Mis 50 años
“Desde ninguno de ambos atrincheramientos es posible imaginar una comunidad comprometida a fondo con la democracia”.
A mí personalmente me resulta escandaloso que tras medio siglo, con pocas excepciones, la amplia y variada cultura de derechas que existe en nuestra sociedad no haya logrado formarse un sólido y definitivo juicio condenatorio del golpe y su proyección en una dictadura repudiable.
Las diferentes razones de contexto que pueden invocarse para explicar el Golpe son ciertamente parte del debate histórico que permanecerá abierto por largo tiempo. Mas no pueden servir para cavar trincheras donde al final todo se confunde en un ambiguo y escabroso terreno.
Allí el dictador aparece como estadista, los crímenes resultan inevitables, la tortura fue un mero exceso, y la destrucción del Estado de derecho sería meramente un daño colateral del éxito económico. ¿Qué cultura puede legarse así a las futuras generaciones? Imaginar una sociedad donde una parte significativa de sus grupos dirigentes vive en condición permanente de cómplices pasivos es una pesadilla.
También las izquierdas, atrincheradas en sus propias fantasías de superioridad moral y corrección histórica, actuamos cual guardianes de una falsa memoria. Algunas, al extremo del dogmatismo, prefieren cancelar antes que reflexionar.
Es cierto que las izquierdas son víctimas directas del golpe de Estado y de la dictadura nacida de aquel. Pero tan cierto es, igualmente, que somos parte activa del contexto histórico que desembocó en el golpe del 11 de septiembre. Profetas desarmados de una revolución que buscaba erradicar las estructuras de poder y a la clase social que las sostenía, superar la democracia burguesa, sustituir el Estado capitalista, cambiar de raíz la cultura dominante y sus orientaciones de valor, y disputar el monopolio de la fuerza. Todo esto acompañado de confusiones ideológicas e ineptitud en la gestión.
Más allá de proclamas ideales y relatos retrospectivos, de la guerra fría en que nos vimos envueltos y la dignidad que acompañó a Allende en su muerte, no resulta sensato ni es verdadero sostener que aspirábamos nada más que a una democracia capitalista moderna, o a un Estado socialdemócrata, o una sociedad democrática liberal, pluralista y progresiva. Aquellas son falsas trincheras creadas por la memoria para ganar hoy posiciones en la batalla cultural.
Desde ninguno de ambos atrincheramientos —de cómplices pasivos de la dictadura o ilusos de la revolución— es posible imaginar una comunidad comprometida a fondo con la democracia, capaz de conversar seriamente sobre su propio pasado.
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