El rompecabezas de la moralidad pública
El gobierno de Apruebo Dignidad, los partidos que lo apoyan (FA+PC) y sus destacamentos intelectuales y de opinión han elegido dar la batalla de los convenios envenenados en el terreno de los males del Estado neoliberal y de las disputas en torno a la autocomprensión moral de las izquierdas y sus exculpaciones.
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Quizá la consecuencia más inesperada y políticamente relevante de la crisis generada por el mal uso de convenios públicos con prestadores privados, intermediados por el principal partido del Frente Amplio (FA), es haber instalado en la agenda pública la idea-fuerza de que el país atraviesa por una crisis moral. Esta noción, como diagnóstico de los males de la República, nos acompaña desde hace más de un siglo, como testimonia el famoso discurso de Enrique Mac Iver de agosto de 1900, dirigido a acusar una falta de “moralidad pública” en el seno del Estado. Recordemos sus palabras:
“En mi concepto, no son pocos los factores que han conducido al país al estado en que se encuentra; pero sobre todos me parece que predomina uno hacia el que quiero llamar la atención y que es probablemente el que menos se ve y el que más labora, el que menos escapa a la voluntad y el más difícil de suprimir. Me refiero ¿por qué no decirlo bien alto? a nuestra falta de moralidad pública; sí, la falta de moralidad pública que otros podrían llamar la inmoralidad pública”. Y, en seguida, explica:
“Hablo de la moralidad que consiste en el cumplimiento de su deber y de sus obligaciones por los poderes públicos y los magistrados, en el leal y completo desempeño de la función que les atribuye la Carta Fundamental y las leyes, en el ejercicio de los cargos y empleos, teniendo en vista el bien general y no intereses y fines de otro género”.
Y, para precisar su diagnóstico, agrega: “Hablo de la moralidad que da eficacia y vigor a la función del Estado y sin la cual ésta se perturba y se anula hasta el punto de engendrar el despotismo y la anarquía y como consecuencia ineludible, la opresión y el despotismo, todo en daño del bienestar común, del orden público y del adelanto nacional. Es esa moralidad, esa alta moralidad, hija de la educación intelectual y hermana del patriotismo, elemento primero del desarrollo social y del progreso de los pueblos […], la que condujo a nuestra República al primer rango entre las naciones americanas de origen español y que se personalizó en ciertos tiempos, no en un hombre sino en el gobierno, en la administración, en el pueblo de Chile”.
Bien vale la pena releer hoy el discurso completo de Mac Iver, justamente a raíz del debate sobre los convenios y las faltas a la moralidad pública (hoy hablamos de probidad) que ellos envuelven, sin que se conozcan aún en detalle las irregularidades administrativas que entrañan y los posibles delitos que pudieran involucrar.
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En cuanto al discurso contemporáneo de la crisis moral, su versión conservadora es la más habitual, pues empalma con un diagnóstico sobre la modernidad y sus efectos sobre las sociedades. Recientemente fue expuesto por Beatriz Hevia, al asumir la presidencia del Consejo Constitucional. En dicha ocasión proclamó que “Chile vive una profunda crisis moral”, que antecedía la crisis política, económica y social que atraviesa al país. Ella se manifiesta, dijo, “en la descomposición de la vida familiar, en el desprecio por la autoridad, las normas y el Estado de derecho. Y, por cierto, en la justificación de la violencia y su solapada promoción como método de acción política”.
Días después, frente al debate a que dio lugar su diagnóstico de crisis moral, especificó: “Se le han dado varias interpretaciones a lo que me refería con crisis moral, yo creo que hay unas más acertadas y otras más erróneas. Yo a lo que me refería es al quiebre en el tejido social que tenemos hoy día, vemos padres que no pagan su pensión alimenticia, basura en los caminos rurales (…) normas que no se respetan, colisiones, esos son síntomas de que la sociedad está rota’’.
A su turno, uno de los principales voceros del Partido Republicano, al que pertenece también Beatriz Hevia, aclaraba en los siguientes términos el origen y contenido de su discurso: “Varios ayudamos a la Bea en en esta construcción del mensaje que hizo. Y la frase de la crisis moral está inspirada en algo que hace más de 100 años dijo Enrique Mac Iver, cuando hablaba de la crisis moral pública”, confirmó. Según el vocero asesor, problemas como delincuencia, inseguridad, economía y “el sentido de frustración que vive el país, de desesperanza” estarían relacionados con “la pérdida de ciertos valores, la pérdida de autoridad, la pérdida del respeto, la pérdida del sentido de comunidad”.
Más específicamente, “todo eso -señaló- se ha ido horadando por el narcotráfico, por la violencia, la pérdida del respeto de los alumnos a los profesores, de los hijos a los padres. Entonces, esa reflexión yo creo que es muy profunda e identifica también a muchas personas”, señaló. Luego precisó que el mensaje de Beatriz Hevia “no se trata de volver atrás, de volver a un tiempo que fue mejor, sino que volver a ciertas cosas que como sociedad nos hacen bien, y creo que ese mensaje lo hemos repetido mucho tiempo en otras circunstancias, pero tiene que ver un poco con recuperar ese sentido de país”.
Al respecto, invocó la importancia del artículo 38 del anteproyecto de Constitución de la Comisión Experta, referido a los deberes de las personas en la esfera que Mac Iver denominaba de la moralidad pública. Expresó: “Llevamos mucho tiempo hablando de derechos, y está bien que avancemos en derechos, pero tener un capítulo que hable de los deberes constitucionales, que hable del respeto a la patria, a la bandera, a la autoridad, entre los padres y los hijos, yo creo que es un paso adelante a recuperar y reducir esa crisis moral que antecede y que explica las otras crisis también”.
Para concluir este recorrido por los argumentos conservadores, veamos lo que señala el mencionado artículo:
Art. 38.
1. Todas las personas deben respetarse y comportarse fraternal y solidariamente. Asimismo, deben honrar la tradición republicana, defender y preservar la democracia, y observar fiel y lealmente la Constitución y la ley.
2. Del mismo modo, deben contribuir a preservar el patrimonio ambiental, cultural e histórico de Chile.
3. Es un deber de todos los habitantes de la República proteger el medio ambiente, considerando las generaciones futuras y prevenir la generación de daño ambiental. En caso de que se produzca, serán responsables del daño que causen, contribuyendo a su reparación en conformidad a la ley.
4. Todo habitante de la República debe respeto a Chile y a sus emblemas nacionales. Los chilenos tienen el deber de honrar a la patria.
5. Todos los ciudadanos que ejercen funciones públicas tienen el deber de desempeñar fiel y honradamente sus cargos, dando cumplimiento al principio de probidad en todas sus actuaciones. Combatir la corrupción es un deber de todos los habitantes de la República.
6. Los habitantes de la República deben cumplir con las cargas públicas, contribuir al sostenimiento del gasto público mediante el pago de tributos, y votar en las elecciones, referendos y plebiscitos, todo de conformidad a la Constitución y la ley. Asimismo, deben defender la paz y usar métodos pacíficos de acción política.
7. Los habitantes de la República tienen el deber de asistir, alimentar, educar y amparar a sus hijos. Por su parte, ellos tienen el deber de respetar a sus padres, madres y ascendientes y de asistirlos, alimentarlos y socorrerlos cuando éstos los necesiten.
8. Toda persona, institución o grupo debe velar por el respeto de la dignidad de los niños.
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Frente a la aproximación conservadora ante la crisis moral, desde las filas de la izquierda ha surgido un diagnóstico similar para calificar los hechos desencadenados por la utilización abusiva, quizá delictual, en cualquier caso de inmoralidad pública, de los convenios de servicios contratados por el Estado con fundaciones.
Se trata, sin embargo, de una versión distinta a la anterior, pues en este caso la crisis moral estaría condicionada por dos elementos peculiares. Primero, la inmoralidad surge del pecado neoliberal que mancha al Estado; segundo, su costo sería mayor porque lesiona la (supuesta) superioridad moral que, por su misión histórica, se atribuye el FA a sí mismo y, por extensión, a la nueva generación que en esta vuelta se incorporó como parte protagónica a la élite política.
Primero, entonces, la crisis sería producto de la externalización de servicios de fin público a agentes privados por parte de un Estado neoliberal. La mejor versión de este argumento pertenece al sociólogo Carlos Ruiz, intelectual público identificado con el origen del FA. Dice así: este fenómeno “se ampara en un vacío estatal del cual no teníamos suficiente consciencia, que era esa renuncia del Estado en ejecutar directamente las políticas en el combate a la pobreza y venía creciendo en unos montos gigantescos la delegación de esa voluntad estatal. Alrededor de eso, entonces, la crisis se termina construyendo en una suerte de industria de fundaciones con montos que todavía no sabemos hasta dónde van a quedar escalados, ni figuras ni dependencias en esto y ante la cual, como ninguna otra fuerza, este tipo de agrupaciones políticas se construyen, reclutan, forman gente, constituyen sus estructuras y, por tanto, dan lugar a una nueva variante de clientelismo político”.
El mismo argumento ha sido invocado también por una importante autoridad del PC, según la cual “en los hechos, lo que hemos visto es que las fundaciones que están investigadas, sin saber si todas evidentemente tienen participación en hechos de corrupción o corruptela operan como empresas de obras menores. Eso es ilustrativo de cómo el Estado viene siendo desplazado en materia de la ejecución de las políticas públicas y eso es muy evidente” (Marcos Barraza, El Siglo,7 de Julio de 2023).
Esta tesis elude, sin embargo, el problema de fondo, cual es, el de la agencia en los hechos impropios y contrarios a la moralidad pública que, el propio Ruiz califica como de extrema gravedad, según vemos más abajo. En efecto, el origen del problema está en el propio Estado, su personal y reglas de actuación, y no en las políticas más o menos neoliberales que impulsan los gobiernos o en las modalidades de gestión utilizadas.
Lo anterior explica que las prácticas corruptas existan en los más diversos modelos de organización estatal y de políticas implementadas, siendo los hechos de corrupción más agudos y extendidos en Estados totalitarios de tipo soviético o nazi, donde no hay separación entre el gobierno, el aparato estatal y el partido del poder, sin que existe una sociedad civil activa y una esfera pública crítica. Lo anterior vale también para el caso chileno donde, por ejemplo, las prácticas corruptas ocurridas bajo el régimen militar demoraron más en salir a la superficie. O no pudieron siquiera ser denunciadas y tratadas públicamente como tales, por ejemplo, con ocasión de las masivas transferencias de empresas públicas a manos de privados, al amparo de la fuerza.
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El segundo argumento toca a la superioridad moral reivindicada por la nueva élite de izquierda. Fue el dirigente Giorgio Jackson quien más gráficamente reivindicó para sí, su partido (RD) y el FA esta especial distinción: “Nuestra escala de valores y principios en torno a la política, dijo él, no solo dista del Gobierno anterior, sino que creo frente a una generación que nos antecedió”.
Esta declaración emblemática iba asociada, efectivamente, a una autocomprensión moral de la generación asociada al FA, cuyas luchas juveniles y discurso habían tenido una fuerte impronta ética, contra los abusos, el lucro, la mercantilización de la vida y frente a la (supuesta) falta de convicciones (de valores absolutos e ideales) de la generación, ¡oh paradoja!, que justamente luchó contra la dictadura y aseguró un tránsito pacífico de recuperación de la democracia.
El mismo Carlos Ruiz antes citado apuntó de manera dramática al significado último de esta autoproclamación de superioridad moral, al señalar que “se utilizan ciertos eslóganes que apuntan más bien a la moralina, entonces aquí es donde viene el problema, en la medida en que este golpe bota el único mástil que tenías que es el recurso moral y toda una industria simbólica que se construye alrededor del recurso moral como políticas de protección a las víctimas de abuso, por ejemplo, pero no como restauración de un nuevo modelo de sociedad (…) Como nada de eso está presente, el golpe es mucho más fuerte”.
Se hace cargo así -bajo el concepto de moralina (RAE: moralidad inoportuna, superficial o falsa), de una debilidad bien de fondo de la ideología frenteamplista; cual es, la idea de que la política formaría parte de la esfera religiosa -de convicciones y valores últimos- en función de la cual cabe juzgar el mundo de la impureza política, las manos sucias, las transacciones, el cálculo estratégico, la gestión eficaz; en fin, a Maquiavelo y la rica tradición del realismo político que posee su propia y exigente ética de la responsabilidad.
Al contrario, la idea de que los principios y las aspiraciones revolucionarias fundan su propia moral (revolucionaria; de fines y valores últimos, trascendentes), idea que como una sombra mortífera acompaña a las izquierdas revolucionarias, crea un campo ampliamente permisivo, de una enorme latitud, para justificar la acción de los militantes y para condenar la conciencia y los comportamientos (siempre hipócritas, se dirá) propios de la sociedad y la democracia burguesa.
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De allí también la retórica apocalíptica con que la opinología de izquierdas se hizo cargo de la crisis de los convenios, incluso entre la intelectualidad más literaria o de perfil técnico. Así, Oscar Contardo se queja de que “el caso de la fundación creada por los militantes de Revolución Democrática es, más que un misil, una bomba de racimo con alcances insospechados no sólo para este gobierno, sino para el futuro de una democracia abatida por la desconfianza y la irresponsabilidad de varias generaciones de políticos y políticas que no supieron ni quisieron estar a la altura de las circunstancias, ni menos aún, a la altura de sus propias palabras y de las ideas que prometían representar”. Estaríamos pues al final del camino.
Con razón, una voz más técnica y ponderada identificada con la nueva generación y con el FA, se manifestaba abatida en una entrevista por el desplome de tan elevadas expectativas: “quizás es un exceso de honestidad y sinceridad o debería estar pensando en decir algo más, pero realmente me da mucha pena. Me preocupa profundamente cómo se procesa. Es de extrema gravedad, no quiero restarle ni una onza de la gravedad que implica. Requiere de una revisión bien profunda sobre cómo funciona el partido, cómo entiende sus espacios de gestión y cuando se ingresa al Estado, el tipo de responsabilidades que eso acarrea” (Noam Titelman, El Mercurio, 25 de junio de 2023).
En el mismo sentido, envuelto en su propio diagnóstico de la moralina, el intelectual insignia del FA fue también su más severo juez. Del caso convenios en actual investigación, se anticipa a decir: “tiene connotaciones bastante trascendentes, o sea, al punto de que vamos a dejar de verlos [a RD y El FA] como lo que eran ya, lo cual no significa que desaparezcan, pero se van a asimilar quizás al panorama político que decían transformar”. De allí su lectura política igualmente calamitosa; sostiene que esta crisis “profundiza la incapacidad de empujar los proyectos de transformación en este rato, que entran en una situación completamente defensiva de todo tipo, pensiones, tributaria, del CAE ya prácticamente no se habla y revela una dificultad de conducción estratégica frente a la crisis”.
Y para mayor abundamiento, agrega: “Creo que el problema principal es que lo que observamos es que es un proceso en el cual la emergencia de un grupo de organizaciones políticas que en el fondo se proyectaban con la expectativa de renovar la política, al renunciar a construir un proyecto histórico, al renunciar a construir una crítica a la transición, evitarla al asumir ese discurso de que somos la nueva Nueva Mayoría y, por lo tanto, replegarse por todo valor al hecho de que la probidad fuese capaz de sostener una especie de calidad moral que por sí sola renovaría la política, significa que cuando se le golpea ese punto, lo que bota es el único mástil en el que se sostenía todo”.
Desde una izquierda más extrema u octubrista, si se quiere, que mantiene viva la fe en la revuelta del 18-O, el argumento de Ruiz será asumido como un tardío reconocimiento que, ajeno a toda moralina, desenmascararía la naturaleza no-revolucionaria de RD, del FA y de Apruebo Dignidad. En efecto, en La Izquierda Diario del Partido de Trabajadores Revolucionarios, se lee: “Esta crisis de RD y de todo el gobierno y Apruebo Dignidad, es el derrumbe de un programa de reformas a un capitalismo cada vez más en crisis; el derrumbe de un programa de auto-reformas del viejo régimen neo-pinochetista; el derrumbe de una estrategia de conciliación con los capitalistas y los partidos del régimen, que llevó primero a salvar a Piñera y frenar Revuelta del 2019, con el mentado Acuerdo por la Paz, y luego pasivizando la sociedad con la ‘vía institucional’ donde los viejos dinosaurios restablecieron sus posiciones tras la recomposición del gran empresariado. Es el derrumbe por último de una supuesta ‘ideología moral’ que no pretende en ningún modo atacar las estructuras de explotación y opresión del capitalismo, sino ‘gestionarlas’ en los marcos institucionales”.
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En definitiva, los dos argumentos esgrimidos desde las izquierdas críticas al FA permanecen atrapados en la idea de una crisis que afectaría a los ‘más morales’, que estarían siendo arrastrados hacia el remolino de la corrupción o la inmoralidad pública.
Por un lado, un Estado neoliberal privatizador de sus misiones públicas; por el otro, unos partidos enredados en su propia moralina, con una (falsa) conciencia de superioridad moral y un vacío de propuestas auténticamente revolucionarias. Ambos argumentos sumados apuntan a un naufragio donde incluso su mástil de moralidad superior terminará por hundirse y desaparecer.
Estos argumentos catastrofistas desembocan derechamente en la matriz discursiva legada por Enrique Mac Iver y retomada últimamente, en una lectura conservadora, por Beatriz Hevia y el filón republicano comandado por J.A. Kast.
En efecto, para el público de masas que interpreta la sociedad a través de los medios de comunicación y de las redes sociales, sin interesarse por los arcanos hermenéuticos de la discursividad de izquierdas, lo que aparece en la superficie, lisa y llanamente, es la inmoralidad pública denunciada por Mac Iver y la descomposición de la esfera política anunciada por Hevia, consignas con que somos bombardeados cotidianamente.
Desde la propia izquierda gobernante, en tanto, reina la mayor confusión. La superioridad moral se ha convertido -a poco de ser proclamada- en un albatros muerto colgado al cuello. El tema de la corrupción / probidad, en vez de ser abordado en términos legales y administrativos y administrado con la precisión quirúrgica que requieren los asuntos que tocan la fibra moral de un gobierno, se halla recubierto en cambio -incluso por la intelectualidad identificada con el gobierno- por una fraseología de mástiles morales, esperanzas generacionales, nostalgia por consignas antilucro y toda una serie de nociones que apuntan a aquella autocomprensión (y atribución) de superioridad moral, de la cual los dioses habrían destronado a RD y al frenteamplismo.
En estas condiciones, según reconoce el El Siglo, periódico del PC, “no debe sorprender que la oposición y vocerías del mundo conservador, incluyendo líneas editoriales y columnistas de medios tradicionales, aprovechen el plato ofrecido a la mesa por dirigentes y militantes de RD, y saquen jugo político y mediático”. De esta manera, en vez de compartir los costos de imagen con sus aliados del gobierno, el PC logra erigirse en una voz que escruta y condena los hechos impropios. Según alecciona Marcos Barraza, exministro y ex convencional constituyente, dirigente en ascenso del PC, “toda conducta de los partidos del oficialismo tiene que estar orientada a la máxima transparencia, a ponderar correctamente la magnitud del daño que se ha ocasionado y, en consecuencia, a tomar las acciones correctivas, pero además preventivas desde el punto de vista de ser más celoso aún con la administración de los recursos públicos”.
Más contundentes aún son los reproches del Secretario General del PC. He aquí un punteo de su reciente entrevista con el periódico del partido:
- No puede ser que exista la casualidad de que quien asigna un recurso es de un partido, quien reciba sea del mismo partido, y quien intermedia sea del mismo partido, eso lleva a la conclusión de que hay algo convenido, no para proteger la tarea de Gobierno, pública, social, sino para beneficiar a un sector.
- Entre nosotros [los comunistas] no existe la actividad política como una carrera, menos como una carrera individual, menos como una de la cual se puedan sacar réditos materiales o económicos.
- … bajo ninguna condición se puede permitir que el servicio a la gente se transforme en una oportunidad para producir beneficios propios. Aquí está de por medio no sólo la transparencia, la probidad, la transparencia, la honradez, sino también la vocación que una persona que abraza una causa de izquierda, progresista, transformadora, debe tener por norte, es decir, servir a la gente y no servirse de la posibilidad de servir, para distorsionar ese servicio público.
En suma, el gobierno de Apruebo Dignidad, los partidos que lo apoyan (FA+PC) y sus destacamentos intelectuales y de opinión han elegido dar la batalla de los convenios envenenados en el terreno de los males del Estado neoliberal y de las disputas en torno a la autocomprensión moral de las izquierdas y sus exculpaciones. Por esta vía, sin embargo, terminan reforzando la matriz discursiva de la inmoralidad pública de Mac Iver y la versión conservadora de la crisis moral que denuncia la pérdida de los valores, del respeto por las instituciones, de la integridad, del patriotismo y de la responsabilidad frente a los deberes del cargo. Más que nunca, la coyuntura favorece, por sorprendentes y entrecruzados caminos, una restauración moral de la República. He ahí el rompecabezas.
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