Enséñame, si puedes
”Enséñame, si puedes. Eso parecen decir hoy los alumnos de algunos de los mejores colegios públicos a sus profesores. Y frente a eso, los adultos empalidecen y se paralizan o inventan pretextos para no hacer nada. ¿A qué se debe todo esto?”.
Y hay que ponerle atajo.
Para hacerlo, es necesario, sin embargo, comprenderlo, entender por qué ocurre y qué significa. ¿Cómo pudo ocurrir que siendo la institución escolar el objeto de mayor preocupación de las dos últimas décadas, nada menos, algunos de sus mejores ejemplos se hayan envilecido y degradado como lugares de excelencia?
Desde luego, la escuela, o el liceo o el colegio, es el lugar donde se espera que las personas adquieran una cierta orientación normativa que guíe su conducta y un nivel de ilustración que les permita comprender los aspectos más notorios del mundo en torno. Ambos aspectos (la orientación de la conducta y un cierto nivel de ilustración) requieren aceptar una cierta desigualdad como punto de partida. Si el estudiante no acepta que quien enseña sabe más que él y tiene más dominio de la circunstancia, entonces es muy difícil que se deje guiar o enseñar. Por eso la escuela requiere lo que suele llamarse paternalismo: aceptar que hay algunas personas que en ciertas materias o aspectos de la vida son capaces de discernir mejor lo que conviene a otras. Lo mismo pasa en la familia. Hay una familia allí donde algunos miembros (los padres) disciernen mejor que otros (los hijos) lo que conviene a estos últimos. Aceptar esa asimetría es la condición de posibilidad de la escuela y de la familia.
Ahora bien, lo que parece haber ocurrido durante las últimas décadas es que esa condición de disciplina (la palabra viene de discipulus, discípulo, y ambas de discere, aprender) sobre la que se erige la escuela se ha olvidado. Y, en cambio, se ha extendido y aceptado, sin más, la idea de que la institución escolar es un ámbito donde impera una relación de total igualdad: se concibe la relación entre el profesor y el estudiante como una relación entre ciudadanos, cada uno dotado de los mismos derechos y sin ninguna posibilidad de que el primero haga valer su punto de vista en razón de lo que es. Como si el hecho de saber más ofendiera la igualdad. Y todo ello favorece a los que no quieren estudiar, quienes así tienen una coartada para eximirse de obedecer y esforzarse. Como es fácil comprender, en esas condiciones es muy difícil, o casi imposible, que se lleve a cabo la tarea de enseñar u orientar normativamente la conducta. Aristóteles observa que el movimiento requiere de un punto inmóvil en que apoyarse. Lo mismo ocurre con el aprendizaje de la conducta y el conocimiento: es necesario un punto de partida ciego que solo puede provenir de aquel a quien se reconoce autoridad. Es lo que observa Kant, un autor nada conservador: el ser humano, dice, es un animal que necesita a un maestro.
Hanna Arendt subraya, por eso, que solo hay autoridad allí donde existe disposición a obedecer sin que sea necesaria ni la coacción ni la persuasión. Un padre que para conducir en ciertas cosas a su hijo necesita castigarlo (como si este fuera un súbdito) o convencerlo (como si el hijo fuera un igual) carece de autoridad. Lo mismo ocurre con el estudiante en la relación con el profesor.
Pero en la sociedad chilena se ha expandido no solo la idea de que la autonomía y la igualdad son valiosas (lo que es obviamente cierto), sino que también se ha pensado que, como son valiosas, ellas deben imperar no solo en el ámbito de la política o el tráfico social, sino que también en la familia y la escuela. Y esta expansión (como lo advirtió Tocqueville desde muy temprano) es un error. Ni la escuela, ni la familia son un ámbito de iguales. Son ámbitos donde impera la dignidad y el respeto entre quienes la integran; pero no la igualdad.
Se dirá que todo eso está muy bien y que el problema es cómo lograrlo en la práctica.
Por supuesto, no es fácil, pero comprender el problema puede ser un punto de partida que ayude a entender, por ejemplo, por qué instituir consejos estudiantiles que incidan en el gobierno de las escuelas es un error; por qué creer que la tarea de la escuela es solo crear personas críticas y no esparcir algunas certezas básicas es otro error; por qué establecer la horizontalidad en la sala de clases lesiona la autoridad en el sentido de Arendt, y por qué, al revés de todo lo anterior, es necesario que los adultos y los profesores recuperen la conciencia de sí mismos y en vez de querer ganarse los palmoteos y el aplauso de los más jóvenes, o evitarse dificultades con ellos, recuperen el deseo de tener la razón.
Porque ese es otro problema de nuestro tiempo. Hoy la gente quiere tener opiniones, puntos de vista y sentimientos. Y nadie, ni los profesores ni los padres, quieren tener la razón. Y allí donde nadie quiere tener la razón, las cosas acaban en que la razón no existe y entonces, tal como está ocurriendo en algunos colegios, el vacío que deja su ausencia lo llenan la toma, la queja y la patada.
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