Educación entre lógicas políticas partisanas
”Oficialismo y oposición vienen jugando este juego por lo menos desde hace una década. Los resultados están a la vista. Los aprendizajes están estancados. El clima escolar es tenso y exhibe desequilibrios emocionales, falta de disciplina y una corriente contagiosa de microviolencias”.
Continúan surgiendo desafíos en la política educacional, afectando a todas las áreas y niveles del sistema escolar. El conflicto partidista prevalece sobre el bien nacional.
La política educacional sigue acumulando problemas. Y esto ocurre en todos los niveles y ámbitos del sistema escolar.
El proyecto de avanzar hacia una sala cuna universal, una meta de profundo contenido social y valor educacional, terminó deshilachándose en la Cámara de Diputados y se convirtió en una escaramuza más entre parlamentarios oficialistas, de oposición y facciones intermedias. La lucha partisana puesta por encima del interés nacional.
La idea de crear una cruzada colaborativa entre organismos del Estado y la sociedad civil, una alianza público-privada, para recuperar los aprendizajes y profundizar en la lectura comprensiva, se esfumó en el aire como tantas otras iniciativas bien intencionadas. El consejo establecido al efecto en el Mineduc se ha desvanecido también. Al contrario, aumentan las retóricas adversarias mientras las habilidades de comprensión lectora permanecen subdesarrolladas.
En efecto, una radiografía de la lectura a temprana edad —realizada por un equipo de las Universidades Católica, de Chile y de los Andes, con el apoyo de BHP Foundation Chile— vuelve a sonar la alarma. Tres de cada cinco niños y niñas de 2° básico en la Región Metropolitana están bajo el nivel de comprensión lectora esperado a fines de 1° básico. De izquierda a derecha del espectro político nadie parece conmoverse ya.
En cambio, continúa la lucha ideológico-cultural en torno a la necesidad de aplicar pruebas que nos permitan diagnosticar y superar esta situación. Hasta hoy se reclama contra el Simce, uno de los pilares más sólidos de la política de aseguramiento de la calidad de la enseñanza escolar.
La educación media ha sido convertida durante la última década en otro terreno —quizá el principal— de una gran batalla en torno al poder de las ideas, el conocimiento y los símbolos en el seno de la sociedad. De hecho, la carrera del mérito y la movilidad hacia aquellas élites que no dependen directamente del dinero y los apellidos —esto es, las élites política, académica y científica, artística e intelectual— ha perdido uno de sus principales soportes. Durante más de un siglo el país contó con un estrato de establecimientos de enseñanza media o secundaria —calificados como “emblemáticos” en la Región Metropolitana, pero también compuesto de insignes liceos de provincias— que dotó al conjunto de esas élites de un flujo constante de jóvenes que, tras acceder a la educación superior, se convertían en presidentes, ministros, senadores, diputados, rectores universitarios, investigadores, gerentes, literatos, artistas, profesionales destacados y gentes de la cultura superior del país.
Sin embargo, un progresismo ciego de políticos y técnicos de mi generación, y algunos más jóvenes, provenientes de la misma vertiente cultural de izquierda democrática a la que pertenezco yo, puso fin y deconstruyó ese estrato. Estigmatizó sus mecanismos de selección meritocrática y el reclutamiento de jóvenes entre grupos socialmente ascendentes. Lo calificó como un ariete anti-igualitario, legitimador de aspiraciones pequeñoburguesas y encubridor de las contradicciones de clase social de la sociedad.
Aquel fue, seguramente, el momento más equivocado de la política educacional progresista, cuya doble consecuencia nos persigue hasta hoy.
Por un lado, canceló el canal formativo de una élite laica, modernizante, de ideas progresistas, base de nuestra República de las Letras y de una parte importante de la intelligentsia político-cultural del país. Ello permitió concentrar la educación de las élites en colegios particulares pagados, los más ricos en capitales de todo tipo. Se debilitó así al máximo el soporte que había hecho posible la emergencia de estratos medios directivos, dotados de capital cognitivo-académico certificado por el sistema educacional.
Por otro lado, y como consecuencia de lo anterior, la educación público-estatal de excelencia, anteriormente modelo de mérito y esfuerzo, se desplomó. De dicho colapso, combinado con fenómenos más generales de desintegración social y socialización anómica, emergieron el instituto de los mamelucos blancos, grupos radicalizados contra las jerarquías docentes, el paro escolar confrontacional dentro del liceo y en las calles, la protesta violenta como arma de combate urbano; en fin, el debilitamiento inminente de toda la estructura público-estatal de la educación escolar. Ninguno de estos asuntos ha podido discutirse seriamente en la esfera de las políticas educacionales, independiente de las coaliciones en el gobierno. Cada administración entrega a sus sucesoras, como legado político, los mismos problemas, habitualmente agravados.
A veces se buscan sustitutos, como los colegios bicentenario, para reabrir algún canal que responda a los anhelos de miles, cientos de miles, de familias que identifican el futuro de sus hijos con el capital educacional conseguido con su propio esfuerzo a través de las instituciones educativas.
O bien, se sustituye a las municipalidades como sostenedoras de la educación público-estatal por los SLEP, pero sin un diseño riguroso ni técnicamente bien fundado. Como resultado, estos servicios locales empiezan a semejar un símbolo de políticas infundadas, movidas por pasiones y mitos, más que por la evidencia, el juicio maduro y lo que Maquiavelo llamaba la virtú. O sea, la capacidad de crear instituciones en condiciones de hacer frente a los golpes de la Fortuna. De esta manera conduce hoy la sociedad chilena su política educacional. En medio de un gran desorden y confusión de ideas y propósitos, usando a la educación, más bien, como terreno para dar batallas ideológicas y a los instrumentos de política —Simce, SAE, subvención escolar, evaluación docente, SLEP, perspectiva no-sexista y así por delante— como medios destinados a atacar o defenderse.
Oficialismo y oposición vienen jugando este juego por lo menos desde hace una década. Los resultados están a la vista. Los aprendizajes están estancados. El clima escolar es tenso y exhibe desequilibrios emocionales, falta de disciplina y una corriente contagiosa de microviolencias. Las comunidades escolares están insatisfechas. Los problemas más elementales —de infraestructura, vacantes suficientes, asistencia, colaboración estatal y sociedad civil— se prolongan sin que los agentes políticos, de uno y otro lado, asuman sus responsabilidades y se pongan de acuerdo para detener esta deriva autodestructiva.
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