Inefectividad de la conducción
“El problema no es la apasionada deliberación sobre nuestras diferencias, sino la incapacidad de gobernarlas”.
Son infinitos los asuntos que nos dividen: golpe de Estado, la dictadura, el estallido social, la salud y la educación, la sustentabilidad medioambiental, las funciones del Estado, los pueblos originarios. Y seguimos: la Constitución, las reformas pendientes (tributaria y previsional), la libertad de elegir. Desde fuera: la reacción del Estado de Israel, nuestras relaciones con China y Estados Unidos, los migrantes. Por último, temas éticos, mediáticos y deportivos.
Muchos dicen sentirse hastiados con estas diferencias. Sin embargo, son una parte esencial de la modernidad y de sociedades basadas en la autonomía de las personas.
El filósofo liberal Isaiah Berlin plantea una tesis provocativa. Escribe: “Quizás el ideal de la libertad de elegir fines, sin pedir que tengan validez eterna, y el pluralismo de valores a él ligado sean, tan solo, el fruto tardío de nuestra decadente civilización capitalista”. Puede ser.
Con todo, el pluralismo de las diferencias es, también, la más alta expresión de la diversidad. Y una condición para evitar la regimentación autoritaria de la vida o la completa burocratización de las sociedades.
La democracia es el arreglo institucional que debe hacer posible, precisamente, la expresión de esa diversidad; la convivencia de los dioses y las tribus, la pluralidad de los valores y las opciones.
Mas esto supone dos condiciones elementales.
Por un lado, reglas y procedimientos que hagan posible la expresión creativa y libre de esa diversidad. En Chile falta hoy, precisamente, ese acuerdo; un cuerpo eficaz de normas básicas compartidas. Llevamos cuatro años intentándolo y, nuevamente, estamos al borde del fracaso.
Por otro lado, para ser creativa y libre, la diversidad requiere una base material sólida y en expansión, y capacidades (recursos) para que cada cual elija su forma de vida. En ambas dimensiones estamos estancados. Y la población lo resiente.
Entonces, el problema no es la apasionada deliberación sobre nuestras diferencias, sino la incapacidad de gobernarlas. Eso produce hastío y frustración. Sobre todo, con quienes tienen la responsabilidad de conducir el gobierno y la oposición, administrar el Estado, resolver la cuestión constitucional, dirigir las empresas, gestionar los colegios y hospitales, informar al público y garantizar la seguridad de los ciudadanos.
Lo que nos aqueja, en conclusión, es el mismo mal que ha destruido a muchos reinos e imperios, Estados e instituciones, sociedades y partidos: el mal del mando, la inefectividad de los conductores, la ceguera de las autoridades, la renuncia de los encargados de dirigir. Es la crisis de gobernabilidad.
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