CAE y las definiciones de educación superior
Si se examina el debate posterior al anuncio del Gobierno, los argumentos se han concentrado en dos frentes. Por un lado, se subraya la insuficiente racionalidad detrás de este anuncio, criticándose la falta de claridad respecto de quiénes serían los beneficiados con la condonación. Esta falta de claridad tiene un impacto secundario. La mera advertencia de una posible condonación universal podría resultar en el aumento en el número de estudiantes morosos que apuestan por que el Estado se hará cargo de dichas deudas. Como una profecía autocumplida, el anuncio de una condonación termina estableciendo las condiciones en que dicha condonación es, si no necesaria, fuertemente demandada por grupos que la ven como su promesa.
Por otro lado, existen críticas más de fondo, asociadas a temas de prioridades. Se acusa que la educación superior y el CAE en particular no debiesen ser considerados una prioridad, atendiendo a los resultados de la educación básica y media. Los recursos son siempre limitados y, por tanto, requieren decisiones, evaluando urgencias y vacíos en contingencia.
Ambas críticas –insuficiente claridad y prioridades desajustadas– tienen componentes verídicos. Sin embargo, al mismo tiempo, forman parte de las estrategias usuales del debate político. La discusión del CAE es una materia especialmente relevante no solo para la agenda del Gobierno, sino también para sus principales adherentes y, de hecho, necesaria también para la consolidación del sector. No obstante, aun reconociendo esto, se debe atender a que una reforma mal ejecutada podría no solo fallar en resolver los problemas, sino también llevar a un deterioro de la responsabilidad fiscal, una carga adicional para el Estado y una mayor pérdida de confianza en el sector.
Sumado a lo anterior es que, como suele ocurrir, enfocar el debate en ciertos temas involucra la negación de otros. El caso del CAE es un ejemplo paradigmático. Qué duda cabe: el sector de la educación superior enfrenta profundos desafíos financieros. Pero estos desafíos, de fondo, quizá sean comunicacionalmente menos llamativos que el CAE pero, a largo plazo, más relevantes. Existe amplia evidencia, no solo en Chile sino a nivel global, de que la promesa de movilidad social asociada a las credenciales de educación superior está perdiendo plausibilidad. Aparecen en este escenario otras alternativas de carrera, fuera de las instituciones de educación superior, las que empiezan a ser evaluadas más críticamente en sus rendimientos. A su vez, aquellos que optan, de todos modos, por tener una formación de nivel superior encuentran crecientemente que los réditos de sus estudios no se corresponden con sus altas expectativas. El resultado es un sistema cuya legitimidad, lentamente, empieza a estar en entredicho, sin que se consolide, todavía, una fórmula de reemplazo para mantener la confianza en el sistema.
La educación superior es una materia compleja –y su intervención, más aún–. A diferencia de la educación escolar, convergen en el sistema organismos autónomos, que otorgan el servicio de educar, pero que además investigan y generan valor –o buscan hacerlo– en la cultura, producción y política pública de las regiones. Las universidades, institutos profesionales, centros de formación técnica y escuelas de las Fuerzas Armadas están, por tanto, atentos a los procesos vinculados a su financiamiento: rectores y rectoras han advertido ya pocos cambios en esta línea, identificando las problemáticas de financiamiento y competencia que hoy impactan en las instituciones, especialmente a las estatales. Aquí, lamentablemente, no todo lo importante para el sector es relevante comunicacionalmente, ni tiene especial atención desde la política.
Aprovechando el debate ya impulsado, es necesario retomar preguntas centrales para la educación superior chilena. Mucho se ha discutido sobre lo que deben ser nuestras instituciones; quizá sea conveniente ahora expandir esa reflexión en cómo asegurar la práctica de estos ideales, pensando ya en las siguientes décadas.
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