La recomposición de las élites políticas en perspectiva
Hemos vivido prácticamente cinco años -digamos, desde el estallido social hasta hoy- en una intensa transformación de nuestras élites políticas.
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Piénsese en la siguiente secuencia de hechos, situaciones y procesos ocurridos desde las grandes protestas que acompañaron a la revuelta del 18-O de 2019: (i) pandemia del Covid-19, con sus múltiples daños familiares, sociales, económicos, de salud y estado de ánimo individual y colectivo; (ii) elección de convencionales constituyentes en mayo de 2021 con una verdadera eclosión de ultra izquierda y sentimientos de omnipotencia en dicho sector; (iii) en diciembre de ese año, elección de una nueva camada de jóvenes de neoizquierdas en torno a un eje FA-PC presidido por el diputado (entonces “jacobino” -a la chilena) Gabriel Boric; (iv) rechazo por amplia mayoría de la propuesta constitucional refundacional y maximalista en el plebiscito del 4-S de 2022; (v) abandono del programa radical del gobierno Boric como consecuencia de aquel rechazo; (vi) elección de consejeros constitucionales en mayo de 2023, esta vez con una contundente mayoría de derechas, liderada por su sector más extremo (republicanos), el cual -a partir de un texto elaborado por un comité de expertos- prepara una segunda propuesta de nueva Carta Fundamental; (vii) los debates en torno a los 50 años del golpe cívico militar de 1973 y la muerte de Allende; (viii) amplia votación en contra de esta segunda propuesta constitucional de derechas y renuncia generalizada a la idea de preparar una nueva Carta, manteniéndose en cambio la Constitución reformada suscrita por el Presidente Lagos; (ix) creación de una situación de empate polarizado entre las fuerzas del oficialismo -ahora presidido por un Boric con una orientación social democrática- y las de una oposición de derechas endurecida por la gravitación de republicanos frente a un Chile Vamos confundido e intrascendente.
Todo lo anterior forma parte del telón de fondo, como un gran fresco mexicano, sobre el cual se proyecta ahora -durante el primer semestre de 2024, caracterizado por un intenso encadenamiento de hechos criminales y percepción de crisis de seguridad– un juego de suma cero entre los bloques de gobierno y oposición, ambos enfilados ya hacia en un ciclo electoral de dos olas; una primera para elegir representantes de los poderes locales y regionales (octubre 2024) y la segunda para definir al Presidente de la República y a los miembros de ambas cámaras del Congreso Nacional (noviembre/diciembre 2025).
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En paralelo, a lo largo de esta trayectoria de trasfondo, viene desarrollándose en nuestra conmovida escena política, el proceso conocido como de circulación de las élites políticas.
¿En qué consiste?
Básicamente, en el ingreso y salida de individuos, grupos o el cuerpo entero de una élite que puede ser orgánico y continuo, por vía del recambio y renovación, o bien abrupto y discontinuo, provocando un quiebre en la continuidad del personal integrante de esa élite. A su vez, en uno u otro caso, el cambio puede tener lugar en una o más dimensiones de la élite: su balance de género, grupos etáreos, estilos, modos de acción, ideas, ideologías, trayectorias previas de los grupos portadores del cambio y/o de aquellos que se desempeñan como incumbentes, etc. Hay una rica literatura académica sobre estos varios aspectos.
Por mi lado, en este mismo lugar he analizado anteriormente el recambio de grupos de élite política en el caso del gobierno de Bachelet-2, ver aquí, y al interior de la Concertación (aquí); lo mismo que en los casos de la conformación de la nueva izquierda llegada al gobierno junto con el Presidente Boric y de la evolución posterior del cuadro político oficialista y de oposición.
Mirados estos procesos de recambio en perspectiva, se puede concluir que en Chile ha existido -y sigue existiendo en la esfera política- un fenómeno de circulación de élites y, al interior de estas, en los diversos bloques político-ideológicos que la integran. Es un fenómeno de múltiples aspectos que se ven afectados variablemente, operando con cambiantes ritmos y a veces contradictoriamente. Por ejemplo, como sucede con la generación contendiente de Boric, la cual luego de haber buscado diezmar a la generación de izquierda de la Concertación en su fase jacobina, al acceder al gobierno, debe recurrir a ella pare asegurar una mínima gobernabilidad. Y, de paso, se modera y transforma en una incipiente nueva fracción de la élite, hasta hoy todavía en busca de un perfil ideológico propio.
Efectivamente, el mayor impacto de quiebre en la transformación de las izquierdas se dio inicialmente con la remoción de la izquierda concertacionista (socialista renovada, socialdemocracia, liberalismo igualitarista) desde la primera línea de la élite política a la retaguardia, provocada por la embestida de la izquierda generacional frenteamplista en alianza con la izquierda tradicional del PC. Al comienzo, ambos conglomerados buscaron sepultar a las izquierdas dominantes de los últimos 30 años, descalificándolas como entreguistas, neoliberales, timoratas, tibiamente reformistas y cómplices del imperio abusivo del capitalismo global.
Tratábase, efectivamente, de dos izquierdas separadas por un número importante de aspectos. Por lo pronto, la impronta generacional, jóvenes contra viejos. Pero, además, revolucionarios contra reformistas, anticapitalistas contra adaptados al capitalismo, portadores de sueños y de una utopía contra realistas pragmáticos y escépticos del futuro, una moral elevada y sin compromisos contra la moral transaccional de la izquierda-concertacionista. Unos, los contendientes, con filiación cultural posmoderna, sensibilidad movimientista, feministas radicales, antineocoloniales, ecologistas, pro-disidencias sexuales de amplio espectro, y poseedores de “otro modelo” y una estrategia de ruptura democrática. Al frente de ellos, los incumbentes, se decía, con su desgastado modelo social-neoliberal, su búsqueda permanente de acuerdos, fáciles concesiones, vinculados a tradiciones de hegemonía patriarcal, herederos del materialismo de las fuerzas productivas, amantes más del crecimiento que del medio ambiente y solapados partidarios de la neutralización de los movimientos sociales y disidentes.
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Tal discurso de neoizquierda contendiente, buscando echar fuera de la escena a los incumbentes supuestamente aferrados a las claves del poder, alcanzó su máxima expresión en las discusiones, actas, reglamentos y finalmente en la propuesta de la Convención Constitucional hegemonizada por los miembros de las listas del pueblo, representantes de los pueblos originarios, FA y PC.
Pronto después dicho discurso cayó al suelo desde la altura de las palabras, arrastrando consigo al texto que las izquierdas radicales creyeron iniciaría la refundación del país. La hegemonía lograda por un instante no fue pues más que un fugaz alumbrón. Enseguida fue enterrada y dio paso a un gradual proceso de aprendizaje y reconstrucción de identidad del FA, que todavía se halla en desarrollo. Un proceso visto con sorna e incredulidad por las derechas y por el mini-centro surgido tímidamente a su lado; con interés, pero con desconfianza, por las agrupaciones del Socialismo Democrático; con franco malestar y preocupación por el PC tradicional y con rechazo por las fuerzas de ultraizquierda.
Al interior del FA este proceso de reconstitución ideológico-política y cultural se manifiesta a través de la fusión de los diferentes colectivos antes asociados dentro del Frente en un solo, aunque aún no compacto, partido. Un partido de contradictorias búsquedas: de un estilo propio de actuación, de un perfil ideológico apenas balbuceando su identidad, de una toma de posición más reflexivamente elaborada frente a las demás izquierdas chilenas, de un posicionamiento en el mapa mundi (¿más cerca de las socialdemocracias o de los socialismos siglo 21 en alguna de sus versiones latinoamericanas, que están siendo pulverizadas en la patria de Bolívar?), y de la aún inacabada construcción de un relato que dé cuenta de su acelerada mutación colectiva y de la incertidumbre que subsiste respecto de su futuro próximo.
Con un único líder político bien establecido por el momento, el Presidente Boric, quien preside aquel complejo y acelerado proceso de mutación y de aprendizaje, al mismo tiempo que desempeña los roles de presidente y jefe de Estado, el FA aparece hasta ahora como una gran incógnita. El aprendizaje que muestra su líder, ¿es colectivo? ¿Es auténtico y tiene profundidad y proyección hacia el futuro? ¿Cuál es, actualmente, la ideología del FA? ¿Mantiene sus lazos emocionales con el fracasado Podemos de España, su admiración intelectual por García Linera, su lectura reduccionista de la Concertación y de los últimos 30 años, su entusiasmo con la revuelta de octubre de 2019 y su preferencia por el PC como aliado para la siguiente etapa? ¿A quién busca perfilar como candidato propio para una primaria de izquierdas o una primera vuelta presidencial? ¿Tras qué orientaciones programáticas se moverá, luego de cuatro años de gobierno donde, se supone, percibió el peso del poder y las limitaciones que la democracia impone al cambio radical? Y, sobretodo, ¿de qué manera se concibe hoy esta izquierda generacional como parte de la élite política chilena hacia el futuro?
Esta última es una pregunta que hasta ayer no entraba siquiera en los cálculos del FA. Más bien, con gran ingenuidad sociológica, la descartaba de raíz. Imaginaba que podía existir una sociedad sin élites, plenamente horizontal y participativa, igualista y buena. Y se veía a sí mismo como parte de ese Edén. Por lo mismo, rechazaba tajantemente imaginarse como parte de la élite donde finalmente quedó alojado.
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Similares preguntas pueden hacerse al PC para los meses y el año que vienen. Hasta ahora un socio incongruente del FA, dada su vetustez no sólo histórica sino además su anacrónica filiación comunista (soviética), el PC mantiene su ideología centralista y estatalista y su comprometida hermandad con revoluciones y países que son dictaduras personalistas y modelos autoritarios de control de las personas. ¿Hasta cuándo la alianza FA y PC soportará esa rueda de molino colgada al cuello? En efecto, ella se encuentra tensionada no por meros asuntos de coyuntura -Jadue, Maduro-chavismo, alcaldía de Santiago, críticas al propio gobierno- sino por contradicciones de fondo, en cuanto al modelo económico de apertura a los mercados globales, las bases democrático-constitucionales, el Estado liberal y social de derecho, la propiedad de los medios de comunicación, la organización mixta -estatal y no estatal- de las fuerzas productivas y de los servicios públicos.
Y, más allá de la alianza FA y PC, ¿cómo se percibe a sí mismo el Socialismo Democrático (SD) que ha debido gestionar la gobernabilidad de la administración Boric, asumir los ministerios clave, manejar las principales responsabilidades, todo esto sin criticar las disidencias de sus socios gubernamentales? ¿Enfrentará el SD el ciclo electoral que ahora viene, con sus dos olas, manteniendo sus alianzas que parecen fundadas más en la necesidad que en la virtud programática y el sentido de futuro? ¿O tendrá que redefinir su acuerdo coalicional y buscar para ello la conducción ya probada (dos veces) de Michele Bachelet, aunque sea al riesgo de terminar con similares resultados a los de la antigua Nueva Mayoría? O bien, ¿buscará perfilarse hacia el futuro con la llamada generación intermedia cuya representante más talentosa y fuerte parece ser la ministra Tohá, en torno a un programa social democrático de centro izquierda moderada, a la manera del nuevo laborismo inglés que en estos días se estrena en el gobierno de Su Majestad? ¿Tiene esta vital parte de la izquierda un elenco de ideas y propuestas para una suerte de tercera vía renovada, con un fuerte compromiso con el crecimiento verde y la seguridad humana (y no puramente hobbesiana)? ¿Posee el SD la ductilidad político-estratégica suficiente para redefinir una alianza de centro izquierda que, con base en un eje socialdemocrático, haga posible una convergencia con el FA y las demás fuerzas liberal sociales, democristianas y de tradición laico-radical?
Nada de esto es claro por ahora. Y las inercias conservadoras, poderosas también en las organizaciones políticas, bien podrían imponerse al interior del SD llevándolo a preferir -aunque sea subordinadamente- una alianza lo más amplia posible con todas las fuerzas de izquierda, aún al costo de tener que renunciar a renovar su propio perfil ideológico envejecido. No olvidemos la muy breve irrupción que hizo un documento de renovación de ideas dentro del PS hace algunas semanas, para luego desaparecer, aparentemente sin debate ni dejar huella.
En suma, la recomposición de la élite política de izquierda, que tiene su momento de mayor interés (a futuro) en el FA y su palanca de fuerza (ideas y poder tecnocrático) en el SD (PS especialmente), apenas ha comenzado. Está por verse si echará raíces en la sociedad y los territorios y si habrá liderazgos capaces de conducirlo y proyectarlo entre los jóvenes con educación superior y también entre los grupos sin educación, desplazados por el propio progreso de la sociedad y que suelen buscar la protección de grupos autoritarios y de ideologías pseudo populares.
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Al otro lado del espectro, la parte de la élite política que responde a ideologías de derecha y centroderecha experimenta también procesos de circulación y recambio de sus miembros, posturas y discursos.
Para comenzar, las derechas -que luego de la dictadura, bajo la fuerte impronta de Piñera habían regresado al gobierno mediante el voto ciudadano en 2010, y nuevamente en 2018 bajo la dirección del mismo Piñera- durante el tiempo que sirve de trasfondo para este análisis (último quinquenio), son objeto de significativos cambios.
Al momento del estallido social -la revuelta violenta y las grandes protestas masivas y pacíficas de octubre de 2019- las derechas prueban los límites de su modelo de gobernabilidad técnico-gerencial, que por segunda vez Piñera buscaba implantar. El gobierno se vio rápidamente desbordado en las calles por el uso de la violencia y de la fuerza represiva; por la agenda de demandas materiales y simbólicas y por el cuestionamiento de las bases constitucionales del orden político, consigna esta última movilizada por el PC y las izquierdas radicales. Por varios días la gobernabilidad quedó suspendida al borde del abismo. El Presidente creyó estar en guerra con enemigos que atacaban en las sombras cuando, en realidad, se trató de una explosión social masiva y de una asonada que desencadenó una violencia tumultuosa contra el orden público, la propiedad y los símbolos del capitalismo, y contra el Estado y el sistema.
De allí en adelante el gobierno y sus soportes políticos -amenazados en su propia autocomprensión como élite política- quedaron puestos en segunda línea, deslazados de los centros del poder político. Con escaso margen de maniobra, baja popularidad, ausentes incluso del primer debate constitucional en la Convención, donde las izquierdas radicales sencillamente las marginaron y relegaron a una completa irrelevancia, las derechas vivieron meses de impotencia, desprovistas de cualquier reconocimiento de su tradicional autoridad.
Chile Vamos -plenamente identificado con Piñera, aunque en su seno se manifestaban críticas al estilo y discurso tecnocrático-gerencial del Presidente, a la falta de destreza política presidencial, la debilidad de sus equipos y a la ausencia de un relato- sale disminuido de este trance. Desde esa debilidad, concurre a firmar el acuerdo que haría posible reemplazar la Carta Fundamental cuyo origen remoto es la dictadura de Pinochet. RN, el partido del Presidente, no logra desplegarse en los días del estallido como un apoyo eficaz. La UDI, que ya venía declinando desde hace rato, ve desaparecer el orden público bajo sus propias narices. Y Evópoli, el partido más nuevo y de talante liberal de la alianza, queda descolocado con su estilo moderado que en ese momento no encuentra eco alguno entre las derechas.
Además, desde la UDI, como consecuencia de su propio decaimiento, surge primero un movimiento político nuevo en torno al liderazgo de J.A. Kast que luego, pocos meses antes del estallido, sirve de base para la fundación del Partido Republicano. Durante los días de dicha eclosión, y en los días y semanas posteriores, su líder perfila un discurso de guerra donde se mezcla la violencia criminal desatada en las calles con “la izquierda” como el enemigo a combatir en todos los planos -desde la calle hasta la cultura- frente a un gobierno (el de Piñera) débil y sin voluntad de reprimir la revuelta.
Por ejemplo, el 8 de noviembre de 2019, Kast declara en las redes sociales: “¿Seguimos en guerra? Sí (…) Una guerra material que se libra en las calles, que vemos todos los días cuando cientos de vándalos y delincuentes siguen arrasando con nuestro espacio público, sembrando el terror y limitando la libertad de millones de chilenos. Pero también una guerra cultural que, encabezada por la izquierda radical, busca socavar los cimientos del modelo social y económico que le ha dado estabilidad y progreso a Chile en las últimas cuatro décadas”. Y, respecto al gobierno Piñera y su apoyo en la derecha tradicional, dice en marzo de 2030: “La razón fundamental que explica esto es que hoy no tenemos un Presidente. Sebastián Piñera es una figura fantasmal, ronda los pasillos de La Moneda y de cuando en cuando aparece con declaraciones desafortunadas y lamentos extemporáneos. Pero su liderazgo es inexistente y su capacidad de dirección ejecutiva ausente. Este Gobierno se ha llenado de anuncios y de reflexiones sobre las soluciones que Chile necesita, pero no ha sido capaz de cumplir con su misión fundamental: garantizar la paz y la tranquilidad a todos los chilenos”.
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Así, Republicanos -como nuevo partido de derecha radical, con su ideología que he analizado extensamente en oportunidades anteriores (aquí y aquí)- encuentra un espacio de desarrollo en la lucha contra la Convención Constitucional, momento en que comienza a acusar a Chile Vamos por su falta de decisión y voluntad para enfrentar la “guerra político-cultural”, cuya bandera enarbola desde una posición extrema, a la derecha de la derecha convencional que se hallaba en el gobierno.
Al momento de iniciarse la batalla electoral por la sucesión de Piñera, Kast -que ya había competido anteriormente como independiente en 2017, quedando entonces en cuarto lugar- vuelve a competir en 2021 y esta vez gana en primera vuelta con un 28% de los votos, largamente por encima del candidato de Chile Vamos. En seguida, en el balotaje obtiene un 44% de los votos, contra 56% del actual Presidente Boric.
Completado el proceso de la Convención Constitucional, Republicanos participa activamente en el plebiscito contra la propuesta de la Convención. A partir de ese momento, comienza a marcar la pauta y tensiona -hasta hoy- el cuadro de alineamientos de las derechas en favor de una oposición dura y sin concesiones al gobierno Boric.
Este patrón estratégico de conducción política rendirá beneficios al emergente Partido Republicano. Al momento de acordarse un segundo proceso constitucional, obtiene su principal éxito de este período al elegir a 23 de los 50 miembros, con un 35,4% de los votos apareciendo como la primera fuerza electoral del país. Pasa a ocupar así un lugar principal en la escena política nacional, expresándose en el Consejo Constitucional como fuerza conductora de la derecha, cuyas ideas y posturas hegemoniza al interior de dicho organismo. Queda a las puertas, por tanto, de poder definir la nueva Carta Fundamental de Chile, encabezando con perspectiva de futuro -en el post pinochetismo- la posibilidad de consagrar el marco institucional básico del país.
Sin embargo, Republicanos fracasa por la hubris del sectarismo que lo lleva a extremar sus posiciones doctrinarias, enajenando a la opinión pública. En efecto, el segundo plebiscito constitucional volvió a rechazar la Carta propuesta, esta vez por la derecha liderada por Kast y republicanos, que reúne el 44% del voto, frente a un 56% de quienes -incluyendo a las izquierdas- habían llamado a votar en contra.
Como sea, este traspié no parece haber cobrado un precio mayor a Republicanos y su liderazgo en términos de prestigio entre las élites y de influencia en los territorios, lo que podrá verificarse (o no) en la próxima elección municipal. Más bien, esta derecha radical continúa ejerciendo la vocería de la oposición más dura, sobre todo en el terreno de la guerra cultural contra las izquierdas y en la lucha discursiva contra el crimen y su brazo organizado. Desde esa postura logra también mantener la presión sobre Chile Vamos, haciendo aparecer a sus integrantes como tibios, indefinidos y parte del ocaso de las derechas convencionales. A su turno, se alinea con las fuerzas emergentes de derecha extrema y radical a nivel internacional, cuyo componente iliberal, securitario y de restauración autoritaria comparte.
Últimamente, republicanos aplican esta misma estrategia de presión en el terreno de los alineamientos electorales de cara a las elecciones locales y regionales, obteniendo varios mini-triunfos tácticos, en preparación a la medición de octubre próximo donde esperan consolidarse como vanguardia de las derechas.
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En breve, Republicanos aparece como la nueva fuerza fuerte de la derecha, así como el FA aparece como novedad entre las izquierdas. Enfrentada al estado fluido de las derechas -con RN opaco y sin liderazgos potentes más allá de los caudillos parlamentarios y regionales; una UDI que acumula errores sobre un trasfondo de confusión y relativa pérdida de identidad, y un Evópoli que no logra levantar una propuesta de liberalismo renovado- Republicanos va produciendo un cierto recambio y circulación de la élite dentro de las derechas y ha ido consolidando redes territoriales, equipos de cuadros movilizados y un segmento de profesionales y académicos que le permite proyectarse hacia el futuro, ascendiendo con la ola global de autoritarismos de derecha iliberal.
Desde ya actúa como un nuevo referente de derecha en las élites, a la vez que se proyecta también como referente de masas electorales, con un discurso simple, claro y directo: mano dura y cárceles contra el crimen en todas sus formas, puertas cerradas frente a la inmigración, ni sal ni agua al gobierno, y perseverancia estratégica para algún día llegar a encabezar -bajo sus propios términos- un gobierno restaurador. Mientras tanto se alinea con la internacional iliberal y se dispone a llevar adelante su guerra cultural en todos los frentes posibles.
A la luz de todo esto puede decirse que surge una nueva élite de derechas en Chile con una visión ideológica-programática de restauración de valores familiares, religiosos y de autoridad masculina, fuerte énfasis en seguridad física, reivindicación del Estado hobbesiano frente al temor y la muerte, y afirmación de virtudes morales y nacionales bajo liderazgos basados en carácter, conductas ejemplares y buenas obras.
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