Educación: Fin y medios
”Efectivamente, aprender a ser es ajeno a cualquier beneficio social, económico, político o práctico. Consiste en el autocultivo de las propias capacidades hasta el límite de un ideal de perfección humana, según la clásica definición de Bildung de Guillermo von Humboldt; es decir, la formación en ese ideal. Se trata, decía él, del sostenido y serio esfuerzo por alcanzar la máxima expresión de humanidad en uno mismo”.
A lo largo del siglo XX se volvió habitual pensar la educación como un instrumento de la sociedad; un complejo sistema que debía servir fines determinados por el Estado, las elites u otras poderosas fuerzas. Posteriormente, la idea de que la economía depende del conocimiento científico técnico, reforzó este giro instrumental. Y los fines de la educacion quedaron en manos de agendas externas a ella.
Estas agendas representan los legítimos intereses de la política pública, las industrias y profesiones, organismos internacionales, grupos de investigadores y expertos, gremios docentes, movimientos estudiantiles, medios de comunicación, organismos de la sociedad civil, poderes locales y de la opinión pública encuestada.
Cada uno de estos actores se manifiesta sobre cuál debe ser el propósito de la educación. El gobierno busca ponerla al servicio de fines igualitarios; la oposición, de valores familiares. Los empresarios esperan que incremente el capital humano y la productividad de la economía; círculos académicos, que promueva el espíritu crítico e ideales emancipatorios.
Ni siquiera los expertos están de acuerdo. Algunos temen que la educación está volviéndose cada día más unidimensional, presionada por indicadores de efectividad y mediciones de eficiencia. Ven acercarse el fantasma del gerencialismo. Otros, en cambio, la acusan de estar perdiendo su sentido e identidad, asfixiada por una minuciosa intervención administrativa. Ven inminente el fantasma de una burocracia kafkiana.
Al mismo tiempo, esos mismos actores conciben la educación como un medio para resolver los graves problemas que afectan a nuestra sociedad: deterioro del medio ambiente; una ciudadanía iliberal; fallas de formación ética; consumo de alcohol y drogas; desequilibrios socio emocionales; escasa alfabetización digital.
Además, según algunos, todo esto podría obtenerse sin mayor esfuerzo de los educandos y con unos procesos educacionales soft, relajados, sin tareas ni excesivas calificaciones, con una docencia horizontal donde profesores y alumnos concurren como co-creadores y co-constructores de conocimientos, espacios, saberes, identidades y cultura. Sobre todo, sin autoridad docente ni estructuras normativas dentro del aula.
Lo que se halla ausente de este nuevo encuadre educacional son dos cosas.
Por un lado, la preocupación por las funciones básicas de la educación: la cualificación de niños, jóvenes y adultos; la socialización de las nuevas generaciones, y la subjetivación de las personas (Gert Biesta). ¿De qué hablamos en cada caso?
La cualificación habilita para el desempeño de roles. Es esencial para la vida laboral, pero también para participar en la esfera política o para actuar en la sociedad civil y en organizaciones. No debe convertir a la educación en un apéndice de la economía, ni puede ella limitarse a las demandas actuales del mercado de trabajo. Con la revolución de la IA esto resulta evidente. O formamos y cualificamos personas para controlar a las máquinas y los algoritmos o terminaremos como sus sirvientes.
La socialización es la parte menos visible, si se quiere, de la educación. Introduce a las nuevas generaciones en la cultura propia de las diversas esferas: política, económica, religiosa, doméstica, estética, íntima y local-nacional-global. Actúa en este plano menos por la vía de currículos formales que por los hábitos de las familias y, en la escuela, por medio del currículo oculto. ¿Acaso hay algo más importante para niños y jóvenes en la actual crisis de convivencia que el clima cultural, ese entramado subyacente de reglas y valores, que es la base de socialización de las instituciones educativas? ¿O algo más negativo para su formación que colegios y liceos con culturas de violencia o ambientes anomicos?
La trilogía de Biesta se completa con la subjetivación, función a través de la cual los y las niñas y jóvenes se vuelven sujetos autónomos, en línea con el ideal moderno. Supone el cultivo de la autodeterminación, la crítica y la emancipación, en un juego dialéctico con las funciones educacionales integradoras, ya sea a roles (cualificar) o a valores (socializar).
Por otro lado, se hallan ausentes también del encuadre educacional los retos que respecto de cada una de estas funciones enfrenta nuestra educación.
La cualificación para roles está en permanente tensión frente a un mundo donde la digitalización, ahora combinada con la IA, transforma continuamente las maneras de vivir, aprender, trabajar, comunicarse, asociarse y de coordinar las actividades humanas y sus plataformas tecnológicas.
La socialización intergeneracional en el marco de las organizaciones tradicionales—desde la familia al matrimonio, de la escuela a la fábrica, del vecindario a las megaciudades, de los partidos a los sindicatos, de lo local a lo global—muestra fallas que repercuten tanto en la inestabilidad de los sistemas como en el dislocamiento de los mundos de vida personales. Si antes la sociología diagnosticó una tendencia a la sobresocialización en sociedades híper integradas funcionalmente, hoy —a la luz del colapso de los órdenes culturales—cabe hablar de una subsocialización, que despierta temores hobbesianos y una angustia civilizacional.
Por último, la tarea más propia de la educación—exaltada por todas las grandes corrientes pedagógicas—la de aprender uno mismo a asumirse como sujeto (incluso, y sobre todo, en época de abismos), se encuentra hoy obturada por el sentido utilitarista e instrumental de la educación.
Efectivamente, aprender a ser es ajeno a cualquier beneficio social, económico, político o práctico. Consiste en el autocultivo de las propias capacidades hasta el límite de un ideal de perfección humana, según la clásica definición de Bildung de Guillermo von Humboldt; es decir, la formación en ese ideal. Se trata, decía él, del sostenido y serio esfuerzo por alcanzar la máxima expresión de humanidad en uno mismo.
¿Cómo no sentir un enorme desazón ante el abismo que se abre entre tan elevado ideal y la realidad que enfrenta la mayoría de nuestros niños y jóvenes, sujetos apenas a unos precarios procesos de cualificación y socialización? ¿Puede siquiera introducirse una idea como ésta en nuestra conversación pública sobre educación y política educacional, sin que ella sea cancelada de inmediato por su idealismo romántico? O hace sentido, como creo yo, insistir—contra toda esperanza—que allí reside el fin último de la educación que debe preservarse, precisamente porque permite cuestionar el reino absoluto de la utilidad.
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