”La llamada crisis de la autoridad docente no es por lo mismo un problema técnico, o de mera disfuncionalidad o de pérdida de eficacia. Al contrario, es reflejo de una profunda alteración cultural, emparentada con la radical secularización de la vida, habitualmente retratada con la metáfora de la “muerte de Dios”, y sus asociaciones modernas de la muerte del padre, de la ley y de las jerarquías de valor”.
Es un hecho, sin embargo, que este propósito educativo se encuentra comprometido hoy y su materialización se ve dificultada por factores de muy diversa naturaleza.
En cuanto al contexto social exterior, la educación —institucional y no formal— se desenvuelve en condiciones adversas. Los niveles de agresividad social aumentan, la criminalidad se extiende y vuelve más organizada, hay numerosas tecnologías que facilitan las acciones delictivas. Por el contrario, las comunidades se hallan erosionadas en su cohesión moral, los vínculos sociales se debilitan, las anclas tradicionales de la existencia desaparecen y los Estados enfrentan crecientes dificultades para mantener y ejercer el monopolio legítimo de la fuerza.
A su turno, en el contexto interior, intersubjetivo, de las personas, donde el propósito educacional persigue inculcar metas y valores culturales que hacen parte del dominio de sí mismo, del autocontrol y autogobierno de las personas, de su disposición para vivir una vida con sentido, tal propósito choca con la pérdida de sentido de los valores (nihilismo), la incapacidad de sublimar los deseos y la ausencia de normas sociales o su degradación (anomia).
La crisis de la autoridad docente juega en este contexto un papel central, pues de ella depende la realización de cualquier propósito superior de la educación. Sin embargo, hoy dicha autoridad se halla situada en el preciso punto donde se juntan un contexto social externo deteriorado y un contexto interior, intersubjetivo, dañado.
La llamada crisis de la autoridad docente no es por lo mismo un problema técnico, o de mera disfuncionalidad o de pérdida de eficacia. Al contrario, es reflejo de una profunda alteración cultural, emparentada con la radical secularización de la vida, habitualmente retratada con la metáfora de la “muerte de Dios”, y sus asociaciones modernas de la muerte del padre, de la ley y de las jerarquías de valor. Desde Durkheim y Freud, esta circunstancia —el desplome del sentido de autoridad legítima— ha sido diagnosticada como un malestar de la cultura.
Tales son pues los motivos últimos tras las preocupaciones actuales por el control de la violencia y la necesidad de mejorar la convivencia escolar.
Podría pensarse que las otras dos preocupaciones relevadas por la encuesta CEP —el rendimiento académico y la equidad— son más conocidas y, por ende, serían también más fáciles de procesar; es decir, de ser atendidas directamente por políticas públicas adecuadas.
No se repara suficientemente, sin embargo, que ese diagnóstico es parte del problema. Pues las políticas ensayadas en ambos ámbitos —rendimiento y equidad— producen solo avances limitados y poseen una lenta maduración. Lo que provoca frustración, desilusión y una creciente exasperación con dichas políticas, cualquiera sea su orientación.
De hecho, también en este caso las preocupaciones de la opinión pública encuestada se entrelazan con los planos de fondo mencionados anteriormente. En la superficie aparecen, invariablemente, como las dos caras de una misma preocupación: mejorar aprendizajes y distribuirlos más equitativamente. En el fondo apuntan, efectivamente, a una idéntica causalidad. El rendimiento académico es desigual porque el origen sociofamiliar de los alumnos es desigual. El origen condiciona en gran medida el destino de las personas.
Intersubjetivamente, ese determinismo social afecta, ante todo, a las niñas, niños y jóvenes de los hogares con menores dotaciones de capital económico, social y cultural. Desde temprano, ellos experimentan las diferencias de clase como una herida oculta (Senett, 1973); una desventaja heredada, una exclusión injustificada que afecta la propia identidad, motivaciones, seguridad en sí mismo, expectativas y proyectos de vida. Si tales síntomas no son atendidos tempranamente, mitigados y compensados, el sistema escolar termina reproduciéndolos, instalando una espiral de desventajas aprendidas.
En tales circunstancias la propia noción de mérito y sus supuestos de comportamiento —esfuerzo personal y perseverancia— se disipan en el aire. Desaparecen o se debilitan las bases de la convivencia civilizada; no solo en la escuela. Esto vale sobre todo en el marco de una modernidad que promete y que levanta, como horizonte cultural, la igualdad de derechos y la dignidad de las personas, la distribución meritocrática de las oportunidades y el reconocimiento del esfuerzo personal como única fuente de legítima diferenciación de las trayectorias vitales.
Todo el entramado de las modernas sociedades capitalistas democráticas se sostiene pues sobre un propósito educacional que se halla en constante tensión con contextos de condiciones objetivas y subjetivas que vuelven difícil su realización. Si no se remueven esos determinismos, el propósito educacional —favorecer la paz y la justicia social en una convivencia civilizada— no se puede alcanzar.
0 Comments