La política normal manda sobre los momentos constitucionales
Si el electorado decidiera respaldar mayoritariamente la propuesta polarizante de Constitución, las derechas habrán conseguido un triunfo en lo inmediato, pero a un alto costo; tendrán que cargar con una Constitución partisana.
Uno de los relatos más fuertes sobre el proceso político chileno del último cuatrienio, digamos, entre el estallido social del 18-O y el cuarto aniversario de dicho evento que estamos prontos a conmemorar, es aquel construido a partir de la diferencia esencial que existiría entre política normal, cotidiana, y el momento constitucional de la política extraordinaria.
Esta visión dualista de la política democrática -de baja y alta intensidad, de representantes y pueblo, de poder ordinario y poder constituyente, de menor involucramiento cívico y de fuerte movilización, respectivamente-, si bien toma prestados elementos doctos de la teoría constitucional, también se manifiesta en la política práctica. En efecto, los relatos construidos en torno a dicha visión dual nacen no sólo de los claustros académicos sino del fragor de la lucha política, admiten una diversidad heterogénea de voces, se refieren a actores concretos que protagonizan la escena política de un país y se hallan imbricados con los medios de comunicación masiva y con la deliberación pública.
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En el caso que interesa aquí, esto es, el relato que narra los sucesos políticos de nuestros últimos cuatro años en Chile, existe una fuerte tendencia a asumir esa visión dual. Se postula que hemos vivido una prolongada etapa extraordinaria, un momento constitucional de afirmación del pueblo que busca manifestarse en el verbo constitucional. Se instaura así, precisamente, esa poderosa narrativa romántica de la lucha por una refundación de la nación. Se trataría, desde este punto de vista, de un momento constitutivo excepcional; el de un pueblo que habiendo accedido al poder soberano se define a sí mismo -en su dignidad y derechos, contra todas las opresiones y expoliaciones- como la base de una nueva organización del Estado.
En su versión más extrema, la del relato octubrista (del 18-O) y la ideología que lo sustenta, aparece además como una reacción contra la normalidad de la política y de las instituciones habituales del Estado. Un momento donde se cuestiona todo el andamiaje (pseudo) democrático que, de manera mañosa (‘tramposa’ era el término de moda) prestaría una máscara de legitimidad a los aparatos y las prácticas de dominación.
De allí que la revuelta violenta y la protesta masiva de octubre de 2019 se hayan enfilado rápidamente contra la Constitución pinochetista de 1980, negándole su propia historicidad y las decenas de reformas introducidas a ella hasta ser declarada como una carta constitucional renovada por el Presidente Lagos (2005), durante el tercer gobierno de la Concertación. “Tenemos hoy por fin una Constitución democrática, acorde con el espíritu de Chile, del alma permanente de Chile”, dijo en aquella oportunidad el Presidente, inaugurando un periodo de controversias sobre la naturaleza y profundidad de dichos cambios.
El estallido social del 18-O, que en su momento amenazó con desbordar al gobierno y creó una situación hobbesiana de desorden en las calles y de inestabilidad del gobierno, logró eventualmente ser controlado y encauzado por un Acuerdo Nacional ampliamente expresivo de las principales fuerzas políticas representadas en el Congreso, suscrito el 15-N de 2019. Es decir, puesto este drama en términos de la dicotomía entre política normal y política constitucional, esta última debió ceder en su explosiva carga social frente a la política normal y reencauzarse dentro del marco previsto por la Constitución renovada de 2005 para su propia reforma conducente a una nueva Constitución.
El primer momento constitucional, entonces, en vez de ser una suerte de irrupción de pura energía revolucionaria y de legitimidad carismática -momento extraordinario de refundación del Estado- resultó, en cambio, de una intensa negociación política de última hora (ante la inminencia de una ruptura institucional) que abrió un cauce de deliberación política dentro de un marco de racionalidad político-burocrática exhaustivamente reglado para dar lugar a una nueva Constitución. El ‘pueblo elegido’ del relato octubrista dio lugar así al más normal y ordinario ‘pueblo electoral’, según comentábamos en los mismos días en que se vivía esta metamorfosis.
El curso seguido por el proceso constitucional desde ese momento es bien conocido. Tras el plebiscito (25-O de 2020) que aprobó por amplia mayoría dar paso a la redacción de una nueva Constitución, en un marco institucional destinado a asegurar la continuidad entre dos etapas de normalidad política interrumpidas por el estallido social, el espíritu refundacional, maximalista, del octubrismo hubo de acomodarse al estatuto y el calendario previstos por el Acuerdo del 15-N. A su turno, el momento revolucionario debió encuadrarse dentro del entramado institucional previsto por el poder constituido. Dos principios de legitimidad entran así en pugna en torno a la orientación del proceso constituyente.
De esa tensión -tras un turbulento proceso hegemonizado por los convencionales de las izquierdas más radicalizadas- resultó una propuesta de Carta Fundamental que redibujaba, en el papel, un nuevo país y una nueva organización y distribución del poder, inspirada en ideas decoloniales y antiimperialistas, neoidentitarias y feministas, igualitarias y ecologistas, de inspiración radical y espíritu rupturista.
A horcajadas entre ese momento constitucional -intensamente deliberativo y de irrupción de un imaginario utópico-poético- y el momento de la política normal -del pueblo electoral, “errante, municipal y espeso” como alguna vez escribió Rubén Darío- se celebró el plebiscito del 4-S de 2022 que -por una rotunda mayoría del 62% de los votos- rechazó y sepultó la propuesta constitucional octubrista elaborada por la Convención Constitucional.
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De vuelta en la política normal, por decir así, pues nunca esta fue abandonada a lo largo de todo el proceso cuyos resultados aquí exploramos, el Acuerdo del 15-N mudó metafóricamente en un nuevo Acuerdo por Chile del 12-D de 2022.
Se inició así un nuevo, segundo, momento constitucional, en cuya virtud se busca redactar una nueva Carta Fundamental, a partir de 12 bases constitucionales previamente definidas y el trabajo interactivo entre distintas instancias -de expertos, de consejeros electos y de árbitros peritos- bajo la atenta mirada de los partidos políticos representados en el Congreso Nacional y del gobierno que, esta vez, guarda una incómoda prescindencia. Y, más allá, está la mirada, más bien desatenta y fastidiada, de la ciudadanía y la opinión pública encuestada.
En este punto nos encontramos ahora, en plena normalidad de la política y en medio de ese segundo momento constitucional. Que, por lo mismo, aparece ahora normalizado, rutinizado, agotado ya su (supuesto) carisma y procedimentalmente burocratizado. En realidad, la propia extendida, consistente y prolongada normalidad del momento constitucional se ha vuelto, ella sí, un rasgo extraordinario que llama la atención de observadores y analistas. Incluso, del propio padre intelectual de la idea del ‘momento constitucional’ como momento extraordinario, Bruce Ackerman, profesor de la Universidad de Yale, quien, a propósito del ya largo proceso chileno, cuando se le pregunta si su concepto de ‘momento constitucional’ puede aplicarse a Chile, responde:
“Está pasando. Se ha malentendido el momento constitucional como un minuto mágico; como un momento en el tiempo. Pero para mí dura una década o dos. Durante un tiempo, como en el caso de Chile, lo que tenemos es resistencia movilizada y oposición al binominalismo, que cada vez más y más pierde contacto con la población, la que se pregunta, ‘¿por qué siguen haciendo esto cuando hay tantos problemas más importantes?’ Ese es el momento uno. El momento de la resistencia.
Muchas veces la transición de la resistencia a la transformación revolucionaria está acompañada de mucha más violencia (…) pero con Chile, tuvimos un movimiento pacífico de oposición que dijo: ‘ajá, tengamos una Constitución que demuestre que el pueblo chileno ya no está bajo la sombra de la opresión militar’. Y luego falla y la vuelven a hacer.
Y si tiene éxito esta segunda vez, será un modelo de esperanza para la gente […] Si esta Constitución es aceptada por el 60% de los chilenos en el plebiscito, entonces el momento constitucional pasará a la siguiente fase y durante los próximos 10 años las diferentes partes componentes, los ciudadanos e instituciones como las FF.AA., el Congreso, etc., realmente tomarán la Constitución en serio. Si es así, el momento constitucional ha sido un éxito. Son varias fases. Me he referido a dos. La fase de resistencia, luego la fase de construcción constitucional. Luego la tercera fase es cuando Boric tenga más de 80 años. Lo ha conseguido, está tan orgulloso de sí mismo, pero sus hijos le dicen: ‘esta Constitución no está funcionando’. Simplemente no está satisfaciendo las necesidades y demandas del 2080. ¿Cómo mantener la tradición constitucional ahora de una manera que permita a sus hijos reevaluar y cambiar? El éxito de una generación al lograr una reorganización fundamental de una Constitución genera otro dilema. ¿Cómo sostenerlo? ¿Cómo revisarlo sin repudiarlo? Y así sucesivamente”.
De manera que, en realidad, es la política normal -y no el momento constitucional, extraordinario, carismático, aparentemente revolucionario- la que conduce a los países a lo largo del proceso de transformación de su Carta Fundamental.
En Chile, dicho proceso ha sido, a todas luces, turbulento. Impulsado, como acabamos de ver, por un estallido social (de rebelión violenta y protesta masiva), nació de un Acuerdo Nacional suscrito por la clase política oficialista y de oposición. Y luego se desarrolló, durante una primera etapa (Convención Constitucional), en medio de ecos y ensoñaciones octubristas, lanzándose tras un país revolucionario imaginado, refundado mediante el texto constitucional.
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Rechazada esa propuesta maximalista, el siguiente momento constitucional, esta vez con más exigentes -y a ratos laberínticas- reglas, se halla dedicado a generar un nuevo texto que dé cabida a las diversas y contrastantes visiones de futuro (y respecto de su pasado) que existen en la sociedad chilena. Ahora, sin embargo, bajo la hegemonía de las derechas, las cuales, tras una inesperada y sorprendente elección de consejeros constitucionales, quedaron al mando de su fracción más extrema, el Partido Republicano.
En la primera instancia de este segundo momento, una Comisión de Expertos arribó a un texto de amplio acuerdo, sin pretender -como había hecho la mayoría hegemónica de izquierdas en la anterior Convención Constitucional- introducir sellos identitarios ni de aguda diferenciación ideológica.
Al contrario, la actual instancia deliberativa, encargada a consejeros constitucionales electos con mayoría de derechas bajo la dirección de republicanos, ha derivado, aunque con matices de formas, hacia un ejercicio similar al de los convencionales de izquierda.
Esto es, hacia la idea de otorgar al nuevo texto constitucional un sello ideológico -mezcla de democracia protegida, Estado securitario, modelo de desarrollo de resonancias neoliberales y concretas soluciones legislativas ancladas en la Constitución- que lo alejan de la naturaleza de un texto propiamente constitucional. O sea, un marco de reglas básicas para la competencia política, con bases transversales de legitimidad y resguardo de los derechos individuales y sociales de la comunidad.
De esta forma, las fuerzas de derechas buscan forzar una polarización constitucional que les permita aprobar una nueva Constitución bajo sus propias banderas y consignas ideológicas, imponiendo así una derrota ‘histórica’ a los sectores de centro e izquierda, al mismo momento que redefine el mapa institucional del país.
Es una apuesta de alto riesgo pues implica movilizar a una población que está ausente del actual debate Constitucional, y se halla lejos también del juego de la polarización ideológica, tras un texto con sellos de derechas comandado por republicanos, su expresión más extrema.
La alternativa, todavía posible, aunque cada vez menos probable, justamente por la conducción polarizante de derechas y la debilidad (el seguidismo, “acción de dejarse llevar por ideas o comportamientos ajenos”) de sus segmentos más moderados, es la de regresar a un texto más próximo a aquel elaborado por la Comisión de Expertos, mejorado en aquellos aspectos que reúnan una convergencia transversal de opiniones.
Resulta difícil comprender que, a la luz de esa posibilidad, las fuerzas de derecha se dejen tentar y subyugar por la estrategia de polarización ideológica empujada por republicanos, cuando existe la posibilidad de cerrar nuestro momento constitucional mediante los medios de la política normal. Y, de esa manera, hacerse parte todos los actores de la renovada legitimidad democrática de una Carta Fundamental que cumpliría con la consigna de ser un hogar común.
Por el contrario, de perder las derechas con su apuesta polarizante, ellas quedarán presas de su error estratégico y mantendrán abierta la cuestión constitucional, al mismo tiempo que habrán mostrado incapacidad e inefectividad para administrar problemas complejos de gobernabilidad.
Si, en cambio, el electorado decidiera respaldar mayoritariamente esa propuesta polarizante de Constitución, las derechas habrán conseguido un triunfo en lo inmediato, pero a un alto costo; tendrán que cargar con una Constitución partisana, con su legitimidad recortada, favoreciendo la radicalización de los grupos políticos derrotados. Para la sociedad en su conjunto, sería un fracaso que debilitaría aún más su gobernabilidad.
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