de estrategias en el campo de las relaciones internacionales, y entre ese grupo y las derechas políticas de la región latinoamericana, norteamericana y europeo occidental.

Dentro de dicho grupo de izquierdas hubo inicialmente la posibilidad de una fisura en la región entre “duros” -romper relaciones con el gobierno de Maduro y/o reconocer el triunfo electoral y la calidad de presidente al líder opositor-y “blandos”, que preferían mantener puertas entreabiertas y presionar a Maduro y su círculo para revelar la verdad de los resultados electorales. Luego, a partir de ahí, levantar presión para desencadenar un proceso negociado y gradual de salida de la dictadura de Maduro y de inicio de una transición democrática.

Hasta el momento, esta fisura se mantiene latente, pero con un claro predominio de la estrategia “blanda” y, por tanto, con una relativa renuencia de los gobiernos involucrados a precipitar un quiebre con Maduro. En efecto, nadie desea repetir la experiencia Guaidó, de un Presidente sin mando real ni inserción en un proceso efectivo de transición institucional negociada. Nadie tampoco desea favorecer una situación de caos que, a poco andar, castigue a los países de la región con una nueva gran ola migratoria. El anterior fracaso ha vuelto más prudentes y realistas a los actores en la búsqueda de una salida.

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Chile está precisamente en la primera línea de esas preocupaciones y el gobierno Boric, con una suerte de beneplácito generalizado, ha jugado oportunamente sus cartas con relativa precisión y prudencia. Se ha mantenido distante de la posición tanto de aquellos que, como el PCCh, preferirían reconocer el “triunfo oficial” de Maduro, saludándolo como una derrota del imperialismo yanqui y de sus medidas de bloqueo, como de aquellos que propician la estrategia “dura”, de rompimiento de relaciones diplomáticas con el gobierno de Maduro y ungiendo a su sucesor consagrado por las urnas (o las actas).

Sobre todo, voceros de derecha -Chile Vamos y Republicanos- se inclinaron en los primeros días hacia dicha estrategia “dura”, alegando tres razones en su favor. Primero, el exabrupto del Maduro-chavismo al expulsar al personal de nuestra embajada, conjuntamente con embajadas de otros países de la región. Segundo, la brecha que pareció abrirse al interior de la alianza de gobierno entre “duros” y “blandos”, llevando así agua hacia su propio molino. Tercero, el hecho de que el PCCh apareciera encabezando la causa pro-reconocimiento de Maduro, que lo convertía -a los ojos de la derecha- en el portaestandarte del “negacionismo” respecto al carácter dictatorial del régimen de Maduro.

Sobre todo, este último asunto pasó rápidamente a ser el eje conductor de la estrategia opositora, como convenía al Partido Republicano, el más pertinaz en condenar la “tibieza” del gobierno y el Presidente Boric. Como de costumbre ocurre ahora, Chile Vamos y, crecientemente también las llamadas nuevas fuerzas de derecha-centro o de derecha extrema -como Amarillos, Demócratas, PDG y Partido Social Cristiano- se plegaron hacia el polo más radical (Republicanos), aprovechándose todos del sentimiento anticomunista existente en la sociedad chilena y de la posibilidad de explotar el conflicto entre los partidos aliados del bloque oficialista.

Hubo varios días de un fuerte coro acusando a Boric y al gobierno de tener ocultas afinidades (o inclinaciones) “chavista” -o, al menos, de haberlas tenido en el pasado- amén de ser débil frente a las provocaciones de Maduro. Sobre todo, se reprochó al gobierno de convivir en su seno con un socio (el PCCh) que revelaba, una vez más, ser propenso a las dictaduras cuando no, directamente, aquí y ahora, ser anti-democrático y no estar en condiciones, por ende, de participar en una alianza, y menos aún en el gobierno, junto a las fuerzas de izquierda que se proclaman democráticas.

Se trató de un despliegue discursivo, como se ve, nada de sofisticado. Buscaba poner al gobierno y al bloque oficialista en su conjunto entre la espada y la pared, dándole a elegir entre la condena de la dictadura Maduro-chavista con proclamación de un nuevo gobernante en Venezuela o, caso contrario, quedar fuera de juego identificado con la posición recalcitrante del PCCh. Una suerte de cazabobos retórico.

Este dispositivo, claro está, fracasó. Y esto por varias razones.

Por lo pronto, y contrario al deseo de las derechas, rápidamente se extendió e impuso la idea de que el gobierno Boric estaba claramente contra el régimen del Maduro-chavismo, cualquiera fuese la designación que le diera, y que la mayoría del bloque oficialista compartía esa posición. O sea, la visión y el comportamiento del PCCh quedaron marginados como un anacronismo, alimentando el filón anticomunista de las élites y la sociedad.

A su turno, el test de blancura impulsado por las derechas y su periferia -el que no dice dictadura no tiene lugar en “nuestra democracia” y debe ser cancelado- operó como un búmeran. Se volvió contra quienes lo habían exigido, llevando a cuestionar si acaso las derechas chilenas, en toda su variedad, no había sido partidarias también ella de una dictadura y un dictador “en casa”, mucho más cercano y real que el Maduro-chavismo. ¿Quién podía lanzar la primera piedra?

Además, las restantes fuerzas de izquierda presentes en el gobierno, presididas por el PS  y el Frente Amplio, separaron de inmediato aguas con la anacrónica, tragicómica, recalcitrante postura del PC. Marcaron así con nitidez su renovación postsoviética y su definitiva ruptura con la noción de dictadura del proletariado, cosa que en su propio mundo ideológico no es seguro que las derechas postpinochetistas hayan hecho hasta ahora. Aunque moleste a algunos decirlo, buena parte de ellas permanecen atrapadas por el síntoma del “cómplice pasivo”, como lo llamó su principal líder que provenía, precisamente, de las filas del temprano rechazo a la dictadura chilena.

Todo esto ha llevado, en los días que corren desde el fraude chavista, a bajar el tono admonitorio de acusaciones mutuas y a disminuir también el diapasón respecto al complicado proceso venezolano. Allí continúa en la balanza la mantención del poder en manos de la boliburguesía del maduro-chavismo o su gradual desalojo mediante una compleja transición hacia la democracia. No es claro hacia dónde se inclinará ese balance. Podría ser, también, que el propio régimen evolucione internamente si alguno de sus componentes -los militares, por ejemplo- decide retirarse del actual contubernio de poder Maduro-chavista o bien, si Fortuna no ayuda, que el país caiga en un ciclo de más intensa represión todavía.

Estas encrucijadas y los riesgos que entrañan provocan, de rebote, una revisión en sordina de nuestra propia forma de salida de la dictadura a finales de los años 1980 y el desenvolvimiento de una transición pacífica hacia la democracia durante la década siguiente. Lleva a muchos -en la izquierda y la derecha- a revalorizar dicho proceso, el que adquiere, a la vista de Venezuela, el carácter de una intrincada, pero exitosa obra de ingeniería socio-institucional y de arte político, gobernabilidad y recuperación cultural de la democracia. 

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