Autoridad docente en cuestión
Agosto 15, 2023

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José Joaquín Brunner, 13 de agosto de 2023

A pesar de que el discurso de legos y expertos atribuye un exagerado impacto a la educación—mayor autonomía personal, felicidad, productividad, status, solidaridad, interés ciudadano, aspiración de logro, capacidad de ahorro y mucho más—sin embargo no se hace cargo de la deteriorada autoridad del docente, figura central del proceso de enseñanza.

Según reveló dramáticamente una encuesta nacional del Núcleo Milenio Autoridad y Asimetría de Poder (USACH-UDP), apenas un 1% de la población asocia espontáneamente al profesor/a con la palabra autoridad. Y sólo un 3% considera a los maestros una figura de autoridad.

La fenomenología de esta situación es conocida. Los medios de comunicación alertan, cotidianamente, sobre actuaciones que desconocen o desafían la autoridad de los docentes: conductas verbales inapropiadas, amenazas, indisciplina en la sala de clases y los patios, bullying, acosos, desobediencia, faltas de respeto, violencia física micro o, en el caso de los mamelucos blancos, macro violencia, a veces con riesgo para la vida de las y los docentes y directivos agredidos. A estas conductas se suman ahora otras como el ciber hostigamiento, circulación en las redes de materiales degradantes, invasión de cuentas de correo electrónico, robos de identidad, etc.

Si bien la crisis de autoridad docente posee estas manifestaciones extremas, sus causas menos visibles y llamativas son las de mayor efecto. Llevan a que la cultura nacional, en todas las clases sociales y en sus niveles de elites y masas, entre las diferentes generaciones y las demás profesiones, no conciba a los profesores como una figura de autoridad, destituyéndolos de su valor como un estamento fundamental de la sociedad.

Es una paradoja histórica. Que llegado el momento en que la sociedad se auto define y reconoce en términos de conocimiento y racionalidad científico técnica, y valoriza sobre todo las cosas los saberes y las habilidades cognitivas, sin embargo la profesión que se supone está en el centro de ese entramado aparece en Chile disminuida en su carácter profesional y despojada de autoridad.

¿Cómo ha podido ocurrir?

De entrada, esta crisis no es un fenómeno global. Al contrario, en los países de herencia cultural confuciana como China, Japón, Corea del Sur o Singapur, se observa una saludable persistencia de la autoridad tradicional del profesor; representa una figura de la sabiduría, experiencia y guía moral dentro de la comunidad. Su autoridad se asienta, además, sobre valores de cohesión familiar y piedad filial. Y en una alta valoración del esfuerzo, los exámenes y la meritocracia. En suma, la autoridad docente se construye en esa cultura sobre un sólido andamiaje que, para muchos en Occidente, resulta demasiado tradicional, autoritario e iliberal.

Al contrario, en Occidente, el rol y la autoridad del docente han tenido dificultades para asentarse desde que Dios salió de la sala de clase, si se sigue el argumento formulado originalmente por Durkheim, el gran sociólogo francés de comienzos del siglo XX. Su argumento era que la moderna escuela pública laica, sostenida exclusivamente sobre la base de la razón científica, encontraba dificultad para reemplazar el poder moral del profesor-sacerdote, sin el cual la autoridad docente perdía su sostén simbólico. En Chile, Luis Galdames, destacado educador, expresaba en los años 1930 un anhelo convergente: “el sacerdocio del magisterio y de la ciencia reemplazará así, en la función docente, al antiguo sacerdocio de la revelación y de la fe”.

Gabriela Mistral, en su decálogo del maestro, decía otra cosa: “Piensa en que Dios te ha puesto a crear el mundo del mañana”. Sustituir la inspiración sagrada de ese mandato ha resultado difícil para sociedades secularizadas. Han recurrido al mandato burocrático del Estado-docentismo, o del partido, o de la verdad científica, o de los muchos y plurales dioses que habitan el cielo de la democracia.

Otros imputan la erosión de la autoridad docente  a la deriva iniciada por el propio pensamiento pedagógico desde la segunda parte del siglo XX. Dicha evolución habría convertido a las y los maestros en meros acompañantes, consejeros, facilitadores, técnicos y colaboradores del proceso formativo cuyo agente protagónico pasó a ser el o la alumna, concebidos como centros del aprendizaje.

Bajo esta visión, dirá Hana Arendt en su famoso escrito sobre la crisis de la educación (norteamericana), el profesor ya no  necesita dominar conocimientos (contenidos, materia, memoria) sino que le basta ser un competente co-creador del conocimiento que construye el estudiante. La consecuencia es clara, concluye ella: los estudiantes son dejados a la suerte de sus propios recursos mientras que el profesor abandona su  rol como una persona que, como sea se lo aprecie, todavía sabe más y puede hacer más que el alumno. Con esto deja caer su propia autoridad.

Al contrario, se vuelve necesario reivindicar la autoridad del profesor en cuanto maestro enseñante. Es una condición imprescindible si se desea recuperar la  escuela como un lugar donde se concurre para aprender algo (determinado curricularmente), para un propósito (allí expresado) y de alguien (el profesor) que conduce el proceso de la enseñanza. Según señala Biesta, un filósofo contemporáneo de la educación, ese enseñante es insustituible. Su función supone formación teórica, sabiduría práctica y competencia didáctica para juzgar qué es educacionalmente deseable en cada momento para el propósito perseguido. Para ejercer ese rol necesita ser reconocido como autoridad docente. Y asumir, él mismo, la responsabilidad de esa asimetría.

Dicho reconocimiento no puede limitarse, sin embargo, a cada docente considerado individualmente. Más bien, debe extenderse socialmente a la ocupación y a la función profesional. Requiere, por ende, la institucionalización de la profesión docente como una legítima autoridad en el seno de la sociedad y la cultura.

Es a través de ese proceso que podría lograrse una reconstrucción del sentido y de las capacidades de la profesión, con el esfuerzo conjunto de las facultades de pedagogía, los docentes en ejercicio, los gremios del magisterio, sostenedores escolares, comunidades locales, agencias del Estado y organismos de la sociedad civil integrantes del sector.

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