Nuestra democracia: ¿defectuosa o disfuncional?
Lo que tenemos es una democracia activa, resiliente, adaptativa, disfuncional sin duda en aspectos claves, pero que seguirá adelante, a pesar de las debilidades del gobierno y la intolerancia de la oposición.
De esto no cabe duda: Chile posee una clase ilustrada, lectora, opinante, que es particularmente propensa a mirarse a sí misma (su ombligo) en la imagen ofrecida por los más diversos rankings. Tales como: el lugar ocupado por Chile en el mundo de acuerdo con el ingreso per capita de los países, la facilidad para hacer negocios (“permisología”), el índice Gini de desigualdad del ingreso de los hogares, el índice de desarrollo humano del PNUD, la producción científica medida por el número anual de publicaciones, el desempeño de las y los alumnos en comprensión lectora y matemática (PISA, SIMCE), número de crímenes por cada cien mil habitantes, número de universidades entre las 100 mejores del mundo (ninguna), horas semanales de trabajo, consumo de televisión y un largo etcétera.
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En días pasado, la moda de verano fue nuestra ubicación en la tabla de posiciones entre las democracias del mundo (lugar número 25), según la medición del EIU’s new ranking of democracies; nuevo ranking de democracias de la Unidad de Inteligencia de la revista británica The Economist. La posición de Chile entre 167 países del mundo, me adelanto a dar mi parecer, es positiva, por decir lo menos. Nuestro país se sitúa dentro del 15% de países con mejor rendimiento, por encima de República Checa, Estonia, EE.UU. de América, Israel, Portugal, Eslovenia, Italia y Bélgica.
Sin embargo, la conversación local, modalidad chilensis, tendió a inclinarse hacia la lectura pesimista: estamos peor que el año pasado.
En efecto, Chile cae seis lugares y “desciende” (literalmente) desde la categoría de “democracias plenas” a la de “democracias defectuosas”. No se dice, sin embargo, que somos la “mejor” entre las democracias defectuosas, que incluyen —como se vio— sociedades con impecables antecedentes democráticos.
Tampoco se repara en el hecho de que las democracias plenas son apenas 24, ubicándose Chile, por tanto, inmediatamente debajo de España y Francia, últimos países en la categoría más alta y separado de ambos por apenas nueve centésimas de puntos en una escala que va de cero a diez. En este ranking, Noruega es el líder (9.81) y Afganistán el colista (0.26). Igualmente, se omite decir que el promedio mundial entre las naciones participantes se ubicó el año 2023 en 5.23, mientras Chile alcanzó una puntuación de 7.98, a sólo dos centésimas del límite entre lo pleno y lo defectuoso, lo perfecto y lo imperfecto.
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No se trata, claro está, de un pesimismo ingenuo. Lo que se busca resaltar, ¡para eso sirven los rankings!, es que Chile sufrió una derrota, salió mal parado, cayó más abajo; en breve, dejó de ser una estrella fulgurante en el firmamento democrático. No es un escándalo, pero es lamentable.
Así titula un medio radial: Ranking The Economist: Chile deja de ser una «democracia plena» y vuelve al nivel de «defectuosa». Otro encabeza la noticia de un modo similar: Chile cae en ranking de The Economist: pasa del grupo «democracias plenas» a «democracias defectuosas”. Nada muy imaginativo; es lo que declara el propio informe.
Pocos medios destacan, sin embargo, que el propio informe británico concluye que “en 2023 la democracia dio marcha atrás en la mayor parte del mundo”. Al respecto, el análisis de la situación global al que arriba la revista británica señala: “Los mayores retrocesos medidos por el declive en los promedios regionales ocurrieron en América Latina y el Caribe, en el Oriente Medio y en África del Norte. Para América Latina y el Caribe fue el octavo año consecutivo de declive democrático; allí la puntuación media cayó de 5.79 en 2022 a 5.68 en 2023. Dos tercios de los 24 países de la región (16) registraron un descenso en sus puntuaciones, y las puntuaciones de otros cinco países se estancaron, dejando sólo a tres países que registraron una mejora. El mayor retroceso se produjo en la subregión de América Central, presidido por El Salvador, Nicaragua, Guatemala y Honduras”.
En cuanto a Chile, menos aún son los medios locales que mencionan un hecho que no debió pasarse por alto. Cuál es: que “The Economist no da mayores detalles sobre por qué Chile descendió de categoría, y sólo explica que se debió a una mayor rigurosidad en la tabla de evaluación por parte de los expertos”, según advierte un medio radial de provincia.
Así presentada, la medición del caso chileno podría prestarse fácilmente para interpretaciones antojadizas y convertirse en un arma arrojadiza en la pugna entre oficialismo y oposición o entre gobierno y medios de prensa. Unos dirán, por ejemplo, que la caída de Chile en el ranking británico se debe a la falta de efectividad del gobierno de Boric, especialmente en materias de seguridad. Los otros sostendrán, por el contrario, que Chile debió ceder posiciones porque la oposición de derechas fracasó en llevar a puerto el proceso constitucional del año 2023.
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Entonces, ¿qué mide el índice construido por la Unidad de Inteligencia del Economist?
Según explican sus autores es una medida “gruesa” de democracia que evalúa cinco dimensiones con base en múltiples indicadores: proceso electoral y pluralismo (elecciones libres y competitivas, 12 indicadores), funcionamiento del gobierno (confianza en las instituciones, corrupción, 14 indicadores), participación política (involucramiento/desencantamiento con la política, acción colectiva, 9 indicadores), cultura política(apoyo popular a la democracia, opinión sobre el papel de expertos y militares, 8 indicadores), libertades civiles (especialmente libertad de expresión y de los medios, 17 indicadores).
En suma, 60 indicadores, basados según el caso en: (i) información estadística descriptiva (datos “duros”), (ii) opinión de expertos y (iii) resultados de sondeos y encuestas de opinión. Cada indicador es dicotómico y recibe un punto o cero, pudiendo adjudicársele medio punto en caso de existir una respuesta ambigua (zona gris). Para cada dimensión se suman los respectivos puntajes normalizados en una escala de cero a diez y se obtiene un promedio simple, lo que al final lleva a una ponderación equivalente de las cinco dimensiones definidas. Se realizan ajustes en las puntuaciones de las categorías si los países muestran deficiencias en algunas de las siguientes áreas consideradas críticas para la democracia, según la metodología de construcción del índice:
- Si acaso las elecciones nacionales son libres y justas.
- La seguridad de los votantes.
- La influencia de potencias extranjeras en el gobierno.
- La capacidad del servicio civil para aplicar las políticas.
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En el caso de Chile, para el año 2023 las puntuaciones en cada una de las dimensiones son, respectivamente: 9.58, 8.21, 6.11, 6.88 y 9.12. Se concluye, por tanto, que los menores rendimientos se produjeron en los indicadores de participación política y de cultura política.
Dado que el estudio no presenta los datos correspondientes a cada dimensión e indicador, es imposible conocer exactamente la valoración de Chile, o de cualquier otro país, en cada uno de los indicadores. El estudio mismo se limita a señalar que la caída en el caso chileno “fue el resultado de la preferencia por el gobierno de expertos, según los datos de encuestas más recientes”, explicación de suyo sorprendente. ¿Por qué?
Primero, porque el peso relativo de ese solo indicador, entre las varias decenas de indicadores utilizados, debiera ser, más bien, poco significativo.
En seguida, porque una encuesta ampliamente respetada del Centro de Estudios Públicos, noviembre de 2023, ante la pregunta “cómo evalúa usted las siguientes formas de gobernar”, registra estas respuestas (porcentaje que encuentra “muy buena” y “bastante buena” la respectiva forma):
- Tener un presidente elegido democráticamente, 89%
- Tener un presidente elegido democráticamente que lidere con fuerza, 86%
- Tener expertos, y no a las autoridades electas, tomando las decisiones más importantes, 53%
- Tener un líder fuerte sin congreso ni elecciones, 25%.
Tercero, a mayor abundamiento, porque un estudiorealizado con la misma base de datos empleada por el índice, la del World Values Survey (última ronda), ratifica que entre 37 países participantes, Chile posee sólo una moderada preferencia por las decisiones de expertos, tanto entre la población en general como entre los jóvenes, siendo para la población en general significativamente menor que en Brasil, Canadá, Croacia, Finlandia, Países Bajos, Reino Unido y otros.
En consecuencia, no resulta razonable concluir que las preferencias ahí manifestadas podrían expresar una suerte de subyacente voluntad antidemocrática, pues, al contrario, puede interpretarse como que, junto con un rotundo rechazo de los liderazgos autoritarios y un claro respaldo a los liderazgos elegidos democráticamente, existe adicionalmente una valoración importante del papel de los expertos(tecnocracias) en los procesos nacionales de decisión política.
La única otra mención a Chile que contiene el informe de la revista The Economist se refiere a la importancia otorgada por la opinión pública al tópico de la seguridad ciudadana. En efecto, el informe señala que “según una encuesta realizada en diciembre de 2023 por la encuestadora Ipsos, seis países latinoamericanos se encuentran entre los diez primeros de los 29 países encuestados en los que la delincuencia es la principal preocupación de la gente. Los chilenos son los más propensos del mundo a citar la delincuencia como su principal preocupación, con un 64% que así lo manifiesta”. ¿Significa esto que dicha preocupación es incompatible con una positiva valoración de la democracia? ¿Representa ella objetivamente, desde el punto de vista de los datos “duros”, una falla del Estado en la contención de la delincuencia?
En efecto, según los datos oficiales más recientes, y no disputados, la tasa de homicidios de los últimos años ha sido de 4,5 por cada cien mil habitantes en 2018; 4,8 en 2019; 5,7 en 2020; 4,6 en 2021, y 6,7 en 2022. Estas cifras ubican a Chile entre los países de América Latina y el Caribe con menor prevalencia estadística de homicidios, donde el promedio alcanzó a 19,9 por cada cien mil habitantes en el año 2021, cifra tres veces superior a la nuestra. Otra muestra más que ni los rankings ni los números dicen la última palabra. Faltan el contexto, las percepciones sociales y su elaboración comunicativa.
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¿Significa todo lo anterior que no debiera preocuparnos el Índice de Democracia del Economist?
Sí y no. En efecto, nuestra preocupación debiera dirigirse no tanto a este índice propiamente como al hecho de que, en un contexto global de decaimiento democrático, también localmente nuestra democracia se halla sometida a múltiples tensiones y muestra evidentes disfuncionalidades.
En cuanto al índice mismo es, como acabamos de ver, interesante pero defectuoso. Al igual que muchos otros rankings comparativos internacionales depende de demasiados supuestos no explicitados, no revela la información de base empleada, deja en la sombra la ponderación que recibe cada indicador y luego otorga el mismo peso a las cinco dimensiones en que agrupa esos indicadores, lo cual es perfectamente discutible.
Sin embargo, la falla de fondo principal de estos rankings es que suponen una comparabilidad supranacional de unos complejos sistemas políticos que son inseparables de su historia y desarrollo, formas institucionales, bases de economía política, estructuración concreta del juego político y su función, perfil socioeconómico e ideológico de los actores, funcionamiento del espacio público deliberativo, factores culturales y de las coyunturas en curso en cada país.
Hay pues demasiados elementos idiosincrásicos de fondo en las sociedades que no se dejan captar fácilmente por unos indicadores e índices que, más bien, ofrecen una fotografía de superficie de los procesos históricos involucrados. Al mismo tiempo, son demasiados también los problemas metodológicos de diseño y aplicación que existen para poder arribar a juicios evaluativos de orden comparativo, precisamente porque esos indicadores e índices no logran retratar a unos sistemas cuya intrincada naturaleza, dinamismo, funcionamiento y conflictos los vuelven difícilmente comprensibles y, más aún, comparables.
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Ahora bien, si en el caso de Chile miramos más allá, ¿o es más acá?, de los juegos numéricos que ofrecen, con aparente rotundidad, los rankings y dispositivos similares de evaluación express, lo que vemos, me parece a mí, no es una democracia defectuosa, o sea, imperfecta, a la que falta algo, que no se halla concluida o completa —todo lo cual crea el espejismo de que hay una democracia perfecta, plena, completa, a la que nada falta— sino una democracia activa, en movimiento, que presenta algunos síntomas de disfuncionalidad.
Esto es, que muestra desarreglos en su funcionamiento o alteraciones en algunos de sus mecanismos, lo cual lleva a pensar no tanto en estándares, indicadores fijos, medidas universales y comparaciones en un solo plano, sino en juicios evaluativos relativos, elaborados deliberativamente por los actores o por el análisis experto, y que el propio proceso democrático sujeta a una lucha de interpretaciones y mantiene en constante revisión.
¿Cuáles son actualmente los desarreglos más visibles de nuestra democracia?
Primero que todo, un mal funcionamiento en lo más propio de su cometido funcional, que consiste en favorecer la gobernabilidad en la esfera propiamente político-estatal. Fallas por tanto en la “sala de máquina”, como tirios y troyanos solían reconocer durante las dos fases del proceso constitucional. Es decir, fallas en la organización del poder: conformación de los poderes del Estado, composición del Ejecutivo, roles del Presidente de la República y jefe de Estado, representación parlamentaria, régimen electoral, financiamiento de los partidos y la política, naturaleza democrática o clientelas al interior de los partidos, capacidades técnicas del Congreso, proceso de formación de las leyes, relación centro-regiones, integración y atribuciones del Tribunal Constitucional.
Según un conocido constitucionalista, es usual que, en Latinoamérica, mientras las Constituciones se adornan con innumerables derechos sociales, en cambio, las puertas de la sala de máquina permanecen con cerrojo; es decir, las estructuras de funcionamiento del poder permanecen intocadas. Algo así ocurre en Chile también. Las élites incumbentes se resisten a modificar el status quo del sistema político; la distribución del poder que les acomoda.
Enseguida, otro componente esencial de la democracia contemporánea —una administración pública eficaz y eficiente, estructurada meritocraticamente, con personal burocrático profesional y técnicamente capacitado, libre de clientelismos y del tradicional patrimonialismo de la región, lo menos corrupta posible— sigue siendo un logro a medias en Chile. Desde hace 35 años, los programas presidenciales prometen modernizar el Estado. Algo se ha avanzado, no cabe duda. Pero es más lo que aún falta por hacer. Sobre todo, los grandes servicios de bienestar público —salud, educación previsión, vivienda— funcionan pesadamente, con recursos humanos, materiales y financieros insuficientes, sin una gestión organizacional avanzada, renuentes a colaborar con el sector privado. Esto lleva a un deterioro de la confianza institucional, a periódicas crisis y protestas y a una difundida sensación de que la democracia no es capaz de lidiar con las obligaciones básicas de un Estado moderno.
Tercero, la democracia encuentra crecientes dificultades para asegurar representación, participación y deliberación, debilitándose así su función de intermediación entre la gente y el poder, mandantes y mandatarios, preferencias individuales y voluntad colectiva, decisiones adoptadas de arriba hacia abajo y su adopción de abajo hacia arriba. En paralelo, ella se ve desbordada, desde todos lados, por la comunicación masiva, la circulación de información y las fake news, la multiplicación y fragmentación del espacio público, la penetración masiva de las redes sociales y las estructuras paralelas y subterráneas de poderes que operan al margen de la ley. En breve, falla la infraestructura comunicacional de la democracia y, con ello, las interacciones políticas se vuelven disfuncionales.
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Cuarto, en el mismo orden de cosas, la noción de cultura democrática —a la cual el informe del Economist se refiere con brocha gruesa y recurriendo al World Values Survey y a otros sondeos no identificados de opinión— desborda largamente el aparato conceptual de dicho informe. Como se vio más arriba, los ocho indicadores correspondientes a esta categoría miden aspectos tales como el apoyo popular a la democracia, el ejército o el gobierno de expertos; el respaldo a líderes fuertes (piénsese en Bukele); la frustración con el funcionamiento de la democracia y la adopción de alternativas no democráticas.
Sin embargo, todo eso apenas rasga la superficie de la cultura democrática como experiencia vividapor los individuos, familias y diferentes grupos y clases sociales durante las últimas décadas chilenas. Así pudo constatarse patentemente a la luz de los sucesivos hitos que enhebran nuestra cultura política reciente: el aniversario de los 50 años, la crisis del estallido social, el triunfo electoral y acceso al gobierno de una expresión generacional e ideológica de “nueva” izquierda, la institucionalización de la crisis de gobernabilidad a través de sendos procesos constitucionales —uno orientado hacia la refundación político-cultural de la República, el otro hacia la consagración de una República moral conservadora de libre mercado, todo esto en un período de menos de 24 meses—, el giro de la administración Boric desde una propuesta inicialmente rupturista frente a una democracia “tramposa” hacia un gobierno presidido ahora por un milenial socialdemócrata, como calificó la revista The Economist al Presidente. Todo esto que desemboca, finalmente, en la recuperación colectiva —desde abajo hacia arriba— de la figura del expresidente Piñera, quien hasta poco días antes era execrado por la nueva izquierda y fue objeto de una visceral desconfianza por parte de aquellos a quienes él mismo —en su momento— bautizó como “cómplices pasivos” de la dictadura de Pinochet.
Tan complicada, contradictoria y dramáticamente cambiante ha sido nuestra cultura política nada más que en el lapso del último lustro. Para qué decir durante los últimos 50 años, un tercio de los cuales sigue en entredicho en la conciencia nacional. ¿Puede toda esta carga histórica reducirse a unos pocos, simples, indicadores de superficie?¿Puede la democracia medirse estadísticamente, desnuda de los contextos que le dan su significado?
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Por mi parte, desde una visión más amplia, diré que —aún con todos sus evidentes desarreglos, limitaciones y en medio de una tan dramática sucesión de hitos como acabamos de ver— nuestra democracia se ha comportado de una manera realistamente digna y flexible.
Efectivamente, cualquiera auténtica apreciación de una democracia nacional debe hacerse considerando, ante todo, los retos y exigencias del entorno. Su propia evolución transcurre en continua interacción con el medio ambiente. Hace toda la diferencia para el desenvolvimiento democrático una década perdida o una de boom de los commodities, con o sin pandemia por Covid, en medio de sucesivas catástrofes —terremoto, tsunamis, grandes incendios— o de bonanza climática, con guerras o sin, con o sin polarización política o riesgos de quiebre institucional.
Por cierto, nada de lo que captan de la democracia los toscos números de un índice puramente estadístico —donde aquella es evaluada sin contexto político, económico y cultural; sobre todo sin este último: tradiciones, creencias, pasiones, relatos, imaginarios, memoria, expectativas, malestares, etc.— sirve realmente para tomar la temperatura democráticade una sociedad compleja y diferenciada como la chilena. Mucho menos todavía para apreciar sus corrientes profundas, cambios de marea, tormentas y monstruos marinos; por el contrario, todo es medido al interior de un acuario, con luz artificial, temperatura controlada y sin vientos agitados.
En cambio, la democracia chilena, luego de transitar pacíficamente desde una dictadura y hallarse sometida a las más fuertes turbulencias y a veces a punto de quebrarse y explotar, ha procesado conflictos de clases y de concepciones de mundo, ha buscado y encontrado soluciones, ha mantenido la alternancia, respetado el pluralismo, hecho posible el manejo de situaciones delicadas, resistido a las incitaciones de la violencia —de uno u otro lado—, sorteado las insuficiencias del Estado y se ha hecho cargo de la agenda más reciente de las sociedades capitalistas: irrupción de las mujeres y la conciencia feminista, migraciones, anomia, crimen organizado, narcotráfico transnacional, difuminación de fronteras ideológicas, crisis de legitimidad de todas las formas de autoridad (incluso de la propia democracia), circulación de las élites, liberalización en la esfera de la moral privada, pérdida de confianza en el mérito, radicalización de la desigual distribución de los capitales de todo tipo y efectos cada vez más envolventes de la globalización y de las reacciones nacional-populistas.
¿Qué más podía exigirse de nuestra democracia, difícilmente recuperada después del golpe de Estado de 1973 y que, desde 1990, ha debido hacerse cargo además de los grandes desajustes político-culturales y económico-tecnológicos que se hallan en pleno desarrollo a nivel mundial?
Es de suyo evidente, como muestra también el informe del Economist que, en general, todos los países incluidos en su Índice de Democracia hacen frente a esos complicados cambios de una época a otra, de un ciclo tecnológico al siguiente, de un modo de producción a otro, de un ordenamiento geopolítico imperial a uno con mayor dispersión y tensión entre poderes, regiones y países.
Con razón el informe constata que “el mundo está inmerso en muchos tipos de conflictos (interestatales, intraestatales y no estatales) y sus causas son variadas. Cuestiones económicas, como la competencia por recursos, subyacen a muchos conflictos contemporáneos, pero no son las únicas causas ni los principales motivos de los mismos. Y si el conflicto económico a nivel nacional o internacional desemboca en una contienda violenta o en guerras es una cuestión de decisiones políticas. Otros motores de conflicto son las disputas por las fronteras y las cuestiones territoriales; el sectarismo basado en la religión y la etnia; la supresión de derechos democráticos y libertades civiles; formas extremas de islamismo político [y de otros tipos, cabría agregar]; los cárteles de la droga y el crimen organizado, y los Estados fallidos que no controlan su territorio y no pueden proporcionar seguridad a sus ciudadanos”.
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En estas circunstancias, el cuadro que emerge para las democracias del mundo es claramente desfavorable. Según el propio índice del Economist, 74 de los 167 países y territorios incluidos en el modelo son democracias de algún tipo. El número de “democracias plenas” se mantiene en 24, igual que el año anterior. El número de “democracias defectuosas”, que preside Chile en la punta, aumentó de 48 en 2022 a 50 en 2023. De los 95 países restantes, 34 se clasifican como “regímenes híbridos”, que combinan elementos de democracia formal y autoritarismo, y 59 son derechamente “regímenes autoritarios”, donde Chile —conviene no olvidarlo— se instaló, golpe mediante, en septiembre de 1973.
Por consiguiente, que la democracia chilena ocupe en este cuadro un respetable lugar número 25 debiera, en realidad, infundir esperanza.
Significa que el año 2023 y los anteriores, a pesar de todo —estallido, pandemia, recesión económica, polarización de las élites y catástrofes naturales— la institucionalidad resistió, incluso tras dos fracasos de la clase política en resolver una necesaria y pendiente renovación constitucional.
Significa, asimismo, que la democracia ha salido adelante a pesar de su crónico problema de gobernabilidad, expresado hoy por un gobierno minoritario, con coaliciones de apoyo débiles, escasa unidad de propósitos, un parlamento fraccionado y a ratos obtuso, y por una oposición intolerante que no da tregua al gobierno y parece entender que su misión consiste en obstaculizar al gobierno e infringirle derrotas comunicacionales, prolongando los problemas para profitar electoralmente de ellos. O sea, exactamente igual como ayer hizo la oposición que hoy nos gobierna. Una disfuncionalidad más de nuestra democracia: la dificultad de aprender de los errores propios.
No resulta cierto, por consiguiente, que nuestra democracia haya caído o descendido o que se vino abajo el año pasado, ni es defectuosa en relación con algún imaginario benchmark.
Al contrario, creo que al final del día, lo que tenemos es una democracia activa, resiliente, adaptativa, disfuncional sin duda en aspectos claves, pero que seguirá adelante, a pesar de las debilidades del gobierno y la intolerancia de la oposición. En lo inmediato nos proporcionará alternancia en el gobierno junto con una renovación del Congreso Nacional, mientras que en los próximos meses elegiremos administraciones locales y regionales a lo largo del territorio nacional. Todo esto mediante torneos electorales competitivos, elecciones libres, publicidad pagada por el erario público y bajo el escrutinio de observadores independientes y el imperio de la ley.
No es poco, vistos los tiempos que corren; “tiempo de conflictos”, según titula su índice de Democracia 2023 la revista The Economist.
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