Gestión de políticas por el Mineduc
”El Gobierno debería concentrarse en los problemas más urgentes. El más importante, el del financiamiento de la docencia de pregrado, permanece en el limbo. No hay un modelo de costos técnicamente fundado y convenido con las instituciones; los defectos de implementación de la gratuidad siguen operando acumulativamente; la vinculación del financiamiento con los años de acreditación crea una presión en aumento sobre esta última”.
Por lo pronto, la educación pública estatal, supuesta preocupación principal del Gobierno, hace agua por todos lados. La transición desde el régimen municipal a uno de servicios locales supera largamente las capacidades de manejo del Mineduc y de los organismos directamente involucrados. El proceso ha debido ralentizarse, pero aún no ha mejorado.
Como mostró la crisis del SLEP de Atacama, hay fallas de diseño a la base de este proceso. Los colegios reagrupados carecen de autonomía y dirección. Las capacidades de planificación, decisión, ejecución y evaluación de los servicios locales son insuficientes. Hay politización y burocratización excesiva, y los recursos no se utilizan con eficiencia. Como ha observado la Contraloría General, se cometen decenas de faltas en el funcionamiento y los procedimientos cotidianos.
Ni siquiera el objetivo más elemental de la estrategia ministerial —consistente en “mejorar las condiciones físicas, de higiene, equipamiento y los recursos educativos” para los colegios— logra ser satisfecho. Esto trae consigo un fuertísimo impacto negativo en la opinión pública.
Con todo, las insuficiencias de gestión del Mineduc no se limitan a los SLEP.
En los liceos emblemáticos subsisten, con escasa variación, las situaciones de desorden y violencia y la ausencia de un horizonte de corrección. Más aún, diversas formas de violencia proliferan a lo largo y ancho del sistema. Según informa la prensa, una docente se quitó la vida en Antofagasta tras recibir hostigamientos en el colegio donde trabajaba.
En otro frente, especialmente sensible en el actual contexto pospandemia, donde se despliegan esfuerzos para mantener y mejorar la asistencia escolar, cientos de familias reclaman porque sus hijos no pueden asistir a clases por carecer de matrícula y no encontrar vacantes. “El Estado les ha fallado a nuestros hijos”, dicen. Desde la oposición, algunos proponen reinstaurar localizadamente la doble jornada para evitar estos déficits. ¡Equivaldría a retroceder un cuarto de siglo!
La cuestión de fondo aquí es la rigidez de la oferta frente a las cambiantes demandas locales por matrícula, especialmente en comunas con un alto influjo de familias inmigrantes. Tampoco logra adaptarse a las preferencias de los hogares por colegios públicos no-estatales debido a que la ley constriñe la creación de nuevos colegios de este tipo.
El propio funcionamiento del Sistema de Admisión Escolar (SAE), que distribuye centralizadamente a los alumnos de acuerdo a sus preferencias manifestadas —mecanismo que presenta algunas ventajas—, tampoco logra solucionar problemas recurrentes. Por ejemplo, el de asignar vacantes en colegios públicos (estatales o no) durante el año, como ha vuelto a ocurrir últimamente con la plataforma “anótate en la lista”.
Estas fallas impiden extender la base de legitimidad social que necesita ese sistema, cuya misión es, precisamente, coordinar sin fricciones la oferta y demanda de un bien tan precioso como son las oportunidades educacionales dentro de una sociedad que valora fuertemente la libre elección de colegios.
Mas no solo el sistema escolar aparece entrampado por causa de la débil gestión ministerial. Igualmente llamativas son las falencias ministerial-gubernamentales en la educación superior.
Tal es la opinión más compartida que escucho entre directivos y personal de instituciones universitarias, de los IP y CFT. El contenido y tono es uno de frustración de expectativas. Transmiten una extendida percepción de desatención hacia los problemas del sector.
En efecto, desde lo mayor —la falta de una visión de futuro del sistema de educación superior y de una política coherente con aquella visión— hasta lo más específico, como qué hacer con la parte definitivamente incobrable de la deuda del CAE, el Gobierno está al debe. Y el tiempo para actuar decisivamente está agotándose.
El Gobierno debería concentrarse por lo mismo en los problemas más urgentes. El más importante, el del financiamiento de la docencia de pregrado, permanece en el limbo. No hay un modelo de costos técnicamente fundado y convenido con las instituciones; los defectos de implementación de la gratuidad siguen operando acumulativamente; la vinculación del financiamiento con los años de acreditación crea una presión en aumento sobre esta última.
A la vez, aumentan las exigencias, pero sin una justificación avalada por la experiencia o la evidencia, ni respaldo presupuestario para abordarlas. Varias universidades están bajo un fuerte estrés financiero. Dos de ellas —con antecedentes previos de mala gestión— están colapsadas.
Tampoco se ha hecho una evaluación independiente y rigurosa de la nueva generación de CFT estatales. Hasta aquí este experimento no muestra —en su conjunto— un impacto significativo sobre la creación de nuevas oportunidades, ni una contribución relevante a la innovación docente, ni modalidades originales de inserción en el desarrollo económico local.
También las comunidades de investigadores de las ciencias y humanidades expresan escepticismo frente a la excesiva presión burocrática sobre los proyectos individuales y colectivos. Asimismo, se quejan de la reducida dotación de recursos, la que permanece atada a la vana promesa del uno por ciento (del PIB destinado a I + D).
Al final, lo único realista en este sector es que el Gobierno dé una salida viable a los deudores irredimibles del CAE. Y, en paralelo, saque adelante una ley que consagre un esquema política y económicamente sostenible de préstamos estudiantiles contingentes al ingreso, administrados por una agencia pública independiente.
Lo peor que podría ocurrir ahora es que la oposición, alentada por el desorden de la gestión educacional del Gobierno, empuje una contrarreforma como ya anuncian algunos de sus portavoces más extremos. No solo demostraría con ello la ausencia de un proyecto propio en el ámbito educativo, sino que reforzaría la idea de que busca una restauración conservadora, sin hacerse cargo de los enormes desafíos de la nueva etapa.
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